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Bailén (Pérez Galdós)/XVIII

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XVIII

-Gaznápiros, animales: si Vds. están probando lo que digo -añadió con energía D. Luis-. Lo que pasa en España ¿qué es? Es que el Reino ha tenido voluntad de hacer una cosa y la está haciendo, contra el parecer del Rey y del Emperador. Hace tres meses había en Aranjuez un mal ministro, sostenido por un rey bobo, y Vds. dijeron: «No queremos ese ministro ni ese Rey», y Godoy se fue y Carlos abdicó. Después, Fernando VII puso sus tropas en manos de Napoleón, y las autoridades todas, así como los generales y los jefes de la guarnición, recibieron orden de doblar la cabeza ante Joaquín Murat; pero los madrileños dijeron: «No nos da la gana de obedecer al Rey ni a los Infantes ni al Consejo ni a la Junta ni a Murat», y acuchillaron a los franceses en el parque y en las calles. ¿Qué pasa después? El nuevo y el viejo Rey van a Bayona, donde les aguarda el tirano del mundo. Fernando le dice: «La corona de España me pertenece a mí; pero yo se la regalo a Vd., Sr. Bonaparte». Y Carlos dice: «La coronita no es de mi hijo, sino mía; pero para acabar disputas, yo se la regalo a Vd., señor Napoleón, porque aquello está muy revuelto y ustedsólo lo podrá arreglar». Y Napoleón coge la corona y se la da a su hermano, mientras volviéndose a Vds. les dice: Españoles, conozco vuestros males y voy a remediarlos. Pero Vds. se encabritan con aquello, y contestan: «No, camarada, aquí no entra Vd. Si tenemos sarna, nosotros nos la rascaremos: no reconocemos más Rey que a Fernando VII». Fernando VII se dirige entonces a los españoles, y les dice que obedezcan a Napoleón; pero entretanto, muchachos, un señor que se titula alcalde de un pueblo de doscientos vecinos, escribe un papelucho, diciendo que se armen todos contra los franceses: este papelucho va de pueblo en pueblo, y como si fuera una mecha que prende fuego a varias minas esparcidas aquí y allí, a su paso se va levantando la Nación desde Madrid hasta Cádiz. Por el Norte pasa lo propio, y los pueblos grandes lo mismo que los pequeños forman sus Juntas, que dicen: «No, si aquí no manda nadie más que nosotros. Si no reconocemos las abdicaciones, ni admitiremos de Rey a ese D. José, ni nos da la gana de obedecer al Emperador, porque los españoles mandamos en nuestra casa, y si los reyes se han hecho para gobernarnos, a nosotros no nos han parido nuestras madres para que ellos nos lleven y nos traigan como si fuéramos manadas de carneros...». ¿Están Vds.? ¿Lo comprenden Vds.? Pues esto ni más ni menos es lo que está pasando aquí. Y ahora contéstenme los alcornoques que me oyen: ¿Quién manda,quién dispone las cosas, quién hace y deshace, el Rey o el Reino?

El estupor que produjeron estas palabras reveladoras en el atento concurso, compuesto de muchachos rudos e ignorantes, pero de gran viveza de imaginación, fue tan extraordinario que por un corto rato no se oyó la más insignificante voz, señal cierta de que las ideas vertidas por Santorcaz, entrando de improviso en los oscuros cacúmenes de sus oyentes, habían armado allí gran zipizape y polvareda, dejándolos aturdidos, confusos y sin palabra. El primero que rompió el silencio fue Rumblar, diciendo:

-Todo eso está muy bien dicho. ¿Querrán ustedes creer que hace días me ocurrió una idea parecida cuando estaba cazando moscas y poniéndoles rabos en cierta parte, para que al volar hicieran reír a mis dos hermanas que estaban rezando? Sólo que yo no sabía cómo decir aquello que pensaba.

-Sí, señores, ¡vivan las Juntas! -exclamó uno levantándose-. Yo me sé de memoria aquel papel que echó a la calle la de Córdoba, diciendo... Oigan ustedes: «¡Cordobeses: los reinos de Andalucía se ven acometidos por los asesinos del Norte; vuestra patria va a verse oprimida bajo el yugo de un tirano; vosotros mismos seréis arrancados de vuestros hogares y de vuestras casas! ¡Cuarenta argollas está labrando el lascivo Murat para conduciros al Norte como a los animales más inmundos!... ¡Soldados: gemid de rabiay furor!... Doce millones de hombres os están mirando y envidiando vuestra gloria, y aun la Francia misma ansía por vuestros triunfos».

Ruidosos aplausos y gritos acogieron esta proclama, fielmente recitada con dramáticos gestos por el muchacho.

-Pues si los españoles -continuó luego Santorcaz-, pueden hacer lo que están haciendo, no pueden también decir el día de mañana: «Vamos, no queremos que haya más inquisición, ni más vinculaciones»... pongo por caso... O que digan: «En lugar de mil conventos, que haya tan sólo la mitad, con lo cual basta y sobra», o «no me da la gana de que haya diezmos»...

-Eso sí que estaría bueno -dijo Marijuán-. Pero si todos los españoles van a hacer eso, y cada uno empieza a gritar por su lado diciendo lo que quiere, se armará tal laberinto que no podrán entenderse.

-Vaya unos zotes -añadió Santorcaz-. Pero venid acá: ¿no veis que hay en Sevilla una Junta que es la que dispone? ¿No veis que hay otra en Granada, otra en Córdoba y otra en Málaga, etc.? Pues en lugar de todas esas Juntas pequeñas que gobiernan en cada pueblo, ¿no puede haber una muy grande que se reúna en Madrid y acuerde lo que se ha de hacer?

Miráronse los oyentes unos a otros, y los monosílabos de aquiescencia y aun de admiración corrieron de boca en boca, demostrando la prontitud con queaquellas juveniles inteligencias desplegaban sus alas, aún entumecidas y vacilantes, para intentar describir los primeros círculos en el espacio del pensamiento.

-Estas conversaciones me enamoran -dijo el condesito de Rumblar-. Me estaría toda la noche oyendo a este hombre, sin cansarme. Ya, ya voy aprendiendo muchas cosas que no sabía.

Así aquella fantasía encerrada en el capullo de una educación mezquina, agujeraba con entusiasmo su encierro, porque había vislumbrado fuera alguna cosa que tenía la fascinación de lo nuevo. Así aquel germen de pasión y de inteligencia, guardado en un huevo, se reconocía con vida, se reconocía con fuerza, y empezaba a dar picotazos en su cárcel, anhelando respirar fuera de ella otros aires, y calentarse con calores más enérgicos. Así aquella ceguera abría sus párpados, gozándose en la desconocida luz.

La conversación terminó en el punto en que la he dejado, porque la noche estaba muy avanzada y casi todos empezaron a rendirse al sueño, excepto el mayorazguito, cuyo despabilamiento era casi febril a causa del organismo de su imaginación. Largo tiempo continuaron él y Santorcaz hablando en diálogo animadísimo, y como si discutieran planes y expusieran proyectos de gran trascendencia para los dos. Yo me aparté del grupo, fingiendo retirarme a dormir; pero con ánimo de satisfacer una imperiosa exigencia de mi alma, que a voces me pedía soledad y meditación.Todos los ruidos habían cesado en el campamento: las guitarras y castañuelas, así como las cajas y las cornetas, estaban mudas, porque el ejército dormía. Lejos del grupo de mis amigos, echeme sobre el suelo, aguardando la aurora, sin poder ni querer cerrar los ojos; y allí me puse a meditar sobre lo que desde mi salida de Madrid había visto y oído. ¡Cuántas personas nuevas para mí había encontrado en aquella breve jornada de mi vida! ¡Con cuánto afán, meditando a solas y mirándolas al lado, preguntaba a aquellos caminantes si tenían alguna noticia de lo que me reservaba el destino! De todas aquellas personas, ninguna estaba tan enérgicamente fija en mi pensamiento como Santorcaz, hombre para mí incomprensible y sospechoso, y que empezaba a inspirarme secreta antipatía, sin que acertara a explicarme por qué.