Blasones y talegas: 6
- VI -
[editar]Al llegar aquí y a punto de dar fin a la presente historia, necesito que el lector suponga que han pasado ocho años desde los sucesos que dejo referidos. Hecha esta suposición, vuelva los ojos hacia las personas y las cosas de que venimos tratando, y mucha será su penetración si al primer vistazo las conoce.
El palacio es ya digno de tan pomposo nombre por fuera, por dentro, por arriba y por abajo.
El solar se ha convertido en huerta de ricas y variadas frutas y en ameno y delicioso jardín, y ya no le cierra la pared apuntalada y cubierta de malezas, sino un sólido muro que, a la vez que de resguardo a lo cercado, sirve de base a una elegante verja que permite al transeúnte recrear la vista con lo que está vedado a su mano.
La cintura de castaños es un hermoso parque bordado de caprichosos senderos y macizos de flores y tupido de césped.
La antigua media torre almenada es un anchísimo mirador de cristales; la glorieta una sala de verano; la teja-vana de enfrente, mitad invernáculo, mitad pajarera, y así todo lo demás; porque Toribio se había propuesto, como dijimos, hacer una gorda, y lo cumplió transformando el antiguo caserón solariego en una morada provista de cuantas comodidades pudiera exigir en el campo el gusto más exquisito.
¡Pues dígole a usted los moradores del improvisado Edén!
Antón es un señor bastante grueso, que se pasa el día corriendo de hacienda en hacienda, aquí dirigiendo la siega, allá inspeccionando la cabaña, más allá la poda de un monte, en el otro lado la construcción de una nueva casa de labranza, aquí riñendo a un colono holgazán, allí remunerando la laboriosidad de otro, etc., etc. Siempre va tarde a comer a casa, por más que se propone lo contrario, pero nunca de mal humor; y el mayor desahogo que se permite, al desplomarse rendido en un sillón mientras se enfría un poco la sopa, es un par de resoplidos al aire y otro de besos en cada mejilla a dos chiquitines rubios como el oro, rollizos y frescos como unas mantecas y sanos como corales, que le acometen apenas se sienta, y trepan sobre sus rodillas, y le sueltan el chaleco, y le aprietan la garganta, y se le encaraman en los hombros, y le aturden y le embriagan a embestidas, abrazos y pisotones.
Verónica es una matrona ágil y risueña que se mira en los ojos de Antón. Tiene sobre sí el peso de la dirección interior de la casa, y después de atender, como ella lo hace con afanoso deleite a tan sagradas ocupaciones, apenas le queda una hora que consagrar a su mayor delicia: ver a sus dos hechiceros diablillos correr por el jardín o por la castañera. No ha querido salir un instante fuera de los términos del pueblo, como Toribio deseaba, para que conociera un poco el mundo. Para ella el mundo es aquel rincón donde ha nacido, donde están sus hijos, Antón y cuantas personas y objetos le son caros.
El único pesar que le aqueja es la consideración de que algún día, y no lejano, tendrá que separarse de sus pimpollos para darles una educación que allí no pueden recibir, si su padre y sus abuelos no se resuelven, como ella desea, y ellos no quieren, a que sean unos señores labradores, corno lo es su padre.
Toribio, un poco más cano y caído de voz que antes, es el mismo de siempre: risueño bromista y cariñoso. Tan pronto como conoció que su hijo era tan capaz como él para dirigir el belén de sus propiedades, encomendóselas con la mejor gana y se consagró pura y exclusivamente a saborear los goces de la familia, para lo cual contaba con un corazón de perlas.
Don Robustiano pasó la pena negra durante los ocho meses que necesitó la mágica dirección de Toribio para terminar las obras del palacio. Su corazón de padre le aconsejaba todos los días que fuese a ocupar la cómoda habitación que el rumboso jándalo le preparó en su casa; pero su tesón característico, sus resabios aristocráticos se lo impedían. Pero eso, no bien se dio al edificio solariego el último brochazo de pintura, brindó con la flamante morada a toda la familia de su hija. Y brindar en tales términos equivalía en don Robustiano a decir: «Necesito que vengáis a vivir conmigo; quiero morir en vuestra compañía.» La verdad era que al pobre viejo le mataba la soledad, y hasta le pesó más de una vez, durante aquellos meses de angustia, haber nacido tan noble, y ya que lo era, haber alardeado siempre de serlo, porque la repugnancia a contradecirse, a tener que tragarse las tempestades que había soltado contra la canalla plebeya, y especialmente contra Toribio, era ya lo único que le impedía aceptar la hospitalidad de éste. Por el contrario, acogerle a él bajo el techo solariego trascendía a merced de parte de don Robustiano, y esto ya daba muy distinto color al asunto.
