Bodas reales/VII

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Quedose de una pieza D. José, tardando algún tiempo en volver de su engaño, al cual quería dar explicación por su alejamiento sistemático de la atmósfera palatina. Jamás pisó las alfombras de la casa grande; a la Reina y Princesa no las había visto más que en la calle, cuando salían en carretela descubierta a recibir las ovaciones del pueblo. Eran las niñas símbolo precioso de la Libertad contra el Despotismo, y sus dulces nombres, decorados con los epítetos más rimbombantes y poéticos, habían conducido a nuestros ejércitos a las heroicas campañas contra el obscurantismo y la barbarie. A pesar de todo lo dicho por Centurión, le costaba trabajo arrancar de su alma la fe en las angélicas criaturas; que nada es tan poderoso como el amaneramiento, nada perdura tanto como las fórmulas de popular entusiasmo unidas al orden de ideas petrificado en una generación. De los pensamientos graves que D. Mariano despertó en el ex-gobernador de la ínsula, se distrajo este observando los latidos de la nueva revolución que en otoño se estaba preparando ya contra la que triunfara en estío. Fue que los progresistas de los pueblos iban cayendo en la cuenta de que, burlados con travesura y no sin gracia por los enemigos de la Libertad y de Espartero, habían consumado la criminal tontería de lanzar a este del Reino, quedándose todos a merced de un vencedor insolente y amenazados de triste esclavitud. Al proponerse reparar su engaño, no comprendían los infelices que si susceptible de enmienda es un error, no lo es la necedad. Sostenían en algunos pueblos las Juntas su autoridad bastarda, y Barcelona y otras ciudades grandes pedían que se reuniese una delegación de todas y cada una de las Juntas, con el nombre de Central, para que acordase lo concerniente a Regencia nueva o declaración de mayor edad de Isabel II. Con esto sobrevino una turbación honda en las provincias, y descontento de los milicianos desarmados ya o por desarmar; empezaron también a rezongar algunos cuerpos del ejército, y el Gobierno tuvo que desmentir su programa de reconciliaciones, concordias y abrazos, metiendo en la cárcel a infinidad de españoles que días antes fueron proclamados buenos, y ya se habían vuelto malos sólo por querer armar su revolucioncita correspondiente.

Siguiendo con ardiente interés y atención el rebullicio del Centralismo, creía Milagro que ya estaba armado el desquite, y que no tardaría en volver de Londres, traído en volandas por buenos y malos, el gran soldado y pacificador Baldomero I. Pero aquel amago de revolución, síntoma reciente de la diátesis nacional, pasó pronto, y la fiebrecilla de los pueblos remitió sólo con que le administrara algunos chasquidos de su látigo el guapo de Loja. También el orador angélico D. Joaquín María López iba cayendo de su burro, mejor dicho, había caído ya, y suspiraba por volver a su casa, convencido al fin de que no le llamaba Dios por el camino de dirigir a un partido y de gobernar a la Nación. Era hombre de intachable honradez, caballeroso, amante de su patria, en sus convicciones políticas noble y sincero, ambicioso de una gloria pura y desinteresada, mirando al bien general. Carecía de aptitudes para ese arte supremo del gobierno que requiere reflexión, tacto y el don singular de conocer a los hombres y entender los varios resortes de la malicia humana. Su oratoria de caja de música y el ver todos los casos y cosas del gobierno con ojos sentimentales fueron la causa de que no dejara tras sí ninguna idea fecunda, ninguna labor eficaz y duradera. Trajo a su patria, con funesto candor, el barullo y la destrucción del partido del Progreso. Pero si su figura, pasado el tiempo, pierde todo interés en la vida pública, en la vida privada es de las más bellas, dramáticas e interesantes. Mil veces más que la historia de D. Joaquín María López vale su novela, no la que escribió titulada Elisa, sino la suya propia, la que formaron los desórdenes, las debilidades y sufrimientos de su vida, y que remató una muerte por demás dolorosa. Vivió su alma soñadora en continuos aleteos tras un ideal a que jamás llegaba, y en continuas caídas de las nubes al fango; y si su bondad y abnegación en la vida pública le granjearon amigos, sobre sus flaquezas privadas arroja su manto más tupido la indulgencia humana.

Pues, señor: el lento andar de la rueda histórica trajo lo que iba haciendo ya mucha falta: nuevas Cortes, representación fresca del país, que bien a las claras expresó su voluntad favorable a la juventud moderada. En las filas de esta, risueña esperanza del país, descollaba González Bravo, que ya parecía sentar la cabeza y se abrazaba honradamente a la causa del orden, buscando el olvido de los pasatiempos demagógicos con que se abrió camino, y de las bromas pesadas que solía gastar con la excelsa Reina Doña María Cristina. De los demás que al lado de Ibrahim Clarete formaban un entusiasta batallón, muchachos de buenas familias, muy leídos y escribidos, se hablará en lugar oportuno... Lo más urgente ahora es decir que la elección de Presidente fue reñidísima, por no tener mayoría los moderados y presentarse divididos los progresistas. No habiendo reunido bastante número los dos candidatos Cortina y Cantero, echaron al redondel un tercer candidato, Olózaga, que con los votos de los aliados salió vencedor. Pronto se verá que la elección de Salustiano, la res más brava y voluntariosa del progresismo, obedeció a la idea de dar a este muerte ignominiosa; se verá con qué astuta brutalidad le asestaron la estocada maestra, que en un punto quitó de en medio al hombre y al partido.

No se les cocía el pan a las Cortes hasta no declarar la mayor edad de la Reina, y desde las primeras sesiones aplicáronse Senado y Congreso a este negocio, del cual fue primer trámite la proclamación que el Protector, Narváez de Loja, hizo en la Cámara de S. M. ante el Cuerpo diplomático, acto solemne al cual siguió otro en la Plaza Mayor, en que el propio D. Ramón María y el Brigadier Prim, ya Conde de Reus, celebraron con militar pompa y arrogancia la inauguración provisional del nuevo reinado... Ya de tal modo se le agotaba la mansedumbre al bendito López, y tan cargado le tenía su papel de salvador del País y del Trono, que se plantó resueltamente, y no hubo razones que le retuvieran un día más en el Gobierno. Como gato escaldado salió de la Presidencia, y su sucesor fue Olózaga. Todo iba pasando conforme al gusto y a las previsiones de narvaístas y palaciegos, a quienes no faltaba ya más que preparar al nuevo Ministro y cuadrarle bien para que no marrase la estocada.

Acontecimientos tan fútiles no merecen un lugar en la Historia más que a título de engranaje, y si en estas páginas figuran, no es más que por preparar la relación de otros hechos realmente grandes, famosos y trascendentalísimos, como el que a continuación se lee. Fue que una tarde, allá por el 28 de Noviembre, poco después de haber formado D. Salustiano su Ministerio, los amigos de Milagro, que tenían su tertulia política en uno de los principales cafés de la Corte, vieron entrar a D. Bruno Carrasco con el sombrero echado hacia atrás, pálido el rostro, fulgurante la mirada, señales todas de un grandísimo sobrecogimiento del ánimo. Antes de que el buen manchego satisficiera la curiosidad del noble concurso, comprendieron todos que de algún grave suceso se trataba, quizás cataclismo en las esferas, o revolución que por igual ponía patas arriba a todas las naciones de Europa... Dejáronle tomar aliento, beber algunos buches de agua, y luego se supo, con general estupefacción, que D. Bruno traía en el bolsillo el nombramiento de Subdirector de Aduanas. Habíale llamado a su despacho aquella tarde el nuevo Ministro de Hacienda, el honradísimo, inteligente y chiquitín D. Manuel Cantero, y sin preámbulos le dijo que el Gobierno de Olózaga quería rodearse de todos los consecuentes liberales que desperdigados andaban por España, y reclutar buenos españoles donde quiera que se encontrasen. Naturalmente, Cantero, que conocía los méritos de Carrasco y le apreciaba de veras, se acordó de él, y... Nada, nada, que era Subdirector de Aduanas, y ya estaba el hombre medio loco de pensar si aceptaría o no el cargo, pues si de un lado le estimulaban a la renuncia su fidelidad y adhesión a Espartero, de otro pedíanle lo contrario sus ganas de ser útil al país, y de manifestar públicamente en el terreno administrativo su honradez y laboriosidad. El tumulto que armó la noticia no es fácil describirlo: quién felicitaba con terribles voces, golpeando la mesa con los duros vasos, y con botellas y cucharas; quién soltaba pullas, calificando a D. Bruno entre los vividores que saben nadar y guardar la ropa. Alguien sostuvo que D. Baldomero se pondría furioso cuando lo supusiese, y otros opinaron que debía escribirse a Londres sin pérdida de tiempo, pidiendo consejo al Duque sobre lo que se había de hacer. No pudo Milagro disimular su contrariedad, que no llegaba a los tonos de la envidia. Inconsecuente sería Carrasco si aceptaba, a menos que no declarase el Gobierno que la situación era esencialmente progresista y anti-moderada, arrojando sin ningún escrúpulo el lastre cangrejil, y fusilando a Narváez, Serrano, Concha y Prim, por primera providencia... No menos de un cuarto de hora duró la parlamentaria confusión de la tertulia, en la que todos hablaban a un tiempo, mareando y enloqueciendo al pobre D. Bruno más de lo que estaba. La suerte suya fue que le obligó a marcharse el natural deseo de comunicar a su familia la feliz nueva. Salió de estampía, y en el cotarro siguieron zumbando los incansables moscardones, cesantes los unos y sin esperanzas, colocados otros y con el alma en un hilo por el temor de ser arrojados de sus comederos, pretendientes los demás, tenacísimos y fastidiosos, cualquiera que fuese la situación saliente y la entrante. Todos tenían hijos que mantener y ningún oficio con que ganar el pan, fuera de aquel remar continuo en las galeras políticas.

A su casa corrió D. Bruno como una exhalación, y no encontró a nadie. Las señoritas habían ido de paseo con Rafaela, los chicos correteaban con sus amigos, después de clase, y Leandra, desmintiendo en aquellos días sus hurañas costumbres, buscaba fuera de casa el alivio de su honda nostalgia. Obligado a esperarla, y no teniendo a quién comunicar su alegría, se franqueó el señor con la Maritornes, dándole conocimiento del destino y anticipando la idea de que la familia debía mudarse al centro de Madrid, pues no era cosa de que tuviera él que andar media legua todas las mañanas para ir al Ministerio; ni cómo había de llevarle la criada el almuerzo a tan larga distancia. Era costumbre y tono que los empleados almorzasen en la oficina, y que después pidieran el café al establecimiento más cercano. Luego fumaban un rato, leían el periódico y... En estos risueños pensamientos el hombre se adormecía, renegando de la tardanza de su digna esposa...

La cual entonces había contraído una dulce amistad, que era su pasatiempo más grato. Andando por paradores y tenduchos, tropezó con una paisana, del Tomelloso, propietaria de una colchonería en la calle del Ángel, y hablando de la tierra, iban apareciendo mujeres, hombres y familias que habían tenido el honor de nacer en la felice Mancha. En el término de esta cadena de relaciones y conocimientos halló Doña Leandra a una pobre señora que había visto la luz en Aldea del Rey, lugar del propio Campo de Calatrava, con lo que resultaba un paisanaje más familiar, casi con honores de parentesco. Era la tal Doña María Torrubia, viuda de un tratante en ganado de cerda, y había pasado en poco tiempo de una holgada posición a la más humilde y lastimosa, pues vivía de un humilde tráfico: vender torrados, altramuces y piñones para los chicos; para los grandes, yesca, pedernales y pajuelas. Todo su comercio lo llevaba en dos cestas colgadas de uno y otro brazo, y con él se instalaba en la Fuentecilla o en la Puerta de Toledo, en el puente los días de fiesta. En cuanto las dos mujeres se echaron recíprocamente la vista encima, reconoció cada cual en la otra el aire y habla de la tierra, y por cariñosa atracción instintiva se abrazaron, con lágrimas en los ojos. Rápidamente se dieron las informaciones precisas, nombres, linaje... y resultaron, ¡ay!, parientes, pues si Doña María era Quijada por su madre, Doña Leandra tenía sangre de Torrubia por el segundo grado de la línea paterna. Enumeró Doña María todas las familias enlazadas con los Carrascos y los Quijadas, y a Doña Leandra no se le olvidó en la cuenta ninguno de los parientes y deudos de la Torrubia ni de su difunto esposo, Mateo Montiel, a quien Bruno había tratado íntimamente. Dos horas emplearon en hacer el censo de población del Campo de Calatrava, no escapándoseles familia rica ni pobre. Daba cuenta Doña María de las casas y posesiones de los Quijadas en Peralvillo, enumerando las granjas, paneras, abrevaderos, palomares, corrales y hasta los pares de mulas. ¡Ay! Doña Leandra veía el cielo abierto, y no habría parado en tres días de platicar de materia tan sabrosa.

