Aurora roja/Parte II/III

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II
Aurora roja
de Pío Baroja
III
IV

III

No hay que confiar en los relojes ni en la milicia - Las mujeres son buenas - Aun las que dicen que son malas - Los borrachos y los perros


Comenzaba a encarrilarse la imprenta. El trabajo se iba regularizando, pero Manuel ni un momento podía dejar el taller. Así, que si alguna diligencia tenía que hacer, la hacía de noche, después de cerrar la tienda. Jesús seguía viviendo en la casa, sin trabajar y sin hacer nada. Por las tardes iba a ver al señor Canuto, a charlar con él; luego cenaba, se acostaba, y al día siguiente aparecía a la hora de comer. Muchas veces no se le veía el pelo.

Jesús tiene dinero -le dijo una vez la Salvadora a Manuel-. ¿Qué hace? ¿Trabaja en algún lado?

-Que yo sepa, no.

-Pues tiene dinero.

-No sé cómo se las arreglará.

Una noche que Manuel fue a casa de un editor a entenderse con él para la publicación de unos libros, se le hizo tarde, y al llegar a la plaza del Callao vio a Jesús parado en una esquina, borracho, sin poder sostenerse. Manuel pensó en seguir adelante sin hacerle caso, pero luego le dio lástima y se acercó a él.

-¿Qué haces aquí? -le dijo.

-¿Quién es usted... para preguntarme a mí eso? -tartamudeó Jesús-.

¡Ah!, ¿eres tú? Estaba tomando el fresco.

-Tienes una curda indecente. Vamos a casa. ¡Anda!

-¿Qué anda? ¿Qué?

-¡Cómo estas! No te puedes tener.

-Y a ti, ¿qué te importa? Tú no eres más que un cochino burgués..., eso..., y un avaro. Entre tu hermana y esa otra te han hecho un roñoso..., y un mal compañero.

-Bueno; yo seré un burgués; pero no huelo que apesta, como tú.

-Pero, ¿a qué huelo yo? A vino, a vino...

Jesús decía «a vino», como si hubiera dicho a rosas.

-Eres un sinvergüenza -exclamó Manuel-, un borracho indecente.

-¿Tú sabes por qué me emborracho yo? ¿Tú sabes? Porque tengo un ansia muy grande; porque tengo una sed...

-Sí, una sed de vino y aguardiente.

-Pero ¿para qué hablo yo con hombres que no me comprenden?... Soy un huérfano...

-Mira, no me vengas con cosas de zarzuela, ¡A casa!

-¿A casa?... No quiero. Mira, Manuel, yo no sé qué tengo más grande, si el cerebro o el corazón..., ¡porque mira que yo tengo cerebro!...

-Yo creo que lo que tú tienes mayor es la «asaúra».

-Pues aún tengo mayor el estómago, ¡gracioso! Y a mí no me vengas tú con esos ratimagos de chulo, ¿sabes?, porque tú serás un buen tipógrafo; pero de gracia madrileña..., no tienes ni tanto así.

-Ni me importa.

-Y tú, ¿por qué no te emborrachas?

-Porque no quiero.

-Porque no quieres, ¿eh?... Te conozco, lebrel... Tú tienes, una tristeza muy honda...

-Sí; soy un pobre huerfanito, como tú.

-No ...; tú no eres más que un burgués..., y la otra tiene la culpa..., porque antes eras un buen compañero...; pero la otra te domina, y tu ya no sabes hacer nada sin ella.

-Bueno, hombre, me domina; ¿qué le vamos a hacer?

Al llegar a una taberna de la calle Ancha, Jesús se detuvo, se apoyó de espaldas a la pared, y afirmó rotundamente que no se iba de allí aunque le mataran.

-¡Anda, no seas estúpido! -le dijo Manuel-, te voy hacer andar a patadas.

-Pégame; pero no me voy.

-Pero ¿qué quieres hacer?

-Tomar aquí unas copas.

-Bueno, tómalas.