De este modo vieron satisfechos sus más vivos anhelos todos los personajes de nuestra historia al cobijarse juntos dentro del antiguo palacio: don Robustiano, porque, como se ha visto, languidecía en la soledad; Verónica, porque, conociéndolo, padecía mucho lejos de su padre, y Toribio y Antón, por ver contenta a Verónica y por acabar de una vez de formar en todos conceptos parte de la ilustre familia. Con tan favorables antecedentes, no era aventurado pronosticar la más completa armonía entre los nuevos moradores del restaurado palacio.
Ya hemos visto qué pelaje tan en consonancia con este pronóstico muestran ocho años después Verónica, Antón y Toribio.
En cuanto a don Robustiano, ¡asómbrese y santígüese el lector!, ha engordado, se ríe con los chistes de Zancajos, le coloca junto a sí en el sitial de la Iglesia, pasea con él y le da con frecuencia palmaditas en el hombro; departe con Antón, le excita a que no vista chaqueta ni aun para andar en casa; va con él muchas veces a visitar las labranzas..., y le quiere entrañablemente. ¿Cabe mayor transformación de carácter? ¿Y cómo había de suceder otra cosa? Don Robustiano es el primero en su casa para todo. Preside la mesa, guía el rosario, a él se le pide el dinero para los gastos domésticos, su menor capricho se respeta con una orden, se le cede el mejor asiento cuando vuelve de pasear, los criados le saludan desde media legua, el gabinete más soleado, más ancho y mejor amueblado es el suyo; Toribio le ha suscrito a un periódico de sus ideas..., y todas estas y otras infinitas atenciones se le consagran por la familia espontáneamente, sin que él necesite apuntar la insinuación más vaga. Por si no fueran bastantes estos motivos de satisfacción, los dos ángeles de Verónica no le dejan sosegar un momento y le hacen correr con ellos, y contarles cuentos, y jugar al escondite..., y le comen a besos, que es, entre todas las delicias de que se ve rodeado, la que más consuela y rejuvenece el alma del honrado viejo.
Largas y acaloradas discusiones sostiene con la familia a propósito del porvenir de las dos hermosas criaturas. Él quiere que sean jurisconsultos; Antón que ingenieros; Toribio que generales, y emperadores si es necesario; Verónica... que no se los lleven nunca de su lado.
-En todas las profesiones, artes y oficios -concluye siempre el solariego-, cabe lo que más debe ambicionar un padre para su hijo: que sea hombre de bien, y estos niños tienen ya mucho adelantado para serlo como el que más; el no necesitar ocuparse en el modo de adquirir el pan de cada día; tarea peligrosa en la cual se tuercen, al rigor de la necesidad, muchas conciencias de suyo rectas y delicadas, y desmayan no pocos espíritus denodados. Otra ventaja tienen aún de inmensa utilidad, si saben aprovecharla en cuanto vale: un gran libro en que aprender, un ejemplo vivo que imitar: su abuelo Toribio... Sí, amigo mío: tú, mal que pese a tu modestia, sin argumentos pomposos, sin ruidosa palabrería, pero con hechos muy elocuentes, has sido capaz de hacerme comprender, y ahora me deleito en confesarlo, que existe una nobleza más ilustre, más grande, más veneranda que la de la sangre, que la de los pergaminos: la nobleza del corazón.
Después de oír tan claras, tan ingenuas manifestaciones de boca de don Robustiano, y después de contemplar el cuadro de su familia, que acabo de describir rápidamente, ¿qué me resta de decir a mí? Nada, benévolo lector. Hazte, pues, la cuenta, y no te equivocas, de que he concluido; perdona las faltas, y si eres montañés y montañés fidalgo, refrena tu suspicacia y otórgame la justicia de creer que al hablar de don Robustiano y de don Ramiro y de la caterva de solariegos que éstos evocan en su diálogo, así me acordé de tu padre o de tu abuelo, como del emperador de la China.