Bodas reales/XVI

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Si Eufrasia ne pouvait se consoler du départ de Terry, y allá se iba con Calipso en la intensidad de su pena, aventajaba por de contado a la Diosa en el arte para disimularla. La pena y el disimulo de la manchega eran cuentas con el Destino, que pagaba el pobre Ordóñez de Castro, a quien la moza oprimía con un dogal, y cada día le daba una vuelta para tenerle más ahogadito y con mayor rendimiento. Consoló a Eufrasia de su amargura cierta epístola que Terry escribió a un amigo desde el Barranco Jaroso (donde con otros negociantes, ingenieros y geognostas examinaba unos riquísimos filones), en la cual decía que la moreniya no se apartaba de su memoria, y que al regreso a Madrid trataría de volver a su buena gracia (con galicismo y todo). Súpose después que D. Emilio, habiendo recorrido varias pertenencias andaluzas y terrenos que acusaban la capa argentífera o plomífera, se fue a Málaga, y en un vapor se embarcó para Londres. A la entrada de invierno volvería.

El verano fue tan largo como fastidioso para las manchegas, no sólo por el exceso de calor, sino porque habiendo marchado Jenara a Sigüenza, se quedaron casi solas en los días caniculares, sin más recurso que dar vueltas en el Prado con D. Bruno, o con la familia de Don Serafín de Socobio, llorando el alejamiento de señoras, caballeros y dandys con quienes tenían amistad. Ordóñez de Castro voló al Puerto de Santa María, desde donde a su amada endilgaba cartas llenas de languideces. El novio de Lea, de quien se hablará pronto, andaba también por esos mundos con la tropa que acompañó a la Reina a las provincias vascongadas; y Rafaela, que comúnmente no salía, se fue por un mes a Navalcarnero. Arreciaron en aquel tristísimo verano las persecuciones contra revoltosos, y la policía, olfateando dónde guisaban motines, metiéndose con los conspiradores de profesión y atropellando a más de un inocente, no dejaba respirar a los pobres habitantes de la villa, medio asfixiados de calor. Narváez seguía fusilando, deseoso de obtener un orden perfecto; pero a medida que disminuía en España el número de los vivos, el orden se alejaba más, cubriéndose el rostro con un velo muy lúgubre. Era una delicia en aquellos días ser español; y ser madrileño, con la añadidura de haber pertenecido a la Milicia Nacional, más delicioso aún. A un pobre sastre de la calle de Toledo, llamado Gil, que al paso de los polizontes calle abajo tiró desde el piso tercero un ladrillo sin descalabrar a nadie, le cogieron, y por primera providencia le fusilaron despiadadamente. ¡Pobre Gil! ¡Quizás pensaría, cuando le llevaban a la muerte, que con su sangre y la de otros escribían los moderados la Constitución despótica llamada del 45, y que toda aquella sangre reviviría en la Historia produciendo al fin la resurrección de los hombres sacrificados!

Algo de esto pensaba D. Bruno, en su discurrir de cortos vuelos; pero como adormecido le tenía su singularísima situación política y social, no expresaba ideas tan audaces en el casino. Por aquellos meses, la diligente amistad de D. Serafín le consiguió la liquidación del asunto del Pósito, y cobró el hombre unos cuantos miles de reales, que aunque no eran ni la mitad de lo que esperaba, pareciéronle llovidos del Cielo, y con ellos tapó algunas de las enormes grietas que en su caudal abría la dispendiosa vida de Madrid. Había perdido ya el hombre la noción clara de los intereses, ignorando lo que gastaba y lo que poseía. Las rentas de la Mancha mermaban, y algún arrendatario se permitía morosidades escandalosas: deber de D. Bruno era dar una vuelta por allá; mas cuando lo pensaba, le invadía la pereza, la terrible parálisis de su voluntad, fomentada incesantemente en el casino y agravada con otras distracciones que cargaban de plomo sus miembros y su no muy viva inteligencia.

