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Aurora roja/Parte II/V

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IV
Aurora roja
de Pío Baroja
V
VI

V

El buen obrero socialista - Los esparcimientos de Jesús - ¿Para qué sirven los muertos?


En vez de tomar un cajista, como había pensado, lo que hizo Manuel fue poner un regente, y no se arrepintió.

Manuel no tenía condiciones para la dirección; además, estaba rendido con el trabajo del taller y el corretear por las noches.

El regente que llevó Manuel a su casa tenía unos treinta y tantos años, era hombre ilustrado, rechoncho, fuerte, con ideas socialistas. Se llamaba Pepe Morales.

Era el tipo del obrero inteligente y tranquilo, trabajaba muy bien, lo hacía todo con maña, no se impacientaba nunca y era puntual como un reloj. Desde que entró Morales, el trabajo en la imprenta comenzó a regularizarse.

Manuel podía estar, después de comer, algún tiempo charlando. En el corral de la casa crecía una higuera achaparrada. La Salvadora y la Ignacia habían pedido al casero permiso para desempedrar el patio y hacer un jardinillo; en un rincón pusieron dos parras y otras plantas que el señor Canuto trajo de su huerta.

Los días de buen tiempo bajaban todos al corralillo, seguidos de Kis y de Roch. Las gallinas cacareaban; el gallo, petulante, con sus ojos como los botones de un pantalón, se contoneaba gallardo, y en la guardilla se arrullaban las palomas.

A poco de estar en la imprenta, Morales, con su mujer y sus hijos, fue a visitara Manuel. La mujer del regente era muy guapa e hizo grandes amistades con la Salvadora. Se contaron una a otra sus apuros y sus preocupaciones.

Manuel, mientras tanto, no adelantaba nada en sus negocios amorosos; había entre la Salvadora y él algo que les separaba. Muchas veces Manuel, por la noche, al acostarse, se decidía a tomar una resolución para el día siguiente; pero se levantaba y todos sus planes se le olvidaban; le parecía que los detalles menudos de la vida, interponiéndose en su camino, le impedían decidirse.

-Sin embargo -decía-, habrá que resolverse.

Algunas veces pensaba si la Salvadora guardaría algo en el fondo de su corazón, si estaría enamorada de otro, y la observaba. Ella notaba la observación y le miraba, como diciendo: No te oculto nada; soy así.

-En fin -murmuraba Manuel-, esperaremos a que se arregle la cuestión económica.

En ocasiones, sin que Manuel comprendiera el motivo, la Salvadora se ruborizaba y sonreía turbada...

Un día, la Salvadora contó a Manuel algo extraño que había visto.

-Ayer, por la noche, estaba sin poder dormir, cuando oí que en la guardilla andaba Jesús. Escuché y al poco tiempo sentí pasos muy ligeros en la escalera, como de un hombre que va descalzo, y después, el ruido de la puerta de la calle. Me levanté, me asomé al balcón, y le vi a Jesús, calle de Magallanes arriba. Eran las dos de la noche. Me fui a mi cuarto, y estuve escuchando para ver si le oía al volver; pero me dormí. Hoy la Ignacia ha sacado la ropa de Jesús para cepillarla, y las botas y los pantalones estaban llenos de tierra, como si hubiese andado por el campo.

-¿Adónde irá ese hombre? -preguntó Manuel.

-No sé; pero, seguramente, no irá a hacer cosa buena.

-Nos pondremos en acecho. Si otra vez le oyes que sale, llámame.

-Bueno.

Das después, al mediar la noche, sin que nadie le llamara, Manuel se despertó. Se oía ruido arriba, en el cuarto de Jesús. Se incorporó en la cama, y escuchó largo rato. Se oyeron pasos lentos, leves; después, el crujido de los peldaños de la escalera. Manuel se levantó, se vistió y se acercó a la puerta. El que bajaba en aquel momento salía a la calle.

Manuel abrió el balcón, se asomó y vio a Jesús; luego bajó de prisa las escaleras; la puerta estaba entornada.

Adelantó Jesús por el oscuro callejón, convertido en un río de fango, y Manuel le siguió a larga distancia. La noche estaba oscura y temerosa; caía una lluvia fina y penetrante.

