Bailén (Pérez Galdós)/XXIX

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XXIX

Vino la noche. Los franceses, muertos de fatiga y de hambre en su campamento, aguardaban con anhelo a que la capitulación estuviese firmada. Los que menos paciencia tenían eran los suizos afiliados en el ejército imperial, y así que oscureció empezaron a pasarse a nuestro campo. Un historiador francés, queriendo atenuar el desastre de los suyos, ha escrito que la defección ocurrió durante la batalla; pero esto es falso. Lo peor es que otro historiador, no francés sino español, lo ha repetido con lamentable ligereza, faltando así a su patria y a la verdad, que es superior a todo.

La capitulación iba despaciosamente, porque los parlamentarios se habían juntado en Andújar, residencia del general en jefe, y en Bailén no teníamos noticia de lo que allí pasaba. Temiendo que los enemigos intentaran escaparse, nuestros generales tomaron acertadas precauciones, y la artillería ocupó, mecha encendida, los puestos convenientes. Al mismo tiempo millares de paisanos, discurriendo por cerros y alturas, hostigaban de tal modo a los franceses en todas partes, que no les era posible moverse. Estavigilancia permitía descansar a una parte del ejército; y especialmente los heridos, aunque sólo lo fueran muy levemente como yo, teníamos libertad para estar en el pueblo, donde nos ocupábamos en reunir víveres y llevarlos a los del campamento, así como en acomodar a los heridos graves en las principales casas.

Salía yo de Bailén con un cesto de víveres para unos jefes de artillería cuando tropecé con Santorcaz, que volvía seguido de algunos voluntarios de Utrera y licenciados de Málaga.

-¡Oh, Sr. de Santorcaz! -exclamé con la mayor sorpresa-. ¿Está Vd. vivo? Yo le hacía en el otro barrio.

-No, muchacho, vivo estoy -me respondió-. Dios quiere que todavía el que está dentro de esta camisa dé mucho que hacer en el mundo.

-¿Pero tampoco está Vd. herido?

-Aquí tengo un par de rasguños; pero esto no es nada para un hombre como yo. Ya sabes que me han hecho sargento. No vine aquí para ganar charreteras; pero puesto que me las dan, las tomo.

-Grandes hazañas habrá hecho el Sr. D. Luis.

-Poca cosa. Caí del caballo, y a pie defendime rabiosamente contra tres o cuatro franceses. Reventé a uno, descalabré a otro, y me volví a nuestro campo con un águila que entregué al marqués de Coupigny. Al recoger de mis manos la bandera, el general, despuésde preguntarme si era licenciado de presidio, me dijo: «Es Vd. sargento». ¿Ves? Me han puesto al frente de este pelotón de buenos muchachos; ¿quieres venirte con nosotros?

Diciendo esto señaló a los esclarecidos varones que le seguían, los cuales, o yo me engaño mucho o eran la flor y nata de Ibros, Sierra de Cazorla y Despeñaperros, todos gente de ligerísimas piernas y manos. Dile las gracias por el ofrecimiento, y seguí mi camino.

-¡Ah! ¿Qué sabe Vd. de D. Diego? -le pregunté volviendo atrás.

-Pues qué -dijo retrocediendo-, ¿no se sabe dónde está D. Diego? ¿Ha muerto? ¿Se ha extraviado? Es preciso averiguarlo. Y di, ¿tú has visto por casualidad mi caballo? ¿Sabes si alguien lo recogió?

-No sé nada de tal caballo -repuse alejándome.

Ya avanzada la noche regresé a Bailén, donde me causó sorpresa ver una triste procesión compuesta de tres mujeres vestidas de negro, a las cuales seguían hasta media docena de hombres, llevando por delante dos criados con sendos farolillos para alumbrar el camino. Acerqueme y reconocí a doña María, con sus dos hijas, las tres cubiertas con negros mantones y muy afligidas y llorosas. Digo mal, porque si las dos muchachas se deshacían en lágrimas, la señora condesa conservaba seco el rostro, aunque visiblemente alterado, la mirada fija y valerosa y el andar muyfirme. Al instante me presenté a ella, saludándola con el mayor respeto y ofreciéndola mi ayuda si, como parecía, iban en busca de D. Diego.

