Aurora roja/Parte III/IX
IX
Al llegar, Manuel tomó en brazos a Juan y le subió a su casa. La Ignacia y la Salvadora, al verle en aquel estado, preguntaron desoladas:
-¿Qué ha sido? ¿Qué ha sido?
-Nada, que le ha dado un vómito y no sé cómo no se ha muerto. Está desmayado.
Le desnudaron entre los tres, le pusieron botellas de agua caliente y llamaron al médico. Le dio éste una poción de morfina, porque de cuando en cuando el enfermo seguía tosiendo y echando sangre.
-¿Cómo está? -le preguntó la Salvadora al médico.
-Mal, muy mal. Hay una depauperación grande y la enfermedad se encuentra muy avanzada. No puede resistir más que días.
Se marchó el médico, se tranquilizó Juan, y pasó toda la noche durmiendo, con un sueño tranquilo. A veces, su respiración se hacía bronca y sibilante; otras, de su pecho salía un gorgoteo, como él del agua al salir de una botella. Pasaban minutos en que parecía que ya no alentaba, hasta que un suspiro profundo normalizaba de nuevo la respiración.
La Salvadora y Manuel pasaron toda la noche en el cuarto, observando al enfermo.
Por la mañana, la Ignacia salió de casa a oír misa.
-Vete tú también a la imprenta -dijo la Salvadora a Manuel-; si pasa algo, ya te avisaré.
Al volver de la calle la Ignacia, dijo con cierto misterio a la Salvadora.
-¿Se ha marchado Manuel?
-Sí.
-Me alegro.
-¿Por qué?
-Porque he avisado un cura para que confiese a Juan. El pobre lo está deseando. ¡Como ha sido seminarista! Pero no se atreve a pedirlo.
Quedó la Salvadora azorada con la noticia.
-¿Pero sabes tú si él querrá confesarse? -preguntó.
-Sí, ya lo creo. Se lo diremos nosotras.
-Yo, no; yo, no se lo digo.
-Pues se lo diré yo.
Y la Ignacia se acercó a la cama.
-No, no le despiertes.
-Déjame.
En aquel momento sonó la campanilla de la casa.
-Aquí está -dijo la Ignacia.
Al ruido de abrir y cerrar la puerta, Juan abrió los ojos, y al ver a la Salvadora sonrió.
-Siento una gran debilidad, pero estoy muy a gusto. ¿He dormido mucho rato? -preguntó.
-Sí, todo el día. Nos has dado un susto grande -balbuceó la Salvadora-, y la Ignacia, como es así, ha llamado a un cura, y está ahí.
-El rostro de Juan se demudó.
-¿Está ahí? -preguntó intranquilo.
-Sí.
-No lo dejes entrar. ¡Defiéndeme, hermana mía! Quieren turbar mis últimos momentos. ¡Defiéndeme!
Y Juan buscó la mano de la Salvadora.
-No tengas cuidado -dijo ella-. Si no quieres, no entrará. -No, no; nunca.
-Espera un momento, le voy a decir que se vaya.
Salió la Salvadora al comedor. Un cura alto, flaco, huesudo, con una sotana raída, paseaba de arriba a abajo.
-Permítame usted, señor cura -le dijo la Salvadora.
-¿Qué quieres, hija mía?
-Mire usted, señor cura, mi cuñado nos ha dado un susto grande.
Creíamos que se iba a morir; por eso su hermana le ha avisado a usted; pero ahora ya ha pasado el peligro y no queremos asustarle.
-¿Asustarle? -repuso el cura-; no, al revés: se tranquilizará.
-Es que ha tomado hace poco una medicina y está entontecido. -No importa, no importa; me han dicho que es un chico muy bueno, pero de ideas avanzadas, antirreligiosas; además, ha sido seminarista y es necesario que se retracte.
Y el cura trató de pasar a la alcoba.
-No entre usted, señor cura -murmuró la Salvadora.
-Mi obligación es salvar su alma, hija mía.