Octubre, predilecto mes de Madrid, trajo el retorno de los veraneantes, el brillo de las nuevas modas, la alegría de los teatros, la General animación y vida. Periodistas y revisteros llamaban a la juventud a las diversiones y fiestas de otoño, diciendo: «Ya nuestras bellas se aprestan a engalanar las noches del Circo, del Liceo y de la Unión». Era muy común entonces que el ingenioso cronista de salones y de teatros invocase al sexo femenino con la familiar denominación de nuestras bellas; también solían decir nuestras leonas, desconociendo lo que significaba en la sociedad parisiense la voz lionne, aplicada a las mujeres que deslumbraban a la sociedad con su elegancia original y a veces extravagante, así como con el desenfado de sus costumbres. Ofendían a las mujercitas de acá llamándolas nuestras leonas, y más acertado fuera que las llamaran nuestras gatas o nuestras perritas... Pero, en fin, el nombre importa poco, y daba gusto ver a nuestras leonas o cachorras embistiendo a los teatros, ya se diera en ellos drama, ópera o baile. Reapareció entonces el dandy, paquete, lion, fashionable, o como nombrársele quiera, D. Esteban Ordóñez de Castro, y Eufrasia tuvo ya con quién divertirse mientras le llegaba el santo de su completa devoción. Más dichosa que su hermana fue Lea, a cuyas faldas se pegó de nuevo su fiel novio Tomás O'Lean, que a los veinticinco años era ya teniente coronel, habiendo alcanzado sus mayores adelantos desde los pronunciamientos del 43. ¡Qué brillante carrera! Espartero se fue dejándole teniente a secas, y en dos años de trifulcas intestinas, sirviendo con Serrano en Cataluña, con Concha en Andalucía, ayudando a la cacería de Zurbano, había ganado el hombre tres empleos y cinco grados, amén de varias cruces que eran testimonio de su heroísmo. Siguieran las locuras de Marte en nuestro suelo, y Tomás O'Lean sería general. No podía soñar Lea mejor partido, y muy satisfecha estaba de su conquista, porque el muchacho, al aprovechamiento militar unía las ventajas de un carácter cortado para el santo matrimonio: mansedumbre, juicio, hábitos económicos, y para colmo de felicidad, una hermosa figura.

Ni aun en los tiempos del Regente fue O'Lean entusiasta del Progreso; antes bien sus amigos le tenían por arrimado a la cola, atendiendo más a las aficiones religiosas del oficial que a las políticas. Perteneciente a una familia de origen irlandés, extremada en el monarquismo y en la piedad, conservó siempre la característica de su abolengo, y en un tris estuvo que defendiera la causa del Pretendiente. Como los O'Donnell, los O'Lean se dividieron, repartiéndose entre las dos legitimidades: dos hermanos de Tomás pelearon en la facción, al lado de Zumalacárregui y de Zaratiegui; pero él, traído a la bandera cristiana por su tío D. Anselmo, grande amigo de Córdoba, empezó a servir el 36 en un regimiento de la división de Oraa, y siempre se mantuvo fiel a la disciplina y al honor. Huérfano de padre, vivía Tomás con su madre, vascongada de mollera dura, de los Emparanes de Azpeitia, señora muy tiesa, rigorista en lo social, arrebatada de fanatismo en lo religioso. No fue poca suerte para Leandra Carrasco que Doña Ignacia, a quien como a presunta suegra reverenciaba, aprobara el noviazgo de su hijo, que si así no fuese, poco le durara el contento a la señorita manchega. Tenía Tomás el don de simpatía por su afabilidad y dulzura, y aunque entre sus muchos amigos habíalos de distintos colores, descollaban en su afecto los de matices tristones y sombríos; frecuentaba la redacción de La Esperanza, y el fundador y director de esta, D. Pedro La Hoz, hombre de austeras virtudes, escritor castizo, profundo, sólