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Badía hermanos

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Badía hermanos
de Yamandú Rodríguez

—¿Juan?
—¿He?
—¿Ande calculás que se halla la fortuna?
Casio sigue dando vueltas entre sus manos a un paquete de "picadura". Toda su golosina consiste en guardar plata y soltar humo. Hace cinco minutos que luchan el avaro y el fumador. Nunca creyó que fuese tan casto aquel envoltorio.
Juan, desde el otro lado del mostrador, le observa con angustia. Cuando ve que su hermano, vencido por el vicio, va a desflorar el paquete, repite su pregunta:
—¿Ande pensás que se encuentra la fortuna?
—Yo creo que es en el ahorro... mesmo.
Convencido de ello, vuelve el tabaco al estante. Entonces, puerta afuera se dedica a mirar el camino, a la espera del primer cliente fumador. Quizás su cigarrillo ya se ha puesto en viaje. Casio tiene la virtud de ser poco exigente.
Juan, seguro ya de haber impedido un gasto inútil, le dice:
—Si querés pitar, ¿por qué no abrís una cajilla de las caras? Total es un placer pa vos... yo te lo apunto.
—Casio jamás ha gastado nada. Juan, ni la mitad de nada. Las tentaciones que padecen no hacen más que ennoblecer su avaricia. A veces es un cigarro, luego es una copa de "guindado", en otros momentos han puesto en peligro hasta una pastilla de menta con versito. Contrajeron estos vicios por culpa de la parroquia.
Empezaron a beber para aumentar el gasto. Cuando los "envitaban" servíanse en un vaso pequeñito y lo cobraban grandes. Fumaron porque, vendiendo ellos el único tabaco que había en cinco leguas a la redonda, cualquier humo les cuajaba en dinero. Los mellizos Badía nacieron para parar rodeo a todas las monedas del pago.
—¡Hasta el tiempo se nos ha dao güelta!
Sigue seco... Siquiera hubiese rigolución y gran pelea, llovería... Es una disgracia, Casio... La gente que tuvo campos antiguamente, a lo mejor sacaba la suerte e'que se diese una batalla cerca y salvaba los trigos.
Los mellizos no poseen campos; pero hay un chacarero de poca tierra y muchos hijos, que les debe un dinero y ellos han resuelto confiscarle la cosecha. Les pidió dos bolsas de harina y nunca las pagó. Acaso pensaba que eran sus espigas aquerenciadas y balncas que volvían a su rancho.
—Ese trigo del Aniceto Canijo nos va a dar una pérdida, Juan... En fija no responde por toda la cuenta... ¡Vos te conmoviste aquel día!
—Por eso jué que le hice firmar el papel ande el pícaro promete entregarnos el trigal... Se me hizo güena la garantía... Yo pensé en todo...
—¿Y la seca?
Se hace un largo silencio. Desde su puesto:
—Tenés razón, Casio -le dice el hermano- me conmoví. ¡Pucha amigo! ¡Pensé en los hijos de ese hombre y después la primavera había dentrao tan llovedora...
—¿Vos sabés cuálo es lo que no deja hacer fortuna?
Casio se llama en realidad Nicasio. El mismo se podó el nombre, para no ser, ni siquiera en eso, más "largo" que su mellizo y socio. Ahora se ha puesto a mirar el cielo azul. Azul desde hace dos meses, a pesar de los puños levantados contra él desde las melgas, de los rosarios que corren entre los dedos de las viejas y de las grietas abiertas, con sed. El trigo le tiene miedo. No ha querido estirarse. Le mira desde apenas una cuarta del suelo. Cuando la tierra pasa sed, el labriego pasa hambre.
—Demasiado corazón, Juan... aprendé del tiempo.
El boliche fue levantado en una loma áspera. Con sólo trepar hasta él, ya se gastaban fuerzas. Los Badía le adquirieron con tres días de discusión y cuatro reales al contado. Allí no llegaba nadie por no desocar los mancarrones. El negocio iba mal; pero lo compraron lo mismo. Ellos no querían hacerse ricos, sino ir tirando. El antiguo dueño, cansado de seguir tirando, aflojó. Los Badía estudiaron el campo de batalla. El rancho estaba lejos de las vías transitadas. Ya que no podían llevar el "negocio" hasta el camino, llevaron el camino hasta el negocio. Una pisada y otra hacen la senda. Entonces ofrecieron juego libre, libreta, crédito, baratura. Ofrecieron tanto que el paisanaje empezó a caer.