-Entonces, espere usted un momento; yo le hablaré de nuevo -replicó ella.
Y entrando en la alcoba cerró la puerta con llave.
-¿Se ha marchado? -la preguntó Juan débilmente.
-Sí.
-¡Defiéndeme, hermana mía! -gimió el enfermo-; que no entre nadie mas que mis amigos.
-Nadie entrará -repuso ella.
-¡Gracias! ¡Gracias! -murmuró él; y volviéndose de lado, añadió-: Voy a seguir con mi sueño.
De cuando en cuando la Ignacia, con voz imperiosa, llamaba a la puerta de la alcoba; pero Juan apenas oía y la Salvadora no contestaba.
-Si vieras -murmuró el enfermo- las cosas que he soñado esta noche.
¡Oh, qué sueños tan hermosos!
En esto se oyó un murmullo de voces; luego llamaron más fuerte a la puerta de la alcoba.
-Abre, Salvadora -dijo la voz de Manuel.
Abrió ella y Manuel entró de puntillas en el cuarto.
-Ya se ha marchado -advirtió en voz baja.
-Tu mujer es una mujer valiente -murmuró sonriendo Juan-; le ha despedido al cura que venía a confesarme.
Juan tendió una mano a la Salvadora y otra a Manuel.
-Nunca he sido tan feliz -dijo-. Parece que la proximidad de la muerte ha de ser terrible, ¿verdad? Pues yo la veo venir como una cosa tan vaga, tan dulce...
Durante todo el día Juan estuvo hablando con sus hermanos de la infancia, de sus ideas, de sus sueños...
Los Rebolledos estaban en el comedor por si se ofrecía algo.
Al anochecer se oyó una aldabada discreta, se cerró recatadamente la puerta y alguien subió salvando de dos en dos los escalones. Era el Libertario, que venía a enterarse de lo que pasaba. Al saber el estado de Juan, hizo un ademán de desesperación.
Contó que el señor Canuto estaba en el hospital, gravísimo. Le habían dado sablazos en la cabeza y en la espalda. Tenía una conmoción cerebral y probablemente moriría.
-¿Va usted a entrar a ver a Juan? -le preguntó Perico Rebolledo.
-No; voy a avisar a los amigos y luego volveré.
Salió el Libertario corriendo, y al poco rato volvió, acompañado de Prats, del Bolo, y del Madrileño.
Pasaron los cuatro a la alcoba. Juan estaba cansado de hablar y sentía una gran debilidad. Alargó la mano a los amigos, y murmuró:
-Ahora estoy soñando cosas hermosas, muy hermosas. ¡Adiós, compañeros! Yo he cumplido mi misión, ¿verdad?... Seguid trabajando.
Ahí os dejo mis papeles... Si creéis que son útiles para la idea, publicadlos... ¡Adiós!
Se quedaron los anarquistas en el comedor charlando. Dejaron el balcón abierto. De la taberna alguien había dado la noticia al círculo de la gravedad de Juan, y de vez en cuando se acercaba alguno a la casa, y desde la misma calle gritaba:
-¿Eh?
-¿Quién es? -decía Prats o el Libertario saliendo al balcón.
-¡Salud, compañero!
-¡Salud!
-¿Cómo está Juan?
-Mal.
-¡Qué lástima! Vaya..., ¡salud!
-¡Salud!
Al cabo de un rato se repetía lo mismo.
La Salvadora y Manuel estaban en el cuarto de Juan, que divagaba continuamente. Sentía el enfermo la preocupación de ver la mañana, y a cada paso preguntaba si no había amanecido.
Tenían abiertas las contraventanas por orden de Juan. A las cuatro empezó a amanecer; la luz fría de la mañana comenzó a filtrarse por el cuarto. Juan durmió un rato y se despertó cuando ya era de día.
En el cielo azul, con diafanidades de cristal, volaban las nubes rojas y llameantes del crepúsculo.
-Abrid el balcón -dijo Juan.
Manuel abrió el balcón.
-Ahora, levantadme un poco la cabeza.
