Bodas reales/IX
La gran función parlamentaria, la espantosa lidia de Olózaga, soberbia res de sentido, fue de las más interesantes del régimen: desde que hubo tribuna entre nosotros, no se había visto escandalera semejante; la emoción dramática superó a cuanto dan de sí las más ingeniosas obras del romanticismo. La intriga era soberana, el enredo superior, el diálogo vivo, a veces fulminante; las peripecias, variadas y sorprendentes; a cada paso surgían escenas de pasmoso efecto. Una de las que más hondamente afectaron al público, apenas alzado el telón, fue ver entrar en escena, con su cartera debajo del brazo, algo inquieto y sobrecogido, al famoso Ibrahim Clarete, el desvergonzado libelista de El Guirigay y trompetero de motines, D. Luis González Bravo, joven lleno de gracias y de ambición, de simpatía y de cinismo, que desde el 40 acechando venía la coyuntura de un rápido encumbramiento, y al fin la encontraba. Meses antes enronquecía cantando las alabanzas de la Milicia Nacional; en Septiembre del 40 ensalzaba en Madrid a Espartero; en Julio del 43, a la coalición en Barcelona; su audacia y el arrimo de los moderados le llevaron de los clubs a las Cortes; su natural despejo y su asimilación prodigiosa hiciéronle orador notable, y capitaneó el grupito de la Joven España.
Días antes del drama en que apareció desempeñando con tanta frescura el papel de defensor de la inocente Majestad ultrajada, creyó González haber encontrado junto a Olózaga la coyuntura que perseguía. Indicaciones de amigos oficiosos le hicieron creer que aquel le haría Ministro; confiaba en ello; mas Olózaga no quiso en su cotarro gente de aluvión, y el ambicioso, con rabia y despecho fuertes, buscó en la turbada situación política otro árbol a que arrimarse, o percha con que trepar a las alturas. Los primates moderados, que querían llevar adelante la fea intriga de la acusación de Olózaga, desviando sus rostros para disimular mejor sus pensamientos, necesitaban un hombre listo y ambicioso, valiente en las disputas, poseedor de una de esas caras que afrontan todas las situaciones, de una conciencia insensible a todo escrúpulo; un hombre, en fin, de esos cuyo entendimiento no flaquea ante ninguna razón, cuyo oído no se asusta de lo que oye, cuya palabra no se asusta de lo que dice.
Prestose D. Luis a ser Ministro en el cráter de un volcán, demostrando la magnitud de su audacia, rayana en heroísmo. Hay algo de grande, no puede negarse, en esta frescura, que por un lado es picaresca, por otro lleva en sí todas las arrogancias de la caballería. La Historia vacila entre admirar a este hombre o inscribirle con asco en sus anales. Testaferro de los moderados, firmó el acta de acusación con la referencia del desacato, y el testimonio de Su Majestad, arma terrible de justicia, con la cual se podía decapitar a media España y meter en presidio a la otra mitad... Desorientado y confuso se ve el narrador de estos acontecimientos al tener que decir que aquel cínico era simpático y airoso por extremo, que fuera de la política era un hombre encantador que a todo el mundo cautivaba, ornado de sociales atractivos y aun de cristianas virtudes... ¡Oh! España, en todo fecunda, es la primera especialidad del globo para la cría de esta clase de monstruos.