Los "gurises" dispusieron de un "sapo". Los hombres de una carpeta. Las mujeres empezaron a pedir a sus paridos que no fuesen al boliche a perder la plata, el tiempo y el equilibrio. "Badía Hermanos" también contaba con esto. Por milagro de la cachimba, convirtieron un litro de caña en diez. Ellos que no habían gastado más que cumplidos y cuando dieron algo fue trabajo a los cobradores, pasaron en aquellos días momentos de prueba. Cuando le cerraban el boliche a la noche y la clientela, palidecían mirando los tejos en el suelo, una cuarta de caña perdida, dos pesos de costo "despachados" y apenas cincuenta pesos en el cajón.
Fue preciso que pasara un año para conseguir normalizar el negocio. Se habían dejado robar. ¡Daban hasta novecientos gramos en cada kilo! Tuvieron que rebajar despacio en el peso, encoger el metro en la mercería, embarrar las papas...
La costumbre y la querencia hicieron lo demás.
—Juan, alcanzo a ver una mujer que viene de a pie por el camino... Me gustaría que juese una negra...
—Justo... ¡por el cachimbo!
Se llevan cinco minutos de diferencia en la edad. Es lo único que los separa. Acaso de común acuerdo han resuelto que Juan se muera cinco minutos antes que Casio, para "empatarse". Nunca se ofenden por palabras. Le echan la culpa a la bebida. Cuando husmean peligro esconden la talega en la trastienda, la mano bajo el mostrador y el trabuco en la mano. El borracho más cargoso no logró impacientarlos mientras tuvo peso en el tirador. Como tenían que comer de lo propio perdían el apetito. Durante tres años no han salido de su almacén. Viajan en los relatos de los clientes, con las ruedas de las carretas y sobre el caballo del tropero. La vista de una libra esterlina los emociona. Es un sol pequeñito que baja hasta ellos, privados de luz, adheridos al mostrador para no morir de hambre. Lo extraordinario es que aún estando solos, ellos dos se dicen, convencidos de no creerse, que sienten aversión profunda por los avaros, gente indigna de la raza criolla gastadora a manos llenas de sus virtudes y sus vicios, su dinero y su sangre.
Por no abrir una lata de sardinas, Juan pasa sin comer más días que Casio. En cambio éste, fortalecido por el almuerzo, no rechaza "envitada" ni siquiera el domingo, cuando desde las "puntas" del día hasta las "barras" de la noche, es preciso apurar cien vasos de menta y caña y ginebra y sisnape... Cada vez que alza la copa mira al mellizo. Es un mártir de la firma comercial. Se suicida. Esto sólo lo saben: él, su socio y las botellas.
Esta mañana, aburridos, hacen incursiones al paisaje. Echan camino delante los ojos, que no gastan alpargatas al andar. Juan quiere encontrar nube. Casio un cigarro... humo. Parecen dos poetas. Hacia ellos se acerca, pasa a paso, una mujer.
—De por aquí no parece... ¿no es así, Juan?
—Cierto.
La forastera viste ropas de colores vivos y usa un pañuelo en la cabeza. No quiere perder nada de calor. Sin embargo el bochorno escapa sonoro por sus válvulas de chicharras. La bata de la mujer es tan roja, que a su paso el polvo se levante a mirarla y huyen los pájaros. Trae un atadito colgado de su mano derecha como una borla. Camina sin prisa por llegar. Parece una de esas mujeres condenadas a no arribar nunca...
—Pa'quí viene.
—Sola —observa Casio, bajando los ojos. —Parece moza —comenta Juan sin mirar al hermano.
Ninguno se ha movido. Continúan acodados en los extremos del mostrador. Dejan acercar al enemigo, teniendo una a su espalda, la guerrilla de botellas mortíferas y el otro, su barricada de bolsas.
—Va a llegar cansada -apunta con malicia una mitad de la "firma". Pasa un instante mirando cierta tela de araña quien les avisa que desde hace muchos días no se despacha anís. Ahora ya consiguen ver a la mujer al "detalle". Sus polleras chingudas, la bata escandalosa, los zapatos de tacos torcidos en fuerza de sacarle el cuerpo a los terrones.
—Se ha parao en la ramada...
Sin duda aquella sombrilla le ha hecho temer el metro de sol que la separa del boliche. Por fin se decide y lo cruza.
—¿Esta es l'almacén de los mellizos?...
—La mesma. Nosotros semos ellos, señora.
La "firma" ve en su visitante: primero pobreza, en seguida madurez, más tarde fealdad. Fruncen el ceño como avaros y como solteros.