Metió la Salvadora el brazo por debajo de la almohada y le irguió la cabeza. Luego le colocaron un almohadón debajo para que estuviera más cómodo.
Ya el sol de una mañana de mayo, brillante como el oro, iba iluminando el cuarto.
-¡Oh! Ahora estoy bien -murmuró el enfermo.
El reflejo rojo del día daba en el rostro pálido del enfermo. De pronto hubo una veladura en sus pupilas, y una contracción en la boca. Estaba muerto.
La Salvadora y la Ignacia vistieron a Juan, que había quedado como un esqueleto. Quitaron la mesa del comedor y allí pusieron el cadáver. Su rostro, después de la muerte, tomó una expresión de serenidad grande.
Durante todo el día no pararon de ir y venir compañeros. Entraban, hablaban en voz baja y se marchaban entristecidos. Por la noche se reunieron más de doce personas a velar al muerto. Manuel entraba también a contemplarle.
¡Quién le había de decir que aquel hermano a quien no había visto en tanto tiempo iba a dejar una huella tan profunda en su vida!
Recordaba aquella noche de su infancia, pasada junto a su madre muerta. El mismo flujo tumultuoso de pensamientos le sobrecogían. ¿Qué hacer?, pensaba. Se ha hundido todo. ¿Es que ya no quedaba en la vida cosa digna de ser deseada? ¿Es que ya no había más plan que hundirse para siempre en la muerte?
-¡Te has ido al otro mundo con un hermoso sueño -y miraba el cadáver de Juan-,con una bella ilusión! Ni los miserables se levantarán, ni resplandecerá un día nuevo, sino que persistirá la iniquidad en todas partes. Ni colectiva ni individualmente podrán libertarse los humildes de la miseria, ni de la fatiga, ni del trabajo constante y aniquilador.
-¡Acuéstate! -dijo la Salvadora a Manuel, viéndole tan excitado.
Estaba rendido y se tendió en la cama.
Tuvo un sueño extraño y desagradable. Estaba en la Puerta del Sol y se celebraba una fiesta, una fiesta rara. Llevaban en andas una porción de estatuas; en una ponía: «La Verdad»; en la otra, «La Naturaleza»; en la otra, «El Bien»; tras ellas iban grupos de hombres de blusa con una bandera roja. Miraba Manuel asombrado aquella procesión, cuando un guardia le dijo:
-¡Descúbrete, compañero!
-¿Pues qué es lo que pasa? ¿Qué procesión es ésta?
-Es la fiesta de la Anarquía.
En esto pasaron unos andrajosos, en los cuales Manuel reconoció al Madrileño, Prats y al Libertario, y gritaron: « ,Muera la Anarquía!», y los guardias los persiguieron y’ fueron dándoles sablazos por las calles.
Enredado en este sueño le despertó la Salvadora.
-Está la policía -le dijo.
Efectivamente, a la puerta había un hombre bajito, de barba, elegante, acompañado de otros dos.
-¿Qué quiere usted? -le dijo Manuel.
-Tengo entendido que hay una reunión de anarquistas aquí y vengo a hacer un registro.
-¿Trae usted auto del juez?
-Sí, señor. Traigo también orden de prender a Juan Alcázar.
-¡A mi hermano! Ha muerto.
-Está bien; pasemos.
Entraron los tres policías en el comedor sin quitarse el sombrero. Al ver la gente allí reunida, uno de ellos preguntó:
-¿Qué hacen ustedes aquí?
-Estamos velando a nuestro compañero -contestó el Libertario-. ¿Es que está prohibido?
El principal de los polizontes, sin contestar, se acercó al cadáver y lo contempló un instante.
-¿Cuándo lo van a enterrar? -preguntó a Manuel.
-Mañana a la tarde.
-Es usted su hermano, ¿verdad?
-Sí.
-A usted le conviene que no haya atropellos, ni escándalos, ni ninguna manifestación en el entierro.
-Está bien.