En esto pasó de prisa una mujer. Jesús se abalanzó sobre ella; la mujer comenzó a chillar asustada.

-Está borracho; no le haga usted caso -le dijo Manuel, interponiéndose entre los dos.

-¿Y qué? -replicó Jesús-: La convido a cenar. ¿Quieres venir a cenar conmigo, prenda?

-No.

-¿Y por qué no?

-Porque tengo que ir a casa.

-¿A casa a las dos de la mañana? ¿A qué?

-Pero ¿son las dos? -preguntó la muchacha a Manuel. -No debe faltar mucho.

Pasaron por delante de la Universidad y miraron el reloj. Eran las dos en punto. La muchacha quedó asombrada y vacilante; luego se decidió y se echó a reír. Estaba algo alegre, tenía la blusa con las puntillas rotas y manchada de vino. Contó que había ido con su novio, que era sargento, y con otra amiga, con su correspondiente galán, a los Cuatro Caminos. Allí los novios las habían hecho beber a las dos, hasta emborracharlas: luego las engañaron, diciéndoles que eran las seis cuando daban las nueve, y que eran las nueve cuando daba ya la una. Ella estaba sirviendo y pensaba llegar a una hora regular a casa; pero ya que no podía, le tenía todo sin cuidado.

-¿Y qué vas a hacer? -le preguntó Manuel.

-Dejaré la casa y buscaré otra.

-Lo que vamos a hacer -dijo Jesús-, es irnos los tres a cenar ahora mismo.

-Bueno; vamos donde queráis -exclamó la muchacha, y se agarró del brazo a Manuel y a Jesús.

-¡Bravo! -gritó Jesús-. ¡Olé por las mujeres valientes! Manuel vaciló; le esperarían en casa... Aunque ya se habrían acostado.

-Un día es un día -murmuró-. Vamos allá-; además, la muchacha era agradable, con la nariz respingona, abundante de pecho y de caderas.

-¿De modo que vas a dejar a tus amos? -preguntó Manuel. -¡Qué voy a hacer!

-Bien hecho -gritó Jesús-; deja a los amos...; que les sirva su señora mamá... ¡Mueran los burgueses!

-Calla -exclamó Manuel-; van a venir los guardias. -Que vengan... Yo me río de los guardias municipales..., y de los guardias civiles..., y de los guardias de orden público... Y yo le digo a esta mujer, que es un cachito de gloria, que hace bien en ir a los Cuatro Caminos... con el sargento, con el soldado o con quien le dé la gana... Todos somos libres. Pues ¡qué!, ¿las amas no tienen también sus líos?... ¿Verdad, corazón?

-Ya lo creo.

La muchacha cogió estrechamente del brazo a Manuel.

-¿Y tú no dices nada?

-Que tienes una espetera, que ya ya.

-Mientras más gracia dé Dios, ¡mejor! -replicó ella riendo-. ¿Cómo te llamas?

-Manuel. -¿Y qué eres?

-Éste -saltó Jesús-, éste es un cochino burgués... que quiere hacerse rico... para casarse con una mujer... y poner entre los dos una casa de préstamos... ¡Ja... ja!...

-No le hagas caso -dijo Manuel-, no sabe lo que se dice. ¿Cómo te llamas tú?

-Yo, Paca.

-¿Estas sirviendo de veras?

-Sí.

Varias veces Jesús trató de coger a la muchacha por el talle y de darle un beso.

-Bueno; si éste me agarra, me voy -dijo ella. Jesús, ofendido, comenzó a insultarla.

-A mí lo que me sobran son mujeres más guapas que tú..., ¿sabes?..., y tú no eres mas que una fregona..., y yo tengo siempre cinco duros en el bolsillo pa tirarlos; y ese que va contigo es un gallina..., y si no que salga..., que le voy a romper un ala.

Manuel se volvió y cogió de un brazo a Jesús.