Separáronse las improvisadas y ya cariñosas amigas con promesa formal de reunirse todas las tardes en el Campillo de Gilimón, donde la Torrubia tenía su mísero alojamiento, junto a la tienda de un pajarero llamado Juan López, de apodo Sacris, por haber sido en su mocedad lego, y después muy metido entre curas, hasta que adoptó la industria de cazar y vender pájaros. Las horas muertas se pasaban las dos mujeres, sentaditas en los grandes pedruscos que forman poyo junto a las casas, o en el pretil que cae sobre el vertedero. Allí tomaban gozosas el sol poniente hasta su último rayo, sin dar reposo a las lenguas, trayendo a una recordación entusiasta las cosas buenas de la tierra: las excelentes comidas, superiores a todo lo de Madrid; la hermosura del campo, lleno de luz, y la deliciosa sequedad, la tierra dura sin árboles; los ganados y las personas, indudablemente más honradas y verídicas que las de la Villa y Corte, donde todo era mentira y ladronicio. Jamás se agotaba el tema, y cuando la memoria de Doña Leandra flaqueaba, la de Doña María, por remontarse a tiempos más distantes, era más enérgica y vivaz en el descubrimiento de las manchegas perfecciones.

Una tarde, después de ponderar la fortaleza y el rico sabor de las aguas de allá, dijo Doña Leandra: «Y habrá usted observado, como yo, que aquí el jabón no lava... Yo me restriego las manos hasta despellejarme, y nada... Este condenado jabón no limpia, y la ropa nos la traen las lavanderas con viso amarillo y sin la blancura que saca en nuestra tierra. ¡Vamos, que cuando me acuerdo del jabón que fabrica en Daimiel Norberto Casales...!, que es primo mío, por más señas...».

-Y sobrino segundo o tercero de mi difunto... ¡Aquel es jabón... sí, señora!

-¿Se acuerda? Blanco y rosadito como la nácar, con su veteado azul... Deja la ropa y las manos como si acabaran de nacer... ¿verdad?

-Verdad. Mas yo creo que aquí no se limpia una por mor de las aguas -dijo la Torrubia mostrando sus manos, que sin duda necesitaban la corriente del Jordán para descortezarse-. Sobre que da dolor de tripas, el agua de Madrid no tiene aquel líquido, ¿verdad?, aquel...

En esto llegó corriendo la Maritornes para decir a Doña Leandra que el señor había llegado y la esperaba...

«Chica, me has asustado... ¿Qué... ocurre algo?».

-Lo que hay es cosa de oficina, y de que tengo que llevarle el almuerzo -replicó la alcarreña-. Venga, señora, pronto, que el amo está contento... Mus muamos...».

Echose a la cabeza Doña Leandra el pañuelo negro, que en el calor de las alabanzas del manchego jabón se le había caído, y toda medrosica y anhelante, barruntando nuevas tristezas, invocando a la Virgen Santísima y a los santos de su devoción, enderezó los pasos a su casa, donde D. Bruno, con solemne y conmovida palabra, le dio la noticia del feliz nombramiento.