Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina/34

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Continuación del mismo asunto. Política conveniente para después de dada la Constitución[editar]

La política no puede tener miras diferentes de las miras de la Constitución. Ella no es sino el arte de conducir las cosas de modo que se cumplan los fines previstos por la Constitución. De suerte que los principios señalados en este libro como bases, en vista de las cuales deba ser concebida la Constitución, son los mismos principios en cuyo sentido debe ser encaminada la política que conviene a la República Argentina.

Expresión de las necesidades modernas y fundamentales del país, ella debe ser comercial, industrial y económica, en lugar de militar y guerrera, como convino a la primera época de nuestra emancipación. La política de Rosas, encaminada a la adquisición de glorias militares sin objeto ni utilidad, ha sido repetición intempestiva de una tendencia que fue útil en su tiempo, pero que ha venido a ser perniciosa a los progresos de América.

Ella debe ser más solícita de la paz y del orden que convienen al desarrollo de nuestras instituciones y riqueza, que de brillantes y pueriles agitaciones de carácter político.

Cada guerra, cada cuestión, cada bloqueo que se ahorra al país, es una conquista obtenida en favor de sus adelantos. Un año de quietud en la América del Sud representa más bienes que diez años de la más gloriosa guerra.

La gloria es la plaga de nuestra pobre América del Sud. Después de haber sido el aliciente eficacísimo que nos dio por resultado la independencia, hoy es un medio estéril de infatuación y de extravío, que no representa cosa alguna útil ni seria para el país. La nueva política debe tender a glorificar los triunfos industriales, a ennoblecer el trabajo, a rodear de honor las empresas de colonización, de navegación y de industria, a reemplazar en las costumbres del pueblo, como estímulo moral, la vanagloria militar por el honor del trabajo, el entusiasmo guerrero por el entusiasmo industrial que distingue a los países libres de la raza inglesa, el patriotismo belicoso por el patriotismo de las empresas industriales que cambian la faz estéril de nuestros desiertos en lugares poblados y animados. La gloria actual de los Estados Unidos es llenar los desiertos del Oeste de pueblos nuevos, formados de su raza; nuestra política debe apartar de la imaginación de nuestras masas el cuadro de nuestros tiempos heroicos, que representa la lucha contra la Europa militar, hoy que necesita el país de trabajadores, de hombres de paz y de buen sentido, en lugar de héroes, y de atraer a Europa y recibir el influjo de su civilización, en vez de repelerla. La guerra de la Independencia nos ha dejado la manía ridícula y aciaga del heroísmo. Aspiramos todos a ser héroes, y nadie se contenta con ser hombre. O la inmortalidad, o nada, es nuestro dilema. Nadie se mueve a cosas útiles por el modesto y honrado estímulo del bien público; es necesario que se nos prometa la gloria de San Martín, la celebridad de Moreno. Esta aberración ridícula y aciaga gobierna nuestros caracteres sudamericanos. La sana política debe propender a combatirla y acabarla. Nuestra política, para ser expresión del régimen constitucional que nos conviene, deberá ser más atenta al régimen exterior del país que al interno. Los motivos de ello están latamente explicados en este libro. Debe inspirarse para su marcha en las bases señaladas para la Constitución en este libro.

Debe promover y buscar los tratados de amistad y comercio con el extranjero, como garantías de nuestro régimen constitucional. Consignadas y escritas en esos tratados las mismas garantías de derecho público que la Constitución dé al extranjero espontáneamente, adquirirán mayor fuerza y estabilidad. Cada tratado será un ancla de estabilidad puesta a la Constitución. Si ésta fuese violada por una autoridad nacional, no lo será en la parte contenida en los tratados, que se harán respetar por las naciones signatarias de ellos; y bastará que algunas garantías queden en pie para que el país conserve inviolable una parte de su Constitución, que pronto hará restablecer la otra.

Nada más erróneo, en la política exterior de Sud América, que la tendencia a huir de los tratados.

En cuanto a su observancia, debe de ser fiel por nuestra parte para quitar pretextos de ser infiel al fuerte. De los agravios debe alzarse acta, no para vengarlos inmediatamente, sino para reclamarlos a su tiempo. Por hoy no es tiempo de pelear para la América del Sud, y mucho menos de pelear con Europa, su fuente de progreso y engrandecimiento.