Contentos de haber hallado un monstruo que tan bien se ajustaba a las necesidades de aquel momento político, los Caballeros del Orden no tenían ya nada que temer: suya era la Casa Real; España, con sus Indias, no tardaría en pertenecerles. A Olózaga dábanle ya por difunto, y con él caía para siempre, o al menos para muchos años, el espantajo del Progreso. Anhelaban acortar todo lo posible la función dramática, a fin de dar al escándalo tan sólo las dimensiones absolutamente precisas. Para que la semejanza de tal función con las de un drama o comedia fuese perfecta, el local parlamentario era el teatro de la Plaza de Oriente, aún no concluido, edificio con grandes anchuras para la sesión pública, pero sin desahogo de pasillos para el descanso y esparcimiento de los padres de la patria, y para la irrupción de vagos que iban a recoger impresiones, a charlar de política y a comentar los discursos. Entre estos holgazanes era D. Bruno de los más fijos, como si en ello estribara una sagrada obligación; y aunque no tan asiduo, también Milagro dejábase ver por allí, y con él Mariano Centurión, a veces Don Frenético. En aquel corro vocinglero solían introducirse algunos diputados, como Fermín Gonzalo Morón, amigo de Milagro; Madoz, íntimo de Centurión, y Oliván e Iznardi, que a sus ventajas de comer la sopa en todas las situaciones, unía ya la de ser representante del país en todas las legislaturas. También hocicaban en el grupo periodistas jóvenes, como Ángel Fernández de los Ríos, Coello y Quesada, Villergas y otros... Si todo lo que tantas bocas hablaban se refiriese, no habría libros ni bibliotecas bastante capaces para contenerlo: entre millones de palabras vanas, algún juicio gracioso y picante, algún relato en que vibraba la verdad, merecerían la reproducción. Milagro conservaba en su memoria multitud de trozos que bien podrían ser páginas históricas, y haciéndolos suyos, estuvo repitiéndolos hasta el año 46, en que perdieron su oportunidad. Asimismo recordaba Centurión con admirable retentiva la perorata que soltó Fermín Caballero una tarde, cuando ya la escandalosa discusión estaba en el quinto o sexto día. Fue como sigue:
«Con lo que le han dejado decir a Salustiano, con lo que hemos dicho Cortina y yo, habrá comprendido todo el mundo que lo de violentar a la Reina para que firmase es una farsa, la peor y más peligrosa que pudo haber discurrido esta gente. Hay cosas que pudieran decirse aquí, arrojarían toda la claridad que este obscuro pleito necesita. En la famosa entrevista de Salustiano con la Reina, esta se mostró como nunca jovial y juguetona, firmó todo lo que le presentó su Ministro, una cruz para el escritor francés M. Viardot, otra para el señor Morejón, y por fin, el decreto disolviendo las Cortes. Al salir Olózaga, le dio la Reina un cartucho de dulces, con recomendación expresa de que no lo abriese hasta llegar a su casa... Hemos creído si habrá sacado esta niña las mañas guasonas de su papá, que regalaba cajas de puros a los ministros cuando había decidido plantarlos en la calle o mandarlos al destierro. Pero esto es una cavilación; la Reina dio los dulces con la mayor inocencia: eran para Elisita, la niña de Olózaga... He sabido por un palaciego de todo crédito, persona veracísima, que al salir nuestro amigo de la estancia regia estaba Isabelita gozosa, más aún que de ordinario, saltona y vivaracha, y que por las trazas deseaba que se fuera el Ministro para ponerse a jugar con su hermanita y dos azafatas. Como unas dos horas estuvo enredando en el juego más de su gusto: las casitas de alquiler, y vean ustedes qué simbolismo: poco antes había jugado a desalojar las Cortes, poniendo en el Congreso los papeles de Esta casa se alquila. ¡Cosas de la vida humana, que resultan muy chuscas en la vida de los pueblos! No olvidemos que nuestra Reina cumplió ese día trece años, un mes y diez y ocho días. Díganme si no es criminal la conducta de los que han hecho a esta cándida niña, sin experiencia, sin malicia ni conocimiento de su posición y de su responsabilidad, el mal tercio de ponerla frente a un partido respetable, el partido que aseguró su Trono y defendió sus derechos... Yo les digo a estos señores que si todos de buena fe, todos con mira patriótica, no nos cuidamos de educar a esta chiquilla en las funciones de su cargo; si no la rodeamos de respeto; si no la ponemos muy alta, para que no lleguen a ella ni siquiera los rumores de nuestras disputas, demos por corrompido el Régimen y vayámonos todos ¿a dónde?, a cualquier parte, dejando que hagan sus madrigueras en las gradas del Trono cuatro clérigos y cuatro espadones...