—Yo me llamo Pentecostés, pa servirlos... Ese jué el nombre que truje en el almanaque. Soy la viuda de Obregón.
Le encuentran olor a pobre. Para los Badía, Pentecostés lleva trazas de pedir fiado.
—¿Quién la mandó p'aquí?
La mujer contesta sin dirigirse a ninguno, para no hablar en péndulo:
—Un tal Aniceto Canijo, chacarero. Dice que si hay alguien rico en este pago y manos abiertas, son los mellizos.
—¿Usté vido un trigo que tiene ese hombre? —le preguntó Casio.
—Lo vide...
—¿Cómo viene?
—¡Muy ruin!
—¿La oís, Juan? ¡Vos tenés dimasiao corazón!
—Eso mesmo, señor, jué lo que me dijo don Aniceto. Por eso me les allego —continúa la pobre mujer.— Hoy a las cuatro van a hacer los cinco días que perdí a mi marido. Me lo mató un grano malo... Llevábamos diez años de coyunda. Porque yo no soy vieja más que por ajuera, ¿saben? Aunque esté mal el alabarme, voy a cumplir cuarenta ricién. Lo que pasa es que me he asoliao mucho...
Juan y Casui la escuchaban pacientemente.
—Cuando me quedé sola, tuve que dirme de mi pago.
Acciona con la derecha, a pesar del atadito. Es preciso que se le haya quedado por olvido en esa mano. Espera en vano que la interroguen. A pesar del silencio y sin parar mientes en el poco interés despertado por su historia, sigue contándola...
—¡Cómo iba a quedarme allá, si no tenía pa comprarme el luto! ¿Ho hallan? Si cuando me miro yo mesma con esta bata, me parece que ni el finao se ha muerto...
Piensa en el esfuerzo que le cuesta llorarlo vestida de punzó; en los comentarios de las vecinas. Imagina el chismorreo de sus comadres en canceltas. Las ve de trenza atada y lengua desatada, quemándose con la bombilla para no perdonar silencio.
—¿Con qué cara me pude quedar allá? Yo soy pobre; pero tengo vergüenza. No es porque busque aparentar; ¿no es cierto? Es cuestión de compriender lo que le debo al finao. -Dice esto mirando a Casio, quien le contesta:
—Claro...
Mientras tanto Juan toma una pieza de merino negro y la pone y la pone sobre el mostrador. Es la tentación. Parece mandinga mostrando un ala. Desenvuelve la tela oscura y sugestiva como la noche, que para ellos pronto se estrellará con moneditas de plata.
—Ocho pesos la vara, señora -le dice-. Usté con siete varas tiene pa un luto largo. A la firma Badía le ha causao gran efecto la ley que usté le guarda a su dijunto.
La viuda agradece. Al fin se ha encontrado con dos personajes que comprenden su tragedia. Toca su propio duelo tejido.
—¿Ocho pesos dice, Badía?
—Baratito...
—Es que yo no tengo plata, ¿saben? Pero tengo brazos. No vine a trampiar el luto; ¡Pobre Obregón!... Quiero ganarlo. Yo, con tal de ponermeló por rispeto al finao, les ofrezco a cambio quedarme aquí, de sirvienta, un mes... dos... los que sean...
Juan y Casio sacuden la cabeza. Pentecostés no tiene ojos más que para el merino. Lo vuelve a acariciar.
—Dijo siete varas, Badía?
Casio contestó primera esta vez:
—Más bien menos que más... Peligra de arrastrarle y no es cosa de andar embarrando un luto... Pa mi gusto, señora, como el género es tan anchito, con tres varas tal vez le saliese.
Ella acepta. ¡La tiene tan arrollada el dolor! Luego tampoco está bien que una viuda camine muy derecha. Tres varas le alcanzas. Entonces, cuando se acorta su vestido, Pentecostés alarga el pago. Un año trabajará allí. De sol a sol. No gasta nada. La pena le ha quitado el apetito. Refiere todas sus habilidades: sabe lavar y planchar. Compone un guiso con cuatro piedras y un "güeso"; lo condimenta con madrugadas y tareas. Lleva cuarenta años de pobre. Sabe cuáles charamuscas humean y cuáles hacen ascua. No da puntada sin nudo. Es capaz de cazar el canto de un gallo y meterlo en la olla para dar sabor al caldo. Es ahora la tentación.