-Nosotros haremos lo que nos parezca-dijo el Libertario.
-Tenga usted cuidado de no ir a la cárcel.
-Eso lo veremos -y el Libertario metió la mano en el pantalón y agarró su revólver.
-Bueno -dijo el polizonte, dirigiéndose a Manuel-; usted es hombre de buen sentido y atenderá mis indicaciones.
-Sí, señor.
-¡Buenas noches! -saludaron los policías.
-¡Buenas noches! -contestaron los anarquistas.
-Cochina rasa -gruñó Prats-. Este maldito pueblo había que quemarlo.
Todos hablaron en el mismo sentido. Odio eterno, eterna execración contra la sociedad.
Por la mañana algunos se fueron al trabajo, y quedaron Prats, el Libertario y Manuel. Estaban hablando cuando se presentó en el cuarto la Filipina.
La Salvadora la dejó pasar. Había estado en el hospital, enferma. Se le notaba la enorme palidez en los labios y en los ojos. Le habían operado a la pobre y olía de un modo insoportable a yodoformo. Entró, tocó la cara del cadáver con las manos y empezó a llorar. Manuel la contempló con melancolía. Aquella tristeza de animal en los ojos, el cuerpo débil, las entrañas quemadas por el cirujano...
-¡Maldita vida! -murmuró-. Había que reducirlo todo a cenizas.
Salió la Filipina y a la media hora volvió con lirios blancos y rojos, y los echó en el suelo delante de la caja.
A las dos era el entierro, y para antes de esta hora había ya un grupo grande en la calle de Magallanes. Al dar las dos, Perico Rebolledo, Prats, el Libertario y el Bolo sacaron la caja en hombros y la bajaron hasta el portal. Un amigo de Prats echó una bandera roja encima del ataúd y se pusieron todos en marcha. Cruzaron por entre callejuelas hasta salir al paseo del Cisne. Iban allá a dejar la caja en el coche, cuando cuatro mujeres, a quienes Manuel no conocía, les sustituyeron, y siguió el cortejo. Las cuatro, con el mantón terciado, braceaban garbosamente. En la Castellana la gente se paraba a mirarles. En el barrio de Salamanca pusieron la caja en el coche y siguió todo el cortejo a pie. Al pasar de las Ventas, en el camino del Este, por detrás de cada loma, salía una pareja de municipales, y cerca del cementerio había un piquete de guardias a caballo.
Entraron los obreros en el cementerio civil, colocaron la caja al borde de la fosa y la rodearon los acompañantes.
Estaba anocheciendo; un rayo de sol se posó un instante sobre la lápida de un mausoleo. Se bajó con cuerdas la caja. El Libertario se acercó, cogió un puñado de tierra y lo echó a la hoya; los demás hicieron lo mismo.
-Habla -le dijo Prats al Libertario.
El Libertario se recogió en sí mismo pensativo. Luego, despacio, con voz apagada y temblorosa, dijo:
-Compañeros: Guardemos en nuestros corazones la memoria del amigo que acabamos de enterrar. Era un hombre, un hombre fuerte con un alma de niño... Pudo alcanzar la gloria de un artista, de un gran artista, y prefirió la gloria de ser humano. Pudo asombrar a los demás, y prefirió ayudarlos... Entre nosotros, llenos de odios, él sólo tuvo cariños; entre nosotros desalentados, él sólo tuvo esperanzas. Tenía la serenidad de los que han nacido para afrontar las grandes tempestades. Fue un gran corazón, noble y leal...; fue un rebelde, porque quiso ser un justo.
Conservemos todos en la memoria el recuerdo del amigo que acabamos de enterrar..., y nada más. Ahora, compañeros, volvamos a nuestras casas a seguir trabajando.
Los sepultureros comenzaron a echar con presteza paletadas de tierra, que sonaron lúgubremente. Los obreros se cubrieron y, en silencio, fueron saliendo del camposanto. Luego, por grupos, volvieron por la carretera hacia Madrid. Había oscurecido.
Madrid, diciembre 1904