Bodas reales/XIX

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Pues un domingo por la tarde, volviendo de una placentera visita en Caballerizas, se corrieron Doña Leandra y Doña Cristeta hacia la Encarnación con ánimo de rezar; pero tuvo más fuerza en el ánimo de la camarista el apetito de golosinas que la devoción, y lo que hicieron fue comprar torrados y avellanas, y sentarse a roer y mascullar y escupir en los propios escalones de la iglesia, como dos chiquillas. A entrambas era muy grata aquella libertad, el perderse entre la multitud sin que nadie las conociera, y respirar el ambiente popular en que habían nacido. Con sus vestiditos de merino negro y su facha de honradas y limpias menestralas, creían desenvolverse mejor en el humano carnaval; y si Doña Leandra se conceptuaba siempre palurda manchega, en medio del bullicio y galas de la Villa y Corte, Doña Cristeta era una demócrata inconsciente, sin sospechar que pudiera existir incompatibilidad entre sus aficiones plebeyas y su intensísima fe monárquica.

«¡Qué bien estamos aquí -dijo a su amiga-, y cómo me gusta que la tengan a una por nadie, y que no nos hagan ningún rendibú! Cuando una ha vivido años y años dentro de la etiqueta, gran suplicio, coge con más gana la libertad... y hasta se alegraría de ser pueblo, como quien dice».

-Pero los que se regostan a palacios -observó Doña Leandra-, no se hallan en cabañas. Y a usted la tira tanto el señorío, que si no pudiera de vez en cuando meter la nariz en la casa grande y oler lo que allá guisan, se moriría de pena.

Agregó Doña Leandra que le interesaba el casamiento de Su Majestad, por las esperanzas que tenía de trasladarse a Peralvillo en cuanto aquel se celebrara, y pidió a su amiga informes veraces acerca del novio preferido, pues nadie como ella debía de estar al tanto, por la razón de su mete y saca en Reales cámaras y camarines.

«Claro es que lo sé todo, amiga mía -dijo Cristeta-; pero el hábito de la reserva, que fácilmente se adquiere en los palacios, como se aprende la fineza del oído, nos cierra la boca. Si usted quiere que yo abra la mía y le cuente las verdades que sé, ha de prometerme no repetir lo que me oiga, y guardarlo de todo el mundo, hasta de su propio marido».

-Bien puede tener confianza, Cristeta, que yo soy un pozo. A todo me ganarán otras; pero a callar no ha nacido quien me gane.

-Habrá usted oído hablar por ahí de Trápani, de Montemolín, de Aumale, de Coburgo...

-De sin fin de príncipes oigo hablar, que quieren que los casemos con nuestra Reina. Parece un cuento de niños. Y la verdad, por lo que me dijo Lea, yo creí que el preferido era el de D. Carlos.

-¡Patraña! Los carlistas son tan cándidos que se creen las mentiras que ellos mismos echan a volar. Es un partido de hombres valientes, pero sin malicia. En cuanto a Trápani, si en un tiempo se pensó en él y lo apoyaba su hermana la Reina Cristina, ya está desechado. Es un pobre seminarista de tan poco meollo, que no sabe más que ayudar a misa, y eso mal. ¡Vaya un Rey consorte que nos querían traer! Aumale es muy guapo, muy galán; pero como hijo del Rey de Francia, no puede dar su mano a Isabel, porque las otras potencias son muy celosas entre sí, y si vieran a un francés en el Trono español, no era cisco el que se armaba. Del Coburgo ¿qué quiere usted que le diga? Pertenece a una familia ducal de Alemania que se dedica a la cría de maridos de Reinas, y los proporciona y suministra de todos precios, bien educaditos. Los chicos esos tienen mérito; pero que perdonen por Dios: la Reina de toda una España no es bien que a surtirse vaya en ese mercado. Tampoco hacen camino los príncipes portugueses, por ser de una nación chica, que nos tiene comida toda la parte del occidente de nuestra Península, y además se hallan muy unidos a la enemiga de toda la cristiandad, que es la Inglaterra, esa puerca, ya lo sabe usted, a quien dan el mote de la pérfida Albión.

-He oído ese mote y otros: a la Francia la llaman la Monarquía de Julio. Pártame un rayo si lo entiendo.

-Son maneras de decir de los periodistas. Hay que fijarse mucho para estar al tanto de las muletillas que ahora se usan para nombrar las cosas. ¿Sabe usted lo que es La Puerta? ¿Y el Gabinete de las Tullerías, sabe lo que es?... Pero no nos entretengamos en esto, y vamos al casamiento, que será conforme a la voluntad de Dios, y tendremos de Rey a un príncipe español, de quien puedo dar informes como no los dará nadie, pues estos brazos le han zarandeado de niño, y estas manos le han dado las sopitas más de tres y más de cuatro veces... ¿y quién sino yo le puso los primeros calzones?

-Ya sé de quién habla usted, Cristeta, pues ya me ha contado que sirvió a esa señora princesa, de cuyo nombre no me acuerdo, hermana de la Reina Madre, la cual fue esposa del Don Francisco que vive en la calle de la Luna, y madre de unos principitos y princesas que no sé cómo se llaman, porque en todo esto de personas Reales estoy yo poco fuerte.

-Es la Infanta Carlota, mi señora, a quien serví desde que a España vino, la que tiene celebridad en todo el mundo por haberle dado a Calomarde la más tremenda bofetada que ha recibido cara de ministro.

-Ya recuerdo lo que usted me contó... Fue brava acción, poner patas arriba a un ministro del Rey, y no creo que se haya visto otra en Cortes de la Europa universal.

-Era un genio tan vivo la Infanta, que no podía ver injusticias y maldades sin correr a ponerles remedio. Su hermana era entonces una cuitada, y si no es por mi señora, le birlan aquellos culebrones la corona de su hija. ¡Ay qué Doña Carlota! Tan fácilmente se le remontaba la sangre a la cabeza por cualquier motivo, que teníamos que contenerla y amansarla: su prontitud nos asustaba, su resolución no admitía réplicas, y si no hubo discordias y altercados en la familia, fue porque mi señor Don Francisco era y es tan bueno, que no ha conocido usted pedazo de pan que se le iguale. Murió la señora en mis brazos hace un año y nueve meses, y aún le llevo luto, porque la quería, y ella por mí tuvo siempre debilidad. Fui yo la persona de su mayor confianza. Tan buena era conmigo, que me daba licencia para que la aconsejara y aun para que la reprendiera, y yo fui quizás la única persona que se atrevió a decirle: «Señora, es cosa muy fea que Vuestra Alteza se ponga de puntas con su hermana, y que una y otra se tiroteen con pullas y sarcasmos muy inconvenientes y muy impropios, aunque sean dichos en lengua italiana. ¡Vaya, que dos princesas, la una en el escalón más alto del Trono, la otra en el segundo, tratarse como tales y cuales, siendo además hermanas, y habiendo nacido de Reyes, y en un Trono como el de las Dos Sicilias!...». Su mismo marido no se cuidaba de cortarle los vuelos, porque también él estaba muy quemado con Cristina y los Muñoces, que de ahí le venía la tos al gato, de los intrusos de Tarancón que nos revolvieron todo Palacio... Le cuento a usted, querida Leandra, estas menudencias para que las sepa y calle, pues no es bien que se divulguen, aunque, por arte del diablo, ya salieron en papeles de Francia y de España... Las dos hermanas se adoraban, y luego vinieron a ser el agua y el fuego, porque desde que se casó secretamente, Doña María Cristina daba de lado a mi señora y a los hijos de mi señora... cosa natural, ¿verdad?, porque cada cual mira por lo suyo... A Carlota le decía yo: «Resígnese Vuestra Alteza y admita lo que llaman los políticos los hechos consumados. Cierto que la ventolera de Su Majestad por el buen mozo de Tarancón no está bien si la miramos por el lado Real, o dígase divino, que cierta divinidad tiene el derecho de los Reyes; pero si miramos el caso por lo humano, pues el fuero de humanidad no puede negarse a las personas coronadas, ¿qué hay que decir? Joven es Cristina y hermosa como un sol, llena de salud y de vida, y tan lozana que no sería discreto negarle segundas nupcias. Y no me diga Vuestra Alteza que fue el demonio quien puso en su camino al D. Fernando Muñoz, joven como ella, guapo y fuerte. Estas cosas no las hace el diablo, que todo ello es composición y concierto de las leyes que llaman naturales. Pues qué, ¿había de estar condenada una mujer como Cristina a recrearse con la memoria del feísimo y mal encarado Rey D. Fernando, que santa gloria haya, y a tener toda su vida el pensamiento embebecido en el recuerdo de las narizotas de Su Majestad y de su Real cuerpo, que en vida dicen que estaba medio corrupto? Esto no podía ser. Pongámonos en lo juicioso y natural. Si Doña Cristina gustaba de alegrar su juventud con un nuevo matrimonio, ¿qué remedio tenía más que tomar hombre, eligiendo el que cautivaba su alma? Dicen que por qué no eligió novio de más alta alcurnia. ¡Ay!, el corazón no entiende de jerarquías, y una vez metida Su Majestad en lo morganático, ¿qué más daba que tuviese cuatro cuarteles o que no tuviese ninguno? ¿De dónde arranca la nobleza más que de la voluntad de los Reyes? Pues desde el momento en que D. Fernando se introducía en el corazón de la Reina, allí se encontraba todas las ejecutorias, grandezas y blasones, y podía libremente coger lo que más le agradase...». Esto le decía yo a mi señora para sosegarla; pero ¡ay de mí!, no me hacía ningún caso, y a mis razones contestaba con las desvergüenzas de la murmuración corriente acerca de Muñoz. Que si el estanquero su padre, que si la tía Eusebia su madre, que si los hermanos, que si vino, que si fue, que si estuvo de mozo en una tienda para barrer el suelo y fregar el mostrador. Mentiras todo ello, y hablillas de la gente envidiosa, pues con mirar al marido de la Reina Madre y ver su figura, sus modales y elegancia, se ve que es de buena familia y que le han criado en finos pañales.