»Pues sigo mi cuento. Jugó Su Majestad largo rato a las casitas de alquiler, y dio luego a las muñecas una espléndida comida de anises en una vajilla diminuta, y de lo que menos se acordaba Isabel II era de que nos había disuelto de una plumada, y de que había llamado al país a nuevos comicios. Todo el resto del día estuvo la niña en la mayor tranquilidad, olvidada de sus funciones graves, hasta que llegó de su casa la camarera mayor, y ¡allí fue Troya! Al enterarse de que la Reina había firmado, la Marquesa, que venía con las de Caín bien provista de instrucciones, puso el grito en el cielo y se llevó las manos a la cabeza, augurando desastres, revoluciones y el Diluvio universal. ¡Buena la había hecho la inocente Reinita! Jugando con el país como con una muñeca más, había firmado su perdición. ¡La Milicia Nacional otra vez cobrando el barato, la libertad de la imprenta despotricando a troche y moche; el ateísmo, la demagogia y cuanto hay de perverso!... Dicho esto por la Marquesa, se alborota todo Palacio. Poco después empiezan a llegar a la cámara Real los señores del margen: Narváez, Pidal, Miraflores, Serrano, el general lindísimo... Pidal, con noble inocencia, llora al saber el desacato que atribuyen a Olózaga, y también derrama una lágrima por el propio motivo nuestro amigo el angélico Frías... En fin, que allí se acordó la exoneración del Ministro, y encausarle y hacerle añicos, y no dejar luego un progresista para un remedio... Poco después llevaron al pobre González Bravo, a quien yo aprecio porque es listo, gracioso, amable y valiente, más valiente que el Cid. De su bravura indomable da testimonio la serenidad con que entró en Palacio, con las uñas todavía ensangrentadas de haber desollado viva a la reina Cristina refiriendo descaradamente los amores con Muñoz y aquellas escenas picantes de Quitapesares y del Pardo... Pues bien: reunido todo el cónclave, allí acordaron lo que se había de hacer para llevar adelante la intriga del modo más airoso. La osadía de Luis les daba esperanzas de éxito... ¡Ah!, un detalle. En el acta de acusación se dice que cuando la Reina manifestó repugnancia de firmar y quiso pedir auxilio, Olózaga se abalanzó a la puerta y echó el cerrojo. Pues la puerta de la estancia en que esto pasaba no tiene cerrojo. Lo sé como si lo hubiera visto y examinado. Pueden ustedes asegurarlo, como yo lo aseguro.
»Continúo. Pues mientras en la Cámara Regia sucedía lo que voy contando, Olózaga tan tranquilo, ignorante de todo. Había pasado el día con Manuel Cantero y otros amigos, entre los cuales me contaba yo, en la Casa de Campo, donde comimos alegres y descuidados... Al volver de la partida campestre, enterose Salustiano de lo que ocurría, fue a Palacio y no le dejaron pasar a la cámara Real, cosa inaudita y que no le dejó duda de su desgracia. El Duque de Osuna, gentilhombre de servicio, le dijo que habiéndose dignado S. M. destituirle, podía retirarse a la Secretaría de Estado, donde encontraría el decreto de exoneración. Al último de los criados se le despide con más miramiento, ¿verdad, señores? En el círculo de la amistad y en la conversación privada, hemos podido hacer confesar a Ángel Saavedra, a Pastor Díaz y al mismo Sartorius, con ser tan arrimadillo a Narváez, que esto es un escándalo, que de la polvareda de esta intriga saldrán terribles lodos, y que los moderados echan el primer borrón en el reinado de esa pobre niña... Otros no quieren confesarlo, aunque en su fuero interno piensan lo mismo, y si pudieran volverse atrás, recoger y retirar todo lo actuado, lo harían de buena gana... Ya saben ustedes, porque cien veces lo hemos dicho, que reunidos en casa de Madoz para examinar despacio el decreto firmado por la Reina, no descubrimos en la firma y rúbrica la menor señal de alteración del pulso, ni que la escritura hubiese sido hecha con violencia... Y vednos aquí en el más extraño y desigual juicio que cabe imaginar, porque no podemos poner en duda la palabra de la Reina, quien, como tal Reina y señora de los españoles, no puede haber dicho cosa contraria a la verdad. Nuestra defensa está en sostener que no hubo violencia para obtener el decreto, y que sí la hubo en la producción del acta y testimonio de Su Majestad. La verdad no se pondrá en claro, y cada cual seguirá creyendo lo que quiera. Pero no quedará bien parada nuestra Soberana, que unos y otros suponemos víctima de una violencia. ¡Qué principio de reinado! ¡Esto da pena! ¡Qué manera de empañar con nuestro vaho la aureola de esa criatura, cuya pureza debe ser fuente de toda autoridad! ¡Qué furia para dar pisotones a esa rosa, y privarla de su aroma y de su color bellísimo!...».