Bailén (Pérez Galdós)/XX

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XX

Al entrar en Bailén, ya muy avanzada la noche, nos sorprendió mucho el no ver ninguna fuerza francesa a la entrada del pueblo para disputarnos el paso. ¿A dónde habían ido los franceses? ¿Qué les pasaba, cuando ni por precaución dejaron allí un par de batallones para guardar punto tan importante? Pronto salimos de dudas, porque de boca de los habitantes de Bailén, que salieron en masa a recibirnos, supimos que la división Vedel había pasado por allí en dirección a la Carolina.

-Nosotros les hacíamos a Vds. en Linares -dijo D. Paco, que también salió a nuestro encuentro, rebosando de júbilo-. ¡Oh!, señor conde, niño mío... ¿Está por ventura herido Vuestra Excelencia? Vamos un rato a casa, donde la señora marquesa y las niñas están rezando por el buen éxito de la guerra. ¿No darán un descanso a las tropas?

Nuestro general había determinado salir en seguida para Andújar; pero como ocupábamos todo el pueblo, pudimos llegarnos a la casa de nuestro amo en cuya sala baja se nos dio un tente-tieso muy confortante.

-Es un milagro que podamos daros estos cuantos panes y estas onzas de chocolate crudo -nos dijo don Paco al ofrecernos aquellos artículos-. Los franceses no han dejado nada. ¡Qué horroroso saqueo! Y gracias que quedamos con vida. ¡Ay!, la señora condesa salió a recibirlos con una serenidad que me espantó. Yo temblaba y tuve que esconderme en el oratorio, porque delante de ellos hubiera perdido la dignidad de mi carácter. ¿Qué modo de saquear?... En una palabra, la paja de los caballos, las gallinas del corral, los huevos, hasta unos tomates que tenía yo guardaditos en mi escritorio para hacer un gazpachito... todo, todo se lo llevaron. El pueblo está muerto de miseria, y yo sé de mucha gente que echó la harina en los muladares para que ellos no se la llevaran. ¿No lo creéis? ¿Pues y el Sr. Salvador, que sacó al campo los doscientos pellejos de aceite y ciento de vino que tenía en su cueva, y destapándolos dejó correr aquel precioso caldo hasta que todo se lo chupó la tierra? Otros hicieron una grande hoguera con los carros y la paja. Las alhajas de las imágenes y la plata de las iglesias están todas enterradas, porque esto parece que es lo que más les abre el ojo a esos señores. Así estaban ellos de rabiosos, cuando vieron que no sacaban de aquí gran cosa. El día 16, después de haber pasado un gran miedo, gozamos lo indecible cuando les vimos llegar de la barca de Mengíbar, derrotados y con su general muerto. ¡Cómo corrían por esas calles, y quégritos daban, y qué cosas tan atroces e indecentes echaron por aquellas bocazas! ¡Así se vengaban los muy perros! ¿Pues qué creéis? Dieron muerte a muchas personas que no les hacían daño, lo cual creo yo que no se vio en ninguna de las guerras de Alejandro. Pero también se les molió de firme. Unos cuantos pasaron por la calle de enfrente echando bravatas y detuviéronse en la puerta de la posada de Gil, donde tenían encendido el horno para cocer la loza. ¡Ay! Mis francesitos se ponen a decir no sé qué insolencias obscenas a la mujer de Gil, cuando salen los mozos, me los agarran y con morriones y todo... plaf... al horno... Pero ahí viene la señora condesa, que estaba en el oratorio con las niñas.

En efecto, vimos desfilar gravemente, cubierta de negro manto, a la señora de la casa, seguida de los dos tiernos pimpollitos de sus hijas, las cuales arrojáronse llorando en los brazos de su hermano. Doña María abrazó a su hijo sin perder ni por un instante su solemne y estirado empaque, y luego saludonos a todos con mucho afecto, nombrándonos uno por uno. Cuantos componían la cuadrilla estaban presentes, menos Santorcaz, el cual desde nuestra llegada había pedido con mucha prisa a D. Paco recado de escribir, y puéstose a trazar unas cartas en el despacho de este.

La marquesa, después de saludarnos, tomó asiento y dirigió a D. Diego estas palabras dignas de la historia:

-Hijo mío: sé todo lo que pasó en la acción del 16, y nadie me ha dicho que hicieras algo notable. ¿Has tenido miedo?