-¿Conque no parece el niño? ¿Cuándo le perdiste de vista durante la batalla? -me preguntó.

-Señora, desde la gran carga que dimos sobre el ala izquierda de los franceses dejé de ver a D. Diego.

-Yo creí que estuviera entre los heridos; pero no está. ¿Todos los muertos han sido recogidos del campo de batalla?

-Sí señora; sólo quedan los desconocidos, los paisanos que no estaban afiliados a ningún regimiento.

-Vamos a ver -dijo con un aplome, con una firmeza que me asombraron, pues no suponía tanto valor en el alma de una mujer.

-Yo acompañaré a usía con mucho gusto.

-¿Y qué tal se ha portado mi hijo? -me preguntó cuando marchábamos juntos.

-Señora, se ha portado como un héroe; se ha portado como quien es.

-¿Los jefes advirtieron su valor? ¿Elogiaron su bizarría, recordando el linaje de mi hijo?

-Sí señora, los jefes estaban con la boca abierta presenciando las hazañas de D. Diego -repuse por halagar el amor propio de la noble señora, cuyo dolor se atenuaría sabiendo que su vástago había honrado el nombre de Rumblar.

-¿Y amabais vosotros a mi hijo?

-¡Oh!, sí señora. D. Diego es tan bueno... y nos trata como si fuéramos todos iguales.

-¡Como si todos fuerais iguales! -exclamó doña María con ligeras muestras de enfado.

-No... vamos al decir... -indiqué corrigiendo mi lapsus-. D. Diego es un caballero y nosotros unos badulaques... quiero decir que nos trataba sin tiranía... ¡Pobre D. Diego! Pero le hemos de encontrar, señora. D. Diego está sano y salvo. Me lo dice el corazón.

-Tú eres un buen muchacho. Ayúdanos a buscar a mi hijo y te recompensaré. Si parece, yo te prometo que serás su paje cuando se case.

-¡Ah, gracias señora!, muchas gracias -contesté con viveza.

-Eres modesto. ¿Crees que no mereces este honor? Aunque no lo merezcas yo te lo concedo.

Llegamos a un punto en que se distinguía un cuerpo tendido boca abajo sobre el suelo. Nos estremecimos todos, y Asunción y Presentación se abrazaron llorando a gritos. La curiosidad luchó un instante en nosotros con el temor, pues deseábamos acercamos al cadáver por ver si era D. Diego, y temíamos llegar a él por si acaso era. Doña María fue la primera que dio un paso y la seguimos todos. Aquel cadáver solitario de un hombre muerto por la patria, no había encontrado todavía ni un pariente, ni un amigo, niun camarada que se cuidase de él. No era D. Diego.

La condesa después de examinarlo alzó los ojos al cielo, cruzó las manos y rezó en voz alta el Padre nuestro, a cuya oración contestamos todos muy devotamente con El pan nuestro...

Seguimos andando, y en otro sitio encontramos algunos cadáveres, que la condesa con heroísmo sobrenatural examinaba cara a cara hasta convencerse de que su hijo no estaba allí. Si nos acontecía llegar en el momento de abrir a alguno la sepultura, todos echábamos un puñado de tierra en la fosa del patriota, que bien pronto desaparecía en la vasta superficie del campo, no quedando huella ni marca alguna en el suelo, como no queda noticia del heroísmo individual en la historia.

Nuestras pesquisas por todo el campamento no dieron resultado alguno. Las dos hermanitas no podían tenerse en pie, ni cesaban de rezar en castellano y en latín, recitando con fervorosa declamación cuantas oraciones sabían. Tales eran la confusión y anonadamiento de D. Paco, que más de una vez se cayó al suelo. Sólo doña María conservaba una entereza heroica y casi bárbara que hacía creer en la superioridad del temple moral de algunos linajes sobre el plebeyo vulgo. No en vano tenía aquella señora por su línea materna la sangre de Guzmán el Bueno.