Cuando "resuella", Juan, avizor, consigue detener aquella letanía cantada en grillo, con sólo tres palabras:
—Pentecostés, aguárdenos aquí.
Los dos entran en la trastienda. Se sientan frente a frente y contratan. Al hablar de intereses no se tutean. Son casi enemigos.
—Total, Juan, usté sabe que ese merino, dende que los criollos no usan chiripá, no hay quien lo lleve. Costó un peso el metro. Estirándolo un poco, la viuda con dos metros y medio...
El socio saca la cuenta.
—Son más de dos pesos -observa-. ¡Es una pérdida grande!
Junto al mostrador, Pentecostés, mirando el género negro, llora sus primeras lágrimas por Obregón. Ella no se considera viuda del todo, hasta que pueda ponerse luto.
—Sin embargo socio, usté compriende que ansina la firma no va a poder seguir... Ya hace tres años que no vamos al pueblo... Algún día tendrá que ser...
Los dos se entiendes. Pueden ir a pie, es lo más probable, con las botas al hombro; pero algo tendrán que comer; si no ¡para qué hacer el viaje! Luego, el pueblo sale caro. Hay que pagarlo... Casio calcula cada gasto; lo anota y suma.
—Todo sale por cinco pesos, -dice-. Si acetamos a la viuda saldremos ganado justo el cincuenta por cien.
—¿Usté pensó, mi socio, en el posible de que ella, con tanto penar, se nos muera aquí? —También puede salir sana...
Juan se asoma.
—¿Usté tiene güena salú, viuda? -le pregunta.
—No he conocido dotores...
—¿La oyó, Casio? Está llorando la pobre, no es pa menos...
La razón social continúa estudiando cuidadosamente la operación. No es cosa de ensuciar el interés con los sentimientos... ¡Son tan tiernos!
—Juan: ¿si llegase a nacer un hijo?
Este fue el momento en que Pentecostés estuvo más lejos del luto.
—Usté, está visto que es el mejor de los Badía... Casio, no hay nada que hacer...
—No se abalance...
Ahora Casio sale a consultar el punto con la propia "mercadería". Su pregunta hiere de costado.
—Viuda, ¿cuántos hijos tiene?
—Denguno, señor. Nunca me los quiso dar Dios... ¡Pobre Obregón!
No se explica aquella curiosidad. ¿Para qué buscarle la presilla? A la desdichada mujer no le interesa otra cosa que la negrura del merino. Para ella no es nada estar viuda mientras no lo parezca. Si pudiese andaría embarrada.
—Es machorra, Juan, pero no se alegre mucho...
Acabo e'mirarla bien. ¡Esa mujer es más fea que rodada e cuzco en un cerro!
—La lindura tira contra el ahorro, -sentencia el socio.
No se han hablado nada más. Están de acuerdo. El negocio deja ganancia.
—Conviene...
—En efecto, conviene...
—Casio, ¿una semana cada uno?
—Ya se sabe, Juan.
Cada semana pagan. Cada semana cocinan. Cada semana se turnan en los ramos. Es la costumbre de la casa.
—Güeno, escriba el negocio en un papel, mi socio, las palabras se hacen aire...
—¿Acetará doña Pentecostés?
—¡Como pa no! ¡Nunca le habrá salido más barato un traje! Cuasi, cuasi el negocio lo hemos planiao pa ella... Acortelé otro poco el género.
Casio sonríe.
—Usté me endivina siempre, Juan...
vuelven al despacho. Siguen secos. La viuda llora.
—Atienda, doña —le dice Casio. Lee:
"Doña Pentecostés Obregón se compromete, por dos varas y cuarto de merino negro recebido, a trabajar un año de piona en el negocio de Badía Hermanos." -Hace una pequeña pausa y termina la lectura subrayando; -"Pa todo servicio."
—¿Aceta?
Sigue un silencio largo. Pentecostés siente en su carne los ojos bestiales de Juan y de Casio. Le asquean. Hasta las raíces de su dolor cavan aquellas miradas. Piensa en el finado, que no tendrá ni siquiera quien se ponga por él un miserable trapo negro. Mira su bata roja. Aquella prenda está colorada de vergüenza. Sigue apayasándole su pena. ¡No la dejará ser viuda quien sabe hasta cuando! Recuerda, allá, en su pago, la rueda donde las comadres se santiguan horrorizadas, ante la indiferencia de la vecina. Las oye decir:
—¡Pobre Obregón... si se ricordase y la viese... de colorao!
Y entonces, por respeto a su difunto, pidió la pluma y contestó:
—Güeno...