Con las Repúblicas americanas no convienen las ligas políticas, por inconducentes; pero sí los tratados dirigidos a generalizar muchos intereses y ventajas, que nos dan la comunidad de legislación civil, de régimen constitucional, de culto, de idioma, de costumbres, etc. Interesa al progreso de todas ellas la remoción de las trabas que hacen difícil su comercio por el interior de sus territorios solitarios y desiertos. Por tratados de abolición o reducción de las tarifas con que se hostilizan y repelen, podrían servir a los intereses de su población inferior. Los caminos y postas, la validez de las pruebas y sentencias judiciales, la propiedad literaria y de inventos, los grados universitarios, son objetos de estipulaciones internacionales que nuestras Repúblicas pudieran celebrar con ventaja recíproca.

A la buena cansa argentina convendrá siempre una política amigable para con el Brasil. Nada más atrasado y falso que el pretendido antagonismo de sistema político entre el Brasil y las Repúblicas sudamericanas. Este sólo existe para una política superficial y frívola, que se detiene en la corteza de los hechos. A esta clase pertenece la diferencia de forma de gobierno. En el fondo, ese país está más internado que nosotros en el sendero de la libertad. Es falso que la revolución americana tenga ese camino más que andar.

Todas las miras de nuestra revolución contra España están satisfechas allí. Fue la primera de ellas la emancipación de todo poder europeo; esa independencia existe en el Brasil. Él sacudió el yugo del poder europeo, como nosotros; y el Brasil es hoy un poder esencialmente americano. Como nosotros, ha tenido también su revolución de 1810. La bandera de Maypo, en vez de oprimidos, hallaría allí hombres libres. La esclavitud de cierta raza no desmiente su libertad política; pues ambos hechos coexisten en Norte América, donde los esclavos negros son diez veces más numerosos que en el Brasil.

Nuestra revolución persiguió el régimen irresponsable y arbitrario; en el Brasil no existe; allí gobierna la ley.

Nuestra revolución buscaba los derechos de propiedad, de publicidad, de elección, de petición, de tránsito, de industria. Tarde iría a proclamar esa en el Brasil, porque ya existe; y existe, porque la revolución de libertad ha pasado por allí dejando más frutos que entre nosotros.

La política que observó el Brasil después de la caída de Rosas no era ciertamente una retribución de la política que el autor aconsejaba a su país respecto al Imperio en las líneas que anteceden. El Brasil rehusó tomar parte en los tratados de libre navegación de 10 de Julio de 1853, firmados con Francia e Inglaterra; y protestó en cierto modo contra el principio de libertad fluvial, garantizado por estos tratados. Amenazó la independencia de la República Oriental, ocupando su territorio con un ejército permanente, sin obrar de acuerdo con la Confederación Argentina, como estaba convenido en el tratado de 1828. Comprometió la integridad de la República Argentina, abriendo relaciones diplomáticas con el gobierno interior y doméstico de la Provincia de Buenos Aires. No por eso el autor abandonó sus opiniones de 1844 y 1852 en favor de lo bueno que tiene el Brasil; pero sí pensó que la Confederación debía precaverse contra las tendencias hostiles que el Brasil acreditaba por esos actos. Retirando más tarde su ejército de la Banda Oriental, y firmando el tratado de la Confederación Argentina de 7 de Marzo de 1856, en que restablece el pacto de 1828 y da garantías a la integridad argentina y a la independencia oriental, el Brasil ha rectificado por fin las irregularidades de su política hacia el Plata, y dado muestra de comprender lo que conviene a su seguridad.

Sin embargo, el tiempo esclarecerá el sentido de algunas cláusulas del tratado de 7 de Marzo, cuyas palabras harían creer que el Brasil mantiene sus preocupaciones anteriores, especialmente en materia de navegación fluvial y de comercio exterior.

En lo interior, el primer deber de la política futura será el mantenimiento y conservación de la Constitución. Reunir un Congreso y dar una Constitución no son cosas sin ejemplo en la República Argentina; lo que nunca se ha visto allí es que haya subsistido una Constitución diez años.

La mejor política, la más fácil, la más eficaz para conservar la Constitución, es la política de la honradez y de la buena fe; la política clara y simple de los hombres de bien, y no la política doble y hábil de los truhanes de categoría. Pero entiéndase que la honradez requerida por la sana política no es la honradez apasionada y rencorosa del doctor Francia o de Felipe II, que eran honrados a su modo. La sinceridad de los actos no es todo lo que se puede apetecer en política; se requiere además la justicia, en que reside la verdadera probidad.