-¡Miedo! -exclamó el muchacho riendo-. No señora. He cumplido con mi deber en las filas, y nada más hasta ahora; pero su merced no se impaciente, porque aunque no soy más que soldado espero lucirme.

-¡Nada más que soldado! -dijo la condesa-. Tú no eres soldado, aunque así parezca. Cualquiera que sea el puesto que se ocupe, cada cual debe obrar conforme a su nombre y a la posición que tiene en el mundo. ¿Qué se diría de ti, de mí, de esta casa, de tu difunto padre, si en estas guerras no hicieras algo superior a lo que corresponde a un simple soldado?

-Señora -repuso el mozo con un desenfado que sorprendió a su familia-, yo haré lo que pueda, y según lo que haga, así seré más o menos que los demás. Y ya que hablo de esto, señora madre, yo quiero seguir en el ejército, yo quiero que su merced pida al Rey, ¿qué digo al Rey?, a la Junta, una bandolera.

-Tú no estás destinado a ser militar sino en esta ocasión suprema, en que la patria necesita de todos sus hijos desde el más alto al más bajo.

-Pero, señora madre, no soy nada y quiero ser algo -insistió el muchacho, mostrando una energía que nadie hasta entonces le había conocido.

-¡Que no eres nada! -exclamó la madre con sorpresa primero, después con cólera, y mirándonos a todoscomo para preguntarnos si su hijo se había vuelto loco durante la campaña.

-Yo no soy nada, no soy más que un papamoscas -repuso el chico-. ¿De qué me valen esos papeluchos viejos y esos escudos de armas, si todos se ríen de mí desde que abro la boca, porque no digo más que necedades?

La marquesa se puso encendida como la grana, y sin decir palabra, miró a D. Paco, el cual confuso, absorto, aterrado por lo que acababa de oír, revolvía sus espantados ojos de un lado para otro.

-Este joven -dijo al fin el ayo-, parece que ha perdido el juicio. Señora, cuando vuelva de cumplir sus deberes de caballero en los campos de batalla, le haremos que se penetre bien de las máximas contenidas en la historia de Alejandro el Grande.

Doña María, cuya dignidad no podía consentir que semejante asunto se tratara delante de personas extrañas, hizo callar a D. Paco, y también impuso silencio a su hijo con gesto aterrador. Asunción y Presentación, después de registrar los bolsillos de su hermano, examinaban las polainas, el sombrero y la charpa, por ver, según dijeron, si aquellas prendas estaban agujeradas por alguna bala de cañón.

Pero el D. Diego, sintiendo sin duda en su cabeza un hervidero de palabras, que atropelladamente se le ocurrían conforme a la repentina fecundidad de su entender, no pudo estar callado mucho tiempo, y hablópara poner en mayores cuidados a la señora de Rumblar. Estábamos, como he dicho, en una sala baja, donde la condesa había hecho traer para nuestro regalo un par de zaques, milagrosamente salvados de la rapacidad francesa. D. Diego, luego que tal vio, volviose a nosotros que permanecíamos respetuosamente detenidos en la puerta, y con gesto de campechana confianza, nos dijo:

-Ea, muchachos, entrad todos aquí. ¿Por qué estáis en la puerta? Vaya, poneos los sombreros, que aquí todos somos iguales, todos somos compañeros de armas, y lo mismo puede matarme a mí una bala que a vosotros. Ea, bebamos juntos. ¿Tenéis vergüenza, porque soy noble y mayorazgo, y vosotros unos pobres hambrones? Fuera necedades; que hoy o mañana las Juntas quitarán todas esas antiguallas, y entonces cada cual valdrá según lo que tenga y lo que sepa.

D. Paco se puso verde al oír tales despropósitos, y llevándose la mano al corazón, miró a la condesa con semblante dolorido y contristado, como para manifestarla en la sola elocuencia de una mirada que él no había enseñado tales cosas al joven discípulo. Doña María encerraba su enojo en lo más hondo del pecho, y aunque harto se le conocían la inquietud y la ira en el furtivo centellear de sus negros ojos, nada dijo que comprometiera su dignidad, y deseando que su hijo variase de conversación, le preguntó si habíahecho en Córdoba las visitas a la señora marquesa de Leiva y su sobrina.

-Sí señora -contestó el rapaz-. Las vi; la señora condesa me dio muchos dulces, y la marquesa me preguntó si sabía ayudar a misa. Una y otra me dijeron que la joven con quien está concertado mi matrimonio, se obstina en no salir del convento, asegurando que antes quería casarse con Jesucristo que conmigo. ¡Qué ranciedades, señora madre! -añadió con nuevo arrebato-. Yo quiero seguir en el ejército, yo quiero ir a Madrid para tratar a la gente que sabe, y a los filósofos, y leer la Enciclopedia, y ver las sociedades secretas, si las hay para entonces, y aprender lo que no sé, pues D. Paco no me ha enseñado más que esa sandez de Por el barandal del cielo.

El ayo volvió a mirar compungidamente a la condesa, pintando en sus húmedos ojos la persuasión de que no había instruido al mayorazgo en tales iniquidades, y doña María reprendió a su hijo con majestad verdaderamente regia, diciéndole con pausa y aplomo estas amargas palabras:

-Hijo mío, recordarás que te entregué una espada que fue de tus abuelos. Honra da al que la ciñe, esa arma antigua; pero también ella la recibe de las manos de su poseedor, si este es persona que sabe adquirirla en los campos de batalla. ¿Deshonrarás tú esa espada que llevó el tatarabuelo de tu padre en el sitio de Maestrich, cuando medio mundo se llamaba España?

-¡La espada! -exclamó el chico con sorpresa-. Ya no me acordaba de la dichosa espada. Si ya no la tengo.

-¿Que no la tienes? -preguntó doña María con estupefacción.

-No señora. Si no sirve para nada. Cuando dimos el primer ataque en Mengíbar, yo saqué mi espada, y a los primeros golpes que di en unas yerbas observé que no cortaba.

-¡Que no cortaba!

-No señora. Era una hoja mellada, llena de garabatos, letreros, sapos por aquí, culebras por allí, y cubierta de moho desde la punta a la empuñadura. ¿Para qué me servía? Como no tenía filo, la cambié por un sable nuevo que me dio un sargento.

-¡Y diste la espada, la espada!... -exclamó la condesa levantándose de su asiento.

La señora estaba sublime en su indignación. Parecía la imagen de la historia levantándose de su sepulcro a pedir cuentas a la generación contemporánea.

-Sí señora; se la di al sargento -añadió el mozo sacando de la vaina un sable nuevo, reluciente y de agudísimo filo-. Si aquello no servía para nada. Muy bonita, eso sí, toda llena de dibujos de plata y oro; pero, señora madre, si no cortaba... si estaba llena de orín... Vea Vd. este sable: no tiene letrero ni cabecitas, ni garrapatos: pero corta que es un gusto.

Observamos que la condesa dio un paso hacia su hijo; que su semblante hermosamente venerable se contrajo, desfigurado por la ira; que extendió sus brazos; que comenzó a balbucir con locución atropellada, cual si su indignada lengua no acertara a encontrar una palabra bastante dura, bastante enérgica para tal situación; la vimos después llevarse ambas manos a la cabeza, retroceder, vacilar, apoyarse en el hombro de D. Paco, y por último, reponerse, dominarse, erguirse, serenarse, mirar a su hijo con desdén, señalar a la calle, donde de improviso empezaba a oírse fuerte redoblar de tambores, y decir:

-El ejército se va. Marcha, corre. Cuando se acabe la guerra te ajustaremos cuentas. Si eres valiente y vuelves vivo, a palmetazos te enseñaré quién eres. Pero si eres cobarde, no vuelvas acá.

Salimos a toda prisa, y montando en nuestras cabalgaduras, ocupamos las filas. Al punto se nos unió Santorcaz. D. Paco no quiso salir a despedirnos, porque estaba traspasado de dolor, al ver -según dijo después- cómo en una semana se torciera al soplo de las malas compañías el derecho arbolito criado con tanto esmero en el apacible huerto de sus lecciones.

Las dos muchachas salieron a las ventanas, y nos despedían agitando los mismos pañuelos con que secaban sus lágrimas. Ninguna de las dos, ni la destinada al matrimonio, que era, por lo tanto, ignorante, ni la consagrada al claustro, que era ya medio doctora, habíanentendido la conversación de que he hecho mérito. Las pobrecillas veían desaparecer un mundo y nacer otro nuevo sin darse cuenta de ello.