Era muy tarde cuando volvimos a la casa. Mientrasreinaba en ella la desolación, ni una lágrima brotó de los ojos de doña María.

-Si Dios ha querido disponer de la vida de mi hijo -exclamó sentándose en el clásico sillón de cuero-, concédame al menos el consuelo de saber que ha muerto con honor.

-D. Diego ha de parecer, señora -dije yo con movido-. Si hubiera muerto, ¿no habríamos encontrado su cuerpo?

Esta razón devolvió a D. Paco su perdida fuerza dialéctica, y habló así:

-¿Pero no hubo también un pequeño combate por donde estaba Vedel? ¡Quién sabe si cogerían prisionero al niño!

-Los prisioneros fueron devueltos esta tarde por orden de Dupont -repuso doña María.

-¿Y si el niño estaba herido y lo metieron en el hospital francés?...

-Yo lo he de averiguar, señora -exclamé-. Mañana mismo pediremos un salvo-conducto para ir al campo enemigo. Me parece que allí le encontraremos.

-Ya sabes que te he prometido una gran recompensa. Si haces lo que dices, y encuentras a mi hijo y le traes -me dijo la de Rumblar-, la recompensa será aún mayor. Dios dispone de todo, y las glorias de la tierra a veces son trocadas en miseria, en tristeza, en nada por su mano poderosa. Si mi hijo no parece, ¿qué soy, qué me queda, qué resta a mi casa y a mi nombre?Dios habrá decidido que todo perezca y que las grandezas de ayer sean hoy ruinas, donde nos ocultemos para llorar. ¿La victoria se había de alcanzar sin desgracias? Napoleón es vencido en España, y ante la salvación de nuestro país, ¿qué significa una vida por noble que sea?, ¿qué una familia, por grande que sea su lustre?

La enérgica entereza de aquella mujer de acero me llenó de asombro. Después continuó así:

-Yo creí que este sería un día de júbilo en mi casa. Después de la victoria alcanzada, hubiéramos sido muy felices teniendo aquí a mi hijo, y recibiendo a la prometida esposa que con mis primas debe de llegar aquí esta noche... ¿No ha llegado? Cuide usted, don Paco, de que nada les falte. ¿Está todo preparado, las camas, la cena, las habitaciones? Niñas, ¿qué hacéis ahí mano sobre mano?

Asunción y Presentación lloraron con más fuerza al oírse nombrar por su madre. Pareciome que esta también comenzaba a sentir vacilante su varonil espíritu, y que apagándose la llama de sus ojos, se desmayaban sus enérgicos brazos, cayendo con desaliento sobre los del sillón. Pero sin duda no quería perder su dignidad de gran señora delante de nosotros, y mandándonos salir a todos, a sus hijas, a D. Paco, a los criados y a mí, se quedó sola.

Un rato después sentí ruido de coches y mulas en la calle; luego una gran algazara en el patio, y al oíresto, diome un gran vuelco el corazón. Escondido tras uno de los pilares vi descender de los coches y subir pausadamente a las personas que eran esperadas, y al mirar al diplomático que cargaba en sus brazos a una mujer para bajarla del carruaje, reconocí a la monjita de Córdoba.

Yo temía ser visto de Amaranta; pero como esta y su tía habíanse adelantado y estaban ya arriba, me aventuré a seguir al diplomático, que subió detrás de todos con Inés, sosteniéndola por la cintura. Delante iban los criados con hachas, detrás yo solo. Inés se envolvía en un gran manto, chal o cabriolé que tenía larguísimos flecos en sus orillas. Subíamos lentamente, ellos delante, yo detrás, y aquellos menudos hilos de seda pendientes de la espalda y de la cintura de Inés flotaban delante de mis ojos. Como quien llega a la puerta del cielo y tira del cordón de la campanilla para que le abran, así cogí yo entre mis dedos uno de aquellos cordoncitos rojos y tiré suavemente. Inés volvió la cabeza y me vio.