Al llegar al final del pasadizo que formaban las tapias de la calle de Magallanes, se oyó un silbido suave, que fue contestado por otro. Después de recorrer la calle oscura, Jesús volvió hacia la izquierda, pasó al lado de la tapia derruida del cementerio; luego se detuvo, miró enderredor, por si le seguían, se encaramó en la cerca y desapareció. Al poco rato, otro hombre hizo la misma operación. Manuel, esperó, por si acaso.

Siguió esperando en su acechadero, y viendo que ya nadie aparecía, se fue acercando al sitio por donde escalaban la tapia. Tuvo la mala suerte de meterse en un barrizal. En los pies se le iban formando pellas de barro y no avanzaba mas que a duras penas. Llegó tras de mucho bregar al sitio del escalo.

La tapia estaba allí rota, dejando un boquete. Manuel se asomó por la abertura. Se veía el cementerio abandonado, con algunas lápidas blancas, que resplandecían a la vaga claridad de las estrellas. No se oía nada. Juzgó Manuel que si se quedaba allí le podían descubrir; volvió sobre sus pasos, y entró en un antiguo patio del cementerio, ya abierto y sin cerca, en donde se levantaban unas casuchas derrudas. Manuel recordaba que por allá había una puerta desvencijada que daba al camposanto. Efectivamente, la encontró; tenía grandes rajaduras y se puso a mirar por una de ellas el interior del cementerio.

En aquel punto sonaron las horas.

Por entre nubarrones apareció en el cielo la luna amarillenta y triste, rodeada de un gran cerco; las nubes iban pasando rápidamente por delante de ella. De pronto, Manuel vio en el cementerio dos bultos; luego el viento trajo un rumor lejano de voces.

Escuchó con atención.

-Tú vas con las letras de bronce a la calle del Noviciado -decía una voz- , y yo iré a la calle de la Palma.

-Bueno -contestó la otra voz.

-Y por la tarde, en el cafetín.

Ya no se oyó más; Manuel vio a la luz de la luna, un hombre encaramado sobre el sitio derruido de la tapia, y luego otro; después pasaron dos sombras rápidamente por el camino. Resonaron sus pasos recatados y se alejaron. Muy despacio, Manuel salió del escondrijo y regresó por la calle de Magallanes. En algunas ventanas brillaba la luz de los vecinos madrugadores. Manuel se acercó a su casa. La puerta estaba cerrada, pero el balcón había quedado abierto.

-Vamos a ver si tengo pulso -se dijo Manuel, y se encaramó por la reja del taller de Rebolledo, hasta agarrarse al hierro del bancón; allá, con algún esfuerzo, logró subir. Cerró el balcón y volvió a acostarse...

Al día siguiente Manuel contó a la Salvadora lo que pasaba. La muchacha quedó aterrada.

-Pero ¿será verdad? ¿Habrás oído bien?

-Sí; estoy seguro. ¿Se ha levantado Jesús?

-No; creo que no.

-Bueno; pues cuando se levante, dile a la Ignacia que le siga.

-Bueno.

Al volver Manuel a comer, la Salvadora le dijo que Jesús había ido con un saco oculto en la capa a una prendería de la calle del Noviciado.

-¿Ves cómo es verdad?

-Pues si lo cogen lo llevan a presidio.

-Hay que quitarle la llave, y, además, asustarle.

-Mañana hablad de que se dice por ahí que roban en el camposanto. En la comida, la Salvadora, de sopetón, dijo:

-Ha habido ladrones en los cementerios de al lado estas noches pasadas.

-¿Quién dice eso? -preguntó Jesús inquieto.

-Eso han dicho en la calle unas mujeres.

-Pero ¿qué van a robar ahí? Si no hay nada -murmuró Jesús.

-Pueden robar lápidas de mármol -replicó Manuel-, garras de ataúdes, crucifijos, lo que suele haber en los cementerios.

-¿Y para qué van a robar eso? -repuso Jesús cándidamente.

-¡Toma! ¿Para qué? Para venderlo.

-Esas cosas no valen nada. Ya sé yo por qué dicen que roban.

-¿Por qué?

-Porque habrán visto al chico ése que va a hablar con la hija del conserje.

-Yo también he oído -añadió la Ignacia- que en este camposanto se robaba. Hasta he oído contar que hace algún tiempo se sacó el cadáver de una niña.

-¡Bah!

-Sí; dicen que se presentó un señor en un coche delante de la puerta que hay cerca de las casillas. El señor y otro hombre entraron en el cementerio, rompieron un nicho, sacaron una caja, la llevaron al coche, la metieron dentro, y salieron echando chispas hacia Madrid.

-¿Quién sería ese señor? -preguntó la Salvadora.

-Pero si todas esas cosas son mentiras y majaderías -exclamó Jesús incomodado-. ¿Quién sabe que robaron esa niña muerta?

-La señora Jacoba, la que vive en una de las casas de la Patriarcal, lo decía -contestó la Ignacia.

-La señora Jacoba estaría idiota.

-No; pues hay hombres que desentierran los muertos para sacarles los untos -añadió la hermana de Manuel.

-Usted también es imbécil -gritó furioso Jesús-. ¿Usted cree que los muertos sirven para algo? Pues no sirven más que para oler mal.

-Bueno, no, grites tanto -replicó Manuel-; que roban y que se han llevado muchas cosas del cementerio, es verdad, y que han avisado a la policía, también es verdad; ahora, lo de la niña muerta, probablemente será mentira.

Jesús se calló.

Con el pretexto de que se había encontrado una noche la puerta de la calle abierta, al día siguiente encargaron al cerrajero que pusiera nueva cerradura. Jesús no dijo nada hasta unos días después.

-¿Por qué se cierra la puerta ahora? -preguntó a Manuel.

-Para que no entre nadie.

-Bueno; dadme una llave a mí.

-No hay más que una.

-Mandad hacer otra; yo la pagaré.

-No puede ser.

-¿Por qué?

-Porque no queremos que andes en malos pasos.

-¿Qué malos pasos?

-Ya sabes lo que te quiero decir.

-No sé; no te entiendo.

-¡Bah! Sí me entiendes.

-¡Como no te expliques más claro!

-¿De dónde sueles sacar el dinero que gastas?

-Hago mis combinaciones.

-¿Quieres que te diga una cosa?

-¿Qué?

-Que tus combinaciones huelen a cementerio que apestan. Jesús palideció profundamente.

-¿Me has espiado, eh? -dijo con voz débil.

-Sí.

-¿Cuándo?

-Hará unos ocho días.

-¿Y qué? ¿Qué has visto?

-He visto que tú, el señor Canuto y otros, os vais a ganar el presidio.

-Bueno.

-Te advierto que está avisada la policía.

-Ya lo sé.

-¡Parece mentira; el señor Canuto metido en eso! Yo que le creía una buena persona.

-¿Y qué? ¿No se puede ser una buena persona y aprovecharse de lo que no sirve para nadie? ¿Para qué quieren ellos el cobre, las lápidas, ni lo demás?

-Hombre... para nada.

-¿Pues entonces?..., la gente está llena de preocupaciones...

-Sí; pero eso de abrir una sepultura... es muy grave. ¡Rediez!

-Todos los días traen momias a los Museos, y las venden, y nadie se indigna.

-No es igual. Esas momias murieron hace tiempo.

-Y los chicos de San Carlos, ¿no abren a los muertos frescos y les cortan las orejas y el corazón?

-Pero eso es para estudiar.

-Y lo nuestro para comer, que es más serio... Hacemos como Ravachol.

-¿También Ravachol se dedicaba a robar sepulturas?

-Sí; no tenía supersticiones como vosotros.

-¿Y cuánto tiempo hace que desvalijáis ese cementerio?

-Cerca de un año.

-¿Y habéis apañado muchas cosas?

-¡Psch!..., la mar de porquerías... lápidas de mármol, verjas, cadenas de hierro, asas de metal, crucifijos, bustos, candelabros, letras de bronce...; la Biblia en verso.

-¿Y dónde habéis vendido tanta cosa?

-En las prenderías. En un cafetín teníamos el centro de operaciones.

-Bueno; pues ya sabéis, la policía anda rondando. Avísale al señor Canuto.

-No; si ya lo sabe.

Unos días después le dijo Jesús a Manuel:

-¿Quieres darme diez duros?

-¿Para qué?

-Para irme al Moro.

-¿Al Moro?

-Sí; voy a Tánger. Os dejaré en paz.

-¿Y qué vas a hacer allá?

-Eso es cuenta mía. ¿Tú me das el dinero?

-Sí, hombre; ahí tienes los diez duros.

-¡Gracias! ¡Que os vaya bien!

-¿Pero cuándo te vas? -Hoy mismo.

-¿No quieres despedirte de la Salvadora?

-No; ¿para qué?

-Como quieras -le dijo Manuel fríamente.