Cuando la Constitución es obscura o indecisa, se debe pedir su comentario a la libertad y al progreso, las dos deidades en que ha de tener inspiración. Es imposible errar cuando se va por un camino tan lleno de luz.

El grande arte del gobierno, como decía Platón, es el arte de hacer amar de los pueblos la Constitución y las leyes. Para que los pueblos la amen, es menester que la vean rodeada de prestigio y de esplendor.

El principal medio de afianzar el respeto de la Constitución es evitar en todo lo posible sus reformas. Estas, pueden ser necesarias a veces, pero constituyen siempre una crisis pública, más o menos grave. Son lo que las amputaciones al cuerpo humano; necesarias a veces, pero terribles siempre. Deben evitarse todo lo posible, o retardarse lo más. La verdadera sanción de las leyes reside en su duración. Remediemos sus defectos, no por la abrogación, sino por la interpretación.

Ese es todo el secreto que han tenido los ingleses para hacer vivir siglos su Constitución benemérita de la humanidad entera.

Las cartas o leyes fundamentales que forman el derecho constitucional de Inglaterra, tienen seis y ocho siglos de existencia muchas de ellas. Del siglo XI (1071) es la primera carta de Guillermo el Conquistador; y la magna carta, o gran carta, debió su sanción al rey Juan, a principios del siglo XIII (19 de Junio de 1215). Entre los siglos XI y XIV diéronse las leyes que hasta hoy son base del derecho público británico.

No se crea que esas leyes han regido inviolablemente desde su sanción. En los primeros tiempos fueron violadas a cada paso por los reyes y sus agentes. Violadas han sido también posteriormente, y no han llegado a ser una verdad práctica, sino con el transcurso de la edad.

Pero los ingleses no remediaban las violaciones, substituyendo unas constituciones por otras, sino confirmando las anteriormente dadas.

Sin ir tan lejos, nosotros mismos tenemos leyes de derecho público y privado, que cuentan siglos existencia. En el siglo XIV promulgáronse las Leyes de Partidas, que han regido nuestros pueblos americanos desde su fundación, y son seculares también nuestras Leyes de Indias y nuestras Ordenanzas de comercio y de navegación. Recordemos que, a nuestro modo, hemos tenido un derecho público antiguo.

Lejos de existir inviolables esas leyes, la historia colonial se reduce casi a la de sus infracciones. Es la historia de la arbitrariedad. Durante la revolución hemos cambiado mil veces los gobiernos, porque las leyes no eran observadas. Pero no por eso hemos dado por insubsistentes y nulas las siete Partidas, las Leyes de Indias, las Ordenanzas de Bilbao, etc., etc. Hemos confirmado implícitamente esas leyes, pidiendo a los nuevos gobiernos que las cumplan.

No hemos obrado así con nuestras leyes políticas dadas durante la revolución. Les hemos hecho expiar las faltas de sus guardianes. Para remediar la violación de un artículo, los hemos derogado todos. Hemos querido remediar los defectos de nuestras leyes patrias, revolcándolas y dando otras en su lugar; con lo cual nos hemos quedado de ordinario sin ninguna: porque una ley sin antigüedad no tiene sanción, no es ley.

Conservar la Constitución es el secreto de tener Constitución. ¿Tiene defectos, es incompleta? No la reemplacéis por otra nueva. La novedad de la ley es una falta que no se compensa por ninguna perfección; porque la novedad excluye el respeto y la costumbre, y una ley sin estas bases es un pedazo de papel, un trozo literario.

La interpretación, el comentario, la jurisprudencia, es el gran medio de remediar los defectos de las leyes. Es la receta con que Inglaterra ha salvado su libertad y la libertad del mundo. La ley es un Dios mudo: habla siempre por la boca del magistrado.

Este la hace ser sabia o inicua. De palabras se compone la ley, y de las palabras se ha dicho que no hay ninguna mala, sino mal tomada. Honni soit qui mal y pense, escribid al frente de vuestras constituciones, si les deseáis longevidad inglesa. Sin fe no hay ley ni religión, y no hay fe donde hay perpetuo raciocinio.