-Si es una broma -dijo éste-. Parece mentira que te pongas así por una broma. ¡Si a mí me gusta que vayas con ella, hombre! ¡Si yo no soy un ganguero como tú! Y ahora voy a convidar yo a otra, y nos iremos a cenar.

Efectivamente, invitó a una mujer, y los cuatro entraron en una taberna de la calle del Horno de la Mata, que estaba llena, y pasaron a un cuartito, precedidos de un muchacho con un mandil azul.

-¿Qué desean los señores? -preguntó éste.

-Tráete -le dijo Jesús- dos raciones de pescado frito, chuletas asadas para cuatro..., queso, y que manden por unos cafés... ¡Ah!, y mientras tanto, a ver si hay por ahí unas aceitunas y una botella de vino blanco.

-Todo esto lo voy a tener que pagar yo -pensó Manuel. Sirvieron las aceitunas y el vino, y Jesús llenó las copas. La mujer que había venido con Jesús era pálida, con el pelo negro y lustroso, peinado como un casco. Contempló a la criada con curiosidad.

-Tú no eres de la vida -la dijo.

-¿Cómo? -preguntó la muchacha.

-No -saltó Manuel-; es una chica que está sirviendo. Oye -y Manuel atrajo hacia sí a la Paca-, ¿qué te suelen decir los amos?

-¡Tantas cosas!

-Y tú, ¿qué les contestas?

-¿Yo?... pues, según.

-¡Bah! -murmuró Manuel-, ya veo que ese sargento no ha sido el primero.

La muchacha se echó a reír a carcajadas. La otra mujer se quitó de la cintura el brazo con que Jesús la estrechaba.

-No seas pelma- le dijo.

La mujer tenía la tez marchita; los ademanes, tímidos. Había en ella cierta dignidad, que indicaba que no era de las nacidas con vocación para su triste oficio. En los ojos negros, en el rostro, prematuramente arrugado, se leía la fatiga, el insomnio, el abatimiento; todo esto amortiguado por un velo de indiferencia y de insensibilidad.

-¿De manera que tú estás sirviendo? - preguntó la mujer pálida a la criada.

-Sí.

-¿Qué edad tienes?

-Diez y ocho años. -Yo tengo una hija que tiene quince.

-¿Usted?

-Sí.

-No parece que tenga usted edad bastante.

-Sí, soy vieja; he cumplido ya treinta y cuatro. La chica está en Ávila con mis padres. Yo, claro, no quiero que venga conmigo, y los abuelos suyos son pobres. Cuando tengo algún dinero se lo envío. Jesús se puso serio, y comenzó a preguntarle por su vida.

-Hace un año tuve un hijo, y me lo tuvieron que sacar con unos ganchos -siguió contando la mujer, mientras cortaba la carne con el cuchillo-. Desde entonces estoy mala; luego, hace unos meses, he tenido el tifus, me llevaron al Cerro del Pimiento, y allí me quitaron toda la ropa que tenía. Salí tan desesperada, que quise matarme.

-¡Se quiso usted matar! -exclamó la criada.

-Sí.

-¿Y qué hizo usted?

-Cogí las cabezas de unos fósforos, las eché en un vaso de aguardiente, hasta que se deshicieron, y lo bebí. ¡Me entraron unos dolores!... Vino un médico y me dio un vomitivo. Luego, durante cuatro o cinco días, echaba el aliento en la oscuridad, y brillaba.

-Pero ¿tan desesperada estaba usted? -preguntó la criada.

-Tú no sabes cómo vivimos nosotras. ¿Ves? Hoy yo no gano; pues mañana tengo que empeñar esta blusa, y si me ha costado tres duros, me dan por ella dos pesetas. Luego, a los hombres les gusta hacer sufrir a las mujeres... Créeme, hija, sigue sirviendo; por muy mal que estés, no estarás peor que así...

Jesús dijo que se había puesto malo, y salió del cuarto.

-¿Y no podría usted encontrar algún trabajo? -preguntó Manuel a la mujer.

