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Barreras de cartón

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Los milagros de la Argentina
Barreras de cartón

de Godofredo Daireaux


Apenas está amaneciendo, y de cada uno de los ranchos que, como manchitas obscuras aún, salpican la extensa Pampa, sube en rosca azulada el humo del fuego madrugador. Y mientras hierve cantando el agua para el mate, el paisano extiende sobre las ascuas una buena tajada de carne gorda para el churrasco matutino.

A mediodía, después de las rudas tareas de la mañana, cuando vuelven a la estancia o al puesto, los trabajadores encuentran hirviendo el agua y mientras descansan, apurando el sabroso y tónico mate, en el asador chisporrotea la grasa de todo un medio capón o de un ancho costillar de vaca.

Y también a la noche, encerradas las majadas y repuntada la hacienda, han desensillado los hombres, se reúnen en la cocina alrededor del fogón y antes de ir a dormir en sus recados tendidos, apaciguan el hambre con una buena presa de puchero, o dos, si quieren, pues la carne abunda y para el más pobre alcanza en la Argentina.

En Europa escasea. A pesar del esmero con que carnean las reses, sin desperdiciar un átomo de carne y de la prolijidad de la cocinera para aprovechar hasta la última partícula, recalentando los restos de la víspera, no alcanza para todos. A fuerza de ingenio, los criadores, por su parte, han conseguido duplicar el peso útil de los animales; han creado maravillas: bueyes, carneros y cerdos de pura carne y grasa, con huesos tan pequeños que casi todo se come. ¡Esfuerzos insuficientes! ¡La población aumenta, las ciudades se agrandan y las campiñas ya no bastan para mantener los animales necesarios para suministrar a cada habitante, no su ración diaria, sino un bocado de carne por día. Se han empeñado en substituir por pan la carne ausente, y las palabras: el pan del obrero, ganar su pan con el sudor de su frente y otras por el estilo, claramente demuestran cuán escasa es la carne, ya que nunca hablan de ella ni se atrevería un trabajador a pedir, como en la Argentina, a más del sueldo, carne, sal y yerba.

Pero hasta el pan se les hace caro también a menudo, y cuando el pueblo embravecido pide pan, de buenas ganas quisieran los gobiernos poderle también dar carne de yapa. Sería lindo, sí; pero ¿de dónde?

¿De dónde? de la Argentina, pues, donde abunda, donde sobra.

Y cuando se supo que en las inmensas llanuras de ese país casi ignoto pacían, vivían y morían de viejas las ovejas por millones y por millones las vacas, se empezó a manifestar el legítimo deseo de comprar algo de esa carne que no debía de costar muy cara.

Parecía fácil. La Argentina no quería otra cosa; ¡miren! vender lo que a uno le sobra, hacer plata con lo que casi se tira. De común acuerdo, se organizaron embarques de animales en buques arreglados especialmente para ello, y aunque no fueran ni muy gordos ni muy grandes los capones y novillos que así se mandaron, no faltaron en Europa los clientes para ellos y pidieron más, y más, y más. Y gente que ya no se animaba a comprar carne sino el domingo, pudo tener la esperanza de comer de ella todos los días.

La Argentina también se dio cuenta del negocio que podía ser y no mezquinó los pesos ni los esfuerzos para mejorar sus haciendas con toros y carneros traídos de Europa a fuerza de plata y refinar sus praderas, volviéndolas alfalfares. Y empezó a mandar seguidos a Europa los cargamentos de animales gordos, grandes y finos, como los que allá acostumbra comer la gente acomodada. También construía frigoríficos en los cuales se elaboraban por cientos de miles los capones congelados, conservados así tan fresquitos que llegaban allá como recién carneados.

Y si los pueblos no fuesen tan ignorantes, que tontamente permiten que sus gobernantes manejen a su antojo su hambre y su sed, hubiesen todos, llevados de fraternal impulso, tendido sus manos aplaudidoras hacia la joven y generosa hermana que con sólo darles de comer resolvía los aterradores problemas que siempre los amenazan.

Pero los pueblos no saben. Empezaban a tener carne barata: comían, sin darse cuenta de por qué era; de repente se la quitaron, y dejaron otra vez de comer carne, resignados.

Es que los que allá mandan son grandes propietarios, cuyas tierras producen también bueyes y carneros. Vendían la carne como querían; habían hecho de ella un artículo de lujo que solamente los ricos, y a peso de oro, podían comprar.

Que el pueblo, esa gente sudorosa y de manos sucias; que los millones de trabajadores que para ellos arrancan al suelo sus tesoros o convierten en cosas útiles las materias primas proporcionadas al hombre por la naturaleza, coman carne o coman pan, coman mucho o coman poco, ¿qué les puede importar? Lo que quieren es que todos sus conciudadanos tengan la obligación de no comer sino lo que producen ellos, pagándolo, por supuesto, a buenos precios.

Y para cerrar el paso a los miles de animales en pie que sin cesar mandaba la Argentina y que pronto hubieran llegado a ser millones, les fue fácil encontrar pretextos: los animales de la Argentina estaban apestados. Esto no más bastaba para asustar a los más hambrientos, y pudieron los a quienes hacía cuenta, cerrar los puertos de Europa a la carne argentina.

Cada país tuvo su modo de hacer: unos impusieron derechos tan altos que sólo podía comerse la carne indígena; otros dictaron leyes sanitarias de hecho prohibitivas; aquéllos querían que las reses fuesen muertas a bordo; pero de cualquier modo, el grito de «¡fuera, vaca!» fue tan unánime y tan vehemente que, asustada, se volvió la vaca y desde entonces tiene que quedarse en su tierra hasta días mejores.

Asimismo era difícil renunciar del todo a lo que de tan buen resultado había sido para los pueblos; seguían estos deseosos de volver a probar esa carne tan rica, tan barata y tan abundante, que no habían hecho más que entrever. Los pobres trabajadores, los obreros que necesitan una alimentación que les devuelva las fuerzas gastadas, no dejaron de quejarse; y con mil precauciones y mil restricciones, algunos países dejaron abierta una rendija para la carne congelada. La Argentina la preparó desde entonces en mayor escala y cada día manda más y más cargamentos de ella; y ya tiemblan otra vez los grandes propietarios europeos, detrás de las barreras que han ido estableciendo y reforzando con tanto empeño.

Es que balan, de este lado, y balan fuerte, los innumerables rodeos, las innumerables majadas siempre crecientes y siempre mejores de la Argentina. Sacuden a cornadas los bastidores y bambalinas pintados con que se han rodeado, para alejarles, las costas de los países que más lo necesitan; y también del otro lado los sacude y no tardará en voltearlos, a pesar de los desesperados esfuerzos proteccionistas de los criadores ricos y codiciosos, el hambre de los pueblos.


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