Cread la jurisprudencia, que es el suplemento de la legislación, siempre incompleta, y dejad en reposo las leyes, que de otro modo jamás echarán raíz.

Para no tener que retocar o innovar la Constitución, reducidla a las cosas más fundamentales, a los hechos más esenciales del orden político. No comprendáis en ella disposiciones por su naturaleza transitorias, como las relativas a elecciones.

Si es preciso rodear la ley de la afección del pueblo, no lo es menos hacer agradable para el país el ejercicio del gobierno.

Gobernar poco, intervenir lo menos, dejar hacer lo más, no hacer sentir la autoridad, es el mejor medio de hacerla estimable. A menudo entre nosotros gobernar, organizar, reglamentar, es estorbar, entorpecer, por lo cual fuera preferible un sistema que dejase a las cosas gobernarse por su propia impulsión. Temería establecer una paradoja, si no viese confirmada esta observación por el siguiente hecho que cita un publicista respetable: «El gobierno indolente y desidioso de Rivera, dice M. Brossard, no fue menos favorable al Estado Oriental, en cuanto dejó desarrollarse al menos los elementos naturales de prosperidad que contenía el país». Y no daría tanto asenso al reparo de M. Brossard, si no me hubiese cabido ser testigo ocular del hecho aseverado por él.

Nuestra prosperidad ha de ser obra espontánea de las cosas, más bien que una creación oficial. Las naciones, por lo general, no son obra de los gobiernos, y lo mejor que en su obsequio puedan hacer en materia de administración, es dejar que sus facultades se desenvuelvan, por su propia vitalidad. No estorbar, dejar hacer, es la mejor regla cuando no hay certeza de obrar con acierto. El pueblo de California no es un producto de un decreto del gobierno de Washington; y Buenos Aires se ha desarrollado en muchas cosas materiales a despecho del poder de Rosas, cuya omnipotencia ha sido vencida por la acción espontánea de las cosas. La libertad, por índole y carácter, es poco reglamentaria, y prefiere entregar el curso de las cosas a la dirección del instinto.

En la elección de los funcionarios nos convendrá una política que eluda el pedantismo de los títulos, tanto como la rusticidad de la ignorancia. La presunción de nuestros sabios a medias ha ocasionado más males al país que la brutalidad de nuestros tiranos ignorantes. El simple buen sentido de nuestros hombres prácticos es mejor regla de gobierno que las pedantescas reminiscencias de Grecia o de Roma.

Se debe huir de los gobernantes que mucho decretan, como de los médicos que prodigan las recetas. La mejor administración, como la mejor medicina, es la que deja obrar a la naturaleza.

Se debe preferir, en general, para la elección de los funcionarios, el juicio al talento; el juicio práctico, es decir, el talento de proceder, al talento de escribir y de hablar, en los negocios de gobierno.

En Sud América el talento se encuentra a cada paso; lo menos común que por allí se encuentra es lo que impropiamente se llama sentido común, buen sentido o juicio recto. No es paradoja el sostener que el talento ha desorganizado la República Argentina.

Al partido inteligente, que tuvo por jefe a Rivadavia, pertenece esa organización de échantillon, esa Constitución de un pedazo del país con exclusión de todo el país, ensayada en Buenos Aires entre 1820 y 1823, que complicó el gobierno nacional argentino hasta hacer hoy tan difícil su reorganización definitiva.

Conviene distinguir los talentos en sus clases y destinos, cuando se trata de colocarlos en empleos públicos. Un hombre que tiene mucho talento para hacer folletines, puede no tenerlo para administrar los negocios del Estado.

Comprender y exponer por la palabra o el estilo una teoría de gobierno es incumbencia del escritor de talento. Gobernar según esa teoría es comúnmente un don instintivo que puede existir, y que a menudo existe, en hombres sin instrucción especial.

Más de una vez el hecho ha precedido a la teoría en la historia del gobierno. Las cartas de Inglaterra, que forman el derecho constitucional de ese país modelo, no salieron de las academias ni de las escuelas de derecho, sino del buen sentido de sus nobles y de sus grandes propietarios.

Cada casa de familia es una prueba práctica de esta verdad. Toda la economía de su gobierno interior, siempre complicado, aunque pequeño, está encomendada al simple buen sentido de la mujer, que muchas veces rectifica también las determinaciones del padre de familia en el alto gobierno de la casa.