-¿Yo? ¿Adónde voy? No tengo fuerzas..., estoy anemia. Además, está una acostumbrada a hablar mal y a beber, y la conocen a una lo que es en seguida. Si tuviera salud, me hubiera puesto a nodriza. Todavía tengo leche. Con tu permiso, rubia -dijo a la criada-, y se desabrochó la blusa, sacó el pecho y apretó la ubre con dos dedos-. Ahora, que esto debe estar envenenado -añadió-. Si yo pudiera colocar a mi hija en un taller, o en una buena casa, ya no me importaría nada. Porque cuando se empieza la vida mal...

La conversación tomó entre los tres un giro tétrico, y se contaron sus respectivas lástimas. De pronto se oyó la voz de Jesús, que gritaba:

-¡Socorro! ¡Socorro!

-¿Qué le pasa a ese hombre? -preguntó Manuel; y salió al pasillo de la taberna.

-¡Socorro! ¡Socorro! -seguía gritando Jesús.

Manuel se encontró en el corredor con el mozo de la taberna.

-¿Qué hay? -le dijo.

-No sé; su compañero debe ser; hace un momento me ha preguntado dónde estaba el retrete; no sé qué le habrá pasado. Entraron en la cocina de la taberna.

-Dejadme salir -gritaba Jesús-. ¡Socorro! ¡Socorro! Que me han cerrado la puerta.

Y se oía un estrépito de puñetazos y patadas.

-Pero si la puerta está abierta -dijo el muchacho-; y, efectivamente, la abrió, y salió Jesús espantado de dentro.

Manuel no pudo menos de soltar una carcajada al ver a Jesús manchado de yeso, con los pelos alborotados, lleno de espanto. Jesús abrió y cerró la puerta del retrete varias veces para convencerse de que estaba abierta, y no replicó.

-Vamos a tomar café, y andando -dijo Manuel-, que ya es tarde. A ver qué se debe -preguntó al mozo.

-A ti no te importa lo que se debe -exclamó Jesús-, porque esto no lo paga nadie más que yo.

-¿Pero tienes jierro?

Mira -y Jesús enseñó cinco o seis duros a Manuel.

-Pero ¿de dónde sacas ese dinero?

-¡Ah!..., eso no se puede decir...; eres muy curioso.

-Yo creo que el señor Canuto y tú os dedicáis a hacer moneda falsa.

-¡Je!... ¡je!...; tú lo que quieres es averiguar mi secreto..., pero nones.

Tomaron el café, bebieron unas copas de aguardiente y salieron de la taberna; Jesús con la mujer pálida; Manuel, con la criada. -¿Adónde quieres ir? -preguntó Manuel a ésta.

-Yo, a mi casa.

-¿No quieres venir conmigo?

-No; yo no soy una perdida. ¿Usted qué se ha figurado?

-Nada, mujer, nada. Vete adonde te dé la gana. ¡Adiós! La muchacha se detuvo; luego llamó:

-¡Manuel! Anda a paseo. -¡Manuel! -volvió a llamar.

-¿Qué quieres?

-El domingo que viene ¡espérame!

-¿En dónde?

-En casa de mi hermana.

La muchacha dio las señas de su casa.

-Bueno. ¡Adiós!

La muchacha le presentó la mejilla; Manuel la besó. Trató de abrazarla; pero ella huyó riendo. Cuando Manuel llegó a su casa, la Salvadora estaba cosiendo aún; Roch, acurrucado en la mesa, debajo de la lámpara, dormía; por las maderas entreabiertas del balcón se filtraba la claridad triste de la mañana.

-¿Has estado hablando con ese señor hasta ahora? -preguntó la Salvadora.

-No.

Y contó lo que le había pasado con Jesús.

Como era ya de día, Manuel no se acostó. Al salir, camino de la imprenta, vio a Jesús sentado en un portal de la calle de San Bernardo; un perro vagabundo le lamía las manos y Jesús le acariciaba y le dirigía largos discursos.