»Lo peor del caso, amiga querida -prosiguió Cristeta, tomado aliento y limpiado el gaznate-, es que yo, con la mayor inocencia, fui la primera persona que supo en Palacio el devaneo de Cristina, y no sólo fui quien primero lo supo, sino algo más, Leandra, pues a mí me escogió la Providencia, ¡triste sino el mío!, para que abriese la puerta por donde entró la flecha de Cupido que había de traspasar el corazón de la Reina. Yo llevé a Palacio a la modista Teresa Valcárcel, fundamento de todo este enredo; tras de la modista fue el guardia D. Nicolás Franco, que la cortejaba, y con Franco se coló su amigote Muñoz, bien inocente de que la Reina, sólo con verle, se prendaría de él. De modo que aquí me tiene usted oficiando de causa histórica, porque si yo no hubiera llevado a la modista... saque la consecuencia... a estas horas la historia de España llevaría en sus hojas cosas diferentes de las que lleva. Pues bien: cuando ocurrió lo de Quitapesares... ya se lo he contado a usted... la escena preparada por la Reina para vencer la gravísima dificultad de romper el silencio de amor, y hablar... vamos, a cualquiera le doy yo este compromiso... pues quien primero tuvo en Palacio noticia de tal escena fui yo, por un guarda que vio pasear solos a la Reina y a D. Fernando, y lo refirió a mi marido, que entonces era contador segundo de la Intendencia, y naturalmente, Nicolás me trajo el cuento... Yo, que siempre he mirado a la conciencia antes que a nada, me guardé muy bien guardado el secreto, hasta que empezaron a correr por Madrid y por Palacio rumores graves, malignos de toda malignidad, como que Muñoz paseaba en una berlina muy elegante y tenía casa puesta, lujosísima; que llevaba en la pechera y en la corbata alhajas pertenecientes al difunto Rey... qué sé yo... Lo de las alhajas lo dudo... yo no las vi, ni he conocido a nadie que las viera... Pero ¡ay!, es tan malo el público... ¡Qué perro es el público ¿verdad?, y cómo le gusta ver caídas las cosas más bellas, y pisotearlas si le dejan...! No le quiero decir lo volada que se puso mi señora. Finalmente, por las relaciones y amistades de mi marido supe que nuestro amigo D. Marcos Aniano González y el Sr. D. Miguel de Acevedo, pariente de mi Nicolás, andaban arreglando el negocio de casar a la Reina, y la casaron, sí, el día de los Santos Inocentes de aquel año de 1833, lo que no fue poco dificultoso, pues el Nuncio se lavó las manos, y un Obispo a quien trataron de catequizar dijo fu... Pero, en fin, hubo matrimonio, y la ley de Dios vino a santificar el caso, y a poner a nuestra Gobernadora en el punto de honradez que le correspondía. Cuando la Infanta lo supo, hube de echar todos los registros para calmarla. 'Pero repare Vuestra Alteza en que más que de vituperio es digna de alabanza la Reina, porque de otras hablan las historias que se divirtieron cuanto les dio la gana, guardando el desvarío debajo de siete capas, o haciendo de él público alarde, con desvergüenza, y esta empieza por mirar a Dios, por temerle y guarecerse dentro del Sacramento, para que nadie pueda poner en su fama el borrón más mínimo. Celebremos que ello vaya por los caminos cristianos'. Y viendo que estas y otras razones no bastaban a moderarle el genio, se encalabrinó el mío, que también lo tengo, sí señora, cuando me apuran, y cegándome más de lo que el respeto consentía, me arranqué con la verdad y le dije: 'Señora, no sea Vuestra Alteza tan gazmoña, que si Vuestra Alteza se encontrase en caso semejante al de su hermana, lo haría peor'.

»Creí que me mandaría salir de su presencia; pero no fue así. Apagados de repente por aquel súpito mío tan irreverente los fuegos de su enojo, masculló algunas palabras, echose a reír y hablamos de otro asunto.