La política del buen juicio exige formas serias y simples en los discursos y en los actos escritos del gobierno. Esos actos y discursos no son piezas literarias. Nada más opuesto a la seriedad de los negocios, que las flores de estilo y que los adornos de lenguaje. Los mensajes y los discursos largos son el mejor medio de obscurecer los negocios y de mantenerlos ignorados del público: nadie los lee. Los mensajes y los discursos llenos de exageración y compostura son sospechosos: nadie los cree. El mejor orador de una República no es el que más agrada a la academia, sino el que mejor se hace comprender de sus oyentes. Se comprende bien lo que se escucha con atención, y el incentivo de la atención reside todo en la verdad trivial y ordinaria del que expone.

En el terreno de la industria, es decir, en su terreno favorito, nuestra política debe despertar el gusto por las empresas materiales, favoreciendo a los más capaces de acometerlas con estímulos poderosos prodigados a mano abierta. Una economía mal entendida y un celo estrecho por los intereses nacionales nos han privado más de una vez de poseer mejoras importantes ofrecidas por el espíritu de empresa, mediante un cálculo natural de ganancia en que hemos visto una asechanza puesta al interés nacional. Por no favorecer a los especuladores, hemos privado al país de beneficios reales.

La política del gobierno general será llamada a dar ejemplo de cordura y de moderación a las administraciones provinciales que han de marchar naturalmente sobre sus trazas.

Al empezar la vida constitucional en que el país carece absolutamente de hábitos anteriores, la política debe abstenerse de suscitar cuestiones por ligeras inobservancias, que son inevitables en la ejecución de toda Constitución nueva. Las nuevas constituciones, como las máquinas inusadas, suelen experimentar tropiezos, que no deben causar alarma y que deben removerse con la paciencia y mansedumbre que distingue a los verdaderos hombres de la libertad. Se deben combatir las inobservancias o violencias por los medios de la Constitución misma, sin apelar nunca a las vías de hecho, porque la rebelión es un remedio mil veces peor que la enfermedad. Insurreccionarse por un embarazo sucedido en el ejercicio de la Constitución, es darle un segundo golpe por la razón de que ha recibido otra anterior. Las constituciones durables son las interpretadas por la paz y la buena fe. Una interpretación demasiado literal y minuciosa vuelve la vida pública inquieta y pendenciosa. Las protestas, los reclamos de nulidad, prodigados por la imperfección natural con que se realizan las prácticas constitucionales en países mal preparados para recibirlas, son siempre de resultados funestos. Es necesario crear la costumbre excelente y altamente parlamentaria de aceptar los hechos como resultan consumados, sean cuales fueren sus imperfecciones, y esperar a su repetición periódica y constitucional para corregirlos o disponerlos en su provecho. Me refiero en esto especialmente a las elecciones, que son el manantial ordinario de conmociones por pretendidas violaciones de la Constitución.

De las elecciones, ninguna más ardua que la de Presidente; y como ella debe repetirse cada seis años por la Constitución, y como la más próxima hace nacer dudas que interesan a la vida de la Constitución actual, séanos permitido emitir aquí algunas ideas que tendrán aplicación más de una vez, y que por hoy responden a la siguiente pregunta, que muchos se hacen a sí mismos: «¿Qué será de la Confederación Argentina el día que le falte su actual Presidente?». Será, en mi opinión, lo que es de la nave que cambia de capitán: una mudanza que no impide proseguir el viaje, siempre que haya una carta de navegación y que el nuevo capitán sepa observarla.

La Constitución general es la carta de navegación de la Confederación Argentina.

En todas las borrascas, en todos los malos tiempos, en todos los trances difíciles, la Confederación tendrá siempre un camino seguro para llegar a puerto de salvación, con sólo volver sus ojos a la Constitución y seguir el camino que ella le traza, para formar el gobierno y para reglar su marcha.

En la vida de las naciones se han visto desenlaces que tuvieron necesidad de un hombre especial para verificarse. Nadie sabe cómo hubieran podido concluir las revoluciones francesas de 1789 y de 1848 sin la intervención personal de Napoleón I y de Napoleón III.

