Blanca (Larra)
Dícese con frecuencia que éste no es el siglo de la poesía: nada nos atreveremos a decir en pro ni en contra de este común aserto; pero si no es nuestro siglo el de la poesía, es al menos innegable que es el de los poetas. Con esto no queremos decir que sean igualmente malos todos los que con su estro nos favorecen. Los hay medianos, algunos hay hasta soportables, especialmente si se empieza por descartar de todo examen los fabricadores de himnos y sonetos de circunstancias, gente parecida a las músicas de enhorabuena, que a la menor circunstancia de su vida de usted, en cuanto usted se muda de casa se aparecen delante del balcón o en la escalera con el bombo y el clarinete a dar y tomar en la canción de Carnicer. Lo mismo se nos figuran los abastecedores de poesía sonetesca y encomiástica. Ahora sobre todo que la «patria mía» rima tan perfectamente con Mendigorría, «divina» con «Cristina», «entonad» con «libertad», «aurora» con «Señora» y «Gobernadora», «discordia fiera» con «nación entera», y «de prosperidad fuente fecunda» con «Isabel segunda», no parece sino que Apolo y las nueve musas se han alistado Guardias Nacionales según el ruido de metros y ritmos que con el estruendo de las arenas se ha mezclado. O el dios de la guerra se ha hecho hombre de talento, o el dios poeta desesperado de su mal oficio ha sentado plaza en favor del trono y de la libertad, dos cosas tan inseparables como malo y composición de circunstancias.
Entre estos poetas, sin embargo, que predican la concordia y cuyo sonsonete oímos todos como el ruido de las canales en invierno, alza la voz de vez en cuando algún romántico, «hugonote» o sectario de Hugo, porque lo que es clásico, ni autor de poesías fugitivas, a Filis y a la Paloma, al dengue de Clori, o a la cinta de la borrega de Melibeo, no se alcanza ya a ver ninguno en todo el horizonte de la disputada monarquía española. Las composiciones no son ya en el día «fugitivas» como antes. En otro tiempo ellas mismas huían: en los nuestros hay que huir de ellas. De todo el armatoste pindárico y anacreóntico, de toda la manera de nuestros viejos poetas no se ha salvado más que la letrilla, y ésa porque la ha sacado entre sus brazos disfrazada con atavíos políticos uno de nuestros modernos poetas, ni más ni menos que sacaba Eneas sus penates en hombros de la devastación de Troya.
Los demás todos hacemos destellos, rasgos y fragmentos, como gente ocupada y que está de prisa, como quien piensa, de paso que hace otra cosa: al poeta antiguo que comenzaba por poner el título a lo que había de ser, se le veía sentarse a su bufete y parir largamente un meditado plan con toda intención y culpabilidad si salía malo. Y llamaba aquello que había hecho «oda», «letrilla», «anacreóntica», etc., etc. Los poetas en el día tenemos otras cosas que hacer más importantes, y sólo al pasar por el buzón de la literatura, como quien pasa por el del correo, echamos también nuestro memorialito para la inmortalidad, pero así como avergonzados, y no llamándolo jamás obra entera, lo cual hubiera sido ponerse de hecho a meditarla y escribirla; sino «rasgo», esto es, plumada, ocurrencia; como si quisiéramos decir al público con eso: «no es nada, señores; ha sido una distracción que he tenido, pero no soy poeta». Y después de esta modesta entrada suele salir un rasguito, o un fragmento de cincuenta páginas, al leer las cuales se da uno el parabién de que se estilen en el día tales composiciones quebradas, porque ¿quién las aguantara, si el poeta las hubiera empezado, o las tuviera que concluir como antes era uso y costumbre de gente de chispa y de imaginación?
Tal es el carácter de nuestra época. Pero desde que Byron dio en la flor de los cuentos, no hay poeta nuevo que no se lance al cuento con audacia, y si es romántico mejor: el cuento romántico viene a ser la armadura blanca del poeta novel, hablando el lenguaje de la Edad Media. La literatura entera se nos ha vuelto un cuento entre las manos.
Entre los que siguen este nuevo carril abierto por la moda a la juventud, hanse distinguido ya algunos que no tendremos reparo en nombrar, tanto más, cuanto con algunos de ellos no sólo vínculos literarios, sino hasta políticos o de amistad nos unen. Marcha sin duda a la cabeza de nuestra moderna poesía romántica el joven don José de Espronceda, de quien por nuestro periódico conocen ya nuestros suscriptores algunos fragmentos: entre los aficionados corren con general y justísima admiración las canciones del Pirata, El mendigo, El reo de muerte y otras que honrarían aun a las primeras plumas de Europa. El carácter especial del señor de Espronceda es la energía y la armonía. La música poética y el entusiasmo le constituyen eminente poeta, y ponémosle después a la cabeza sin miedo de hallar contradicción por una calidad más esencial en este siglo, en que se busca algo más que canturía en los versos. El señor de Espronceda tiene una tendencia filosófica y política que da suma importancia a sus composiciones. No hacemos mención de su conocimiento de la lengua y otras circunstancias de esa especie que oímos a veces encarecer como un mérito, porque no concebimos que un poeta merezca más elogios por conocer su lengua, que merecería un carpintero por tener escoplo. La lengua es el instrumento, y lo menos que puede hacer en Castilla un literato es saber castellano.
Hase distinguido también en este género el señor Ochoa, traductor de Víctor Hugo, y de él ha visto el público en el Artista, periódico de que era editor, composiciones de mérito no común. En esta ligera reseña no podemos callar el nombre del joven Madrazo, hermano del pintor, ya conocido en Madrid, como uno de los que más esperanzas ofrecen, y que tan lindos y tan sentidos versos ha publicado en diversas ocasiones.
Otros nombráramos, pero no creemos que todos los que empiezan, sólo por empezar felizmente, sean dignos de ocupar un lugar al lado de los mencionados. Nos limitaremos a citar al señor de Romero, que acaba de darse a conocer muy ventajosamente con el cuento titulado El sayón, de quien alguno de nuestros colaboradores tuvo a bien hablar no hace muchos días en nuestras columnas.
A éste está dedicado el cuento de Blanca, que nos ha sugerido estas reflexiones. El autor, enteramente nuevo en la hermandad literaria, está en el buen camino: la invención de su obrita nos parece recomendable y hasta interesante, si no impregnada de la mayor novedad. Revélase en ese cuento en general oído poético, conocimiento del dialecto apropiado, y trocitos que serán leídos con gusto de los aficionados. Algún descuidillo contra las reglas rítmicas, las cuales no entran en el número de las que sea lícito a ninguna escuela atropellar, alguna cesura intempestiva se le pudiera encontrar, pero no pensamos tratar con rigor a un principiante que se anuncia de un modo digno de consideración. Animámosle por el contrario a que tome ejemplo de los jóvenes que arriba le dejamos citados, que hojee día y noche los buenos modelos de nuestro Siglo de Oro, y puesto que es romántico, que nutra su entendimiento con copiosa lectura, porque le añadiremos que no consiste el romanticismo en usar de versos quebrados, y en adornar con descripciones de usos de los siglos medios los partos de su ingenio. El espíritu del siglo, inclinándose hacia lo positivo y lo realmente útil, exige cada vez más saber en el poeta verdades importantes y profundas, admoniciones provechosas a la sociedad regenerada; he aquí lo que es preciso poner en música poética: no sentimientos fútiles y pasajeros. La nueva escuela es la que verdaderamente trata de realizar la antigua máxima del clásico Horacio, y ahora más que nunca es el saber mucho la fuente del escribir bien.