Quién sabe si la Constitución que ha hecho la grandeza de los Estados Unidos hubiese llegado a ser una realidad, sin el influjo de la persona de Washington; y para nadie es dudoso que sin el influjo personal del general Urquiza, la Confederación Argentina no hubiera llegado a darse la Constitución que ha sacado a ese país del caos de cuarenta años.

Pero llega un día en que la obra del hombre necesario adquiere la suficiente robustez para mantenerse por sí misma, y entonces la mano del autor deja de serle indispensable.

Muy peligroso es, sin embargo, equivocarse en dar por llegada la hora precisa de emancipar la obra del autor, porque un error en ese punto puede ser más desastroso al interruptor que a la obra misma, la cual es más poderosa en sí que el propio autor.

Y, en efecto, las funciones de que se compone la obra de organizar un pueblo son el cumplimiento de una ley providencial. Lo es igualmente el concurso del brazo que sirve de instrumento de ejecución. Y como éste deriva de esa ley toda la fuerza que lo hace el señor de la situación, se sigue que ni él mismo puede contrariarla sin sucumbir a su poder moral.

Para todas las creaciones de la Providencia hay una hora prefijada en que cesa la necesidad de la mano que las hizo nacer. Esa hora viene por sí misma; y la señal de que ha llegado, es que la obra puede quedar sola, sin el auxilio de ninguna violencia. Cuando el águila está en edad de ver la luz, el huevo en que se desenvolvió su existencia se rompe por la mano de la Providencia. Si anticipáis ese paso, matáis la existencia que queríais abreviar.

Toda Constitución de libertad tiene en sí misma el poder de substraerse a su tiempo del influjo personal que la hizo nacer; y la Constitución argentina es excelente, porque tiende justamente a colocar la suerte del país fuera de la voluntad discrecional de un hombre: servicio hermoso que la patria debe al general Urquiza. La Constitución da, en efecto, el medio sencillo de encontrar siempre un hombre competente para poner al frente de la Confederación. Ese medio no consiste únicamente en elegirle libremente, aunque esta libertad sea el primer resorte de una buena elección: consiste mayormente en que una vez elegido, sea quien fuere el desgraciado a quien el voto del país coloque en la silla difícil de la presidencia, se lo debe respetar con la obstinación ciega de la honradez, no como a hombre, sino como a la persona pública del Presidente de la Nación. No hay pretexto que disculpe una inconsecuencia del país a los ojos de la probidad política. Cuanto menos digno de su puesto (no interviniendo crimen), mayor será el realce que tenga el respeto del país al jefe de su elección; como es más noble el padre que ama al hijo defectuoso, como es más hidalgo el hijo que no discute el mérito personal de su padre para pagarle el tributo de su respeto.

Respetad de ese modo al Presidente que una vez lo sea por vuestra elección, y con eso sólo seréis fuertes e invencibles contra todas las resistencias a la organización nacional; porque el respeto al Presidente no es más que el respeto a la Constitución en virtud de la cual ha sido electo: es el respeto a la disciplina y a la subordinación, que, en lo político como en lo militar, son la llave de la fuerza y de la victoria.

El respeto a la autoridad, sobre todo, es el respeto del país a sus propios actos, a su propio compromiso, a su propia dignidad.

Una simple cosa distingue al país civilizado del país salvaje; una simple cosa distingue a la ciudad de Londres de una toldería de la Pampa: y es el respeto que la primera tiene a su gobierno, y el desprecio cínico que la horda tiene por su jefe.

Esto es lo que no comprende la América, que ha vivido cuarenta años sin salir de su revolución contra España; y eso sólo la hace objeto del desprecio del mundo, que la ve sumida en revoluciones vilipendiosas y verdaderamente salvajes.

Mientras haya hombres que hagan título de vanidad de llamarse hombres de revolución; en tanto que se conserve estúpidamente la creencia, que fue cierta en 1810, de que la sana política y la revolución son cosas equivalentes; en tanto que haya publicistas que se precien de saber voltear ministros a cañonazos; mientras se crea sinceramente que un conspirador es menos despreciable que un ladrón, pierde la América española toda la esperanza a merecer el respeto del mundo.

No prolongaré este parágrafo con reglas y prescripciones que se deducen fácilmente de los principios contenidos en todo este escrito, y presentados como las bases aproximadas en que deban apoyarse la Constitución y la política argentinas, si aspiran a darnos un progreso de que no tenemos ejemplo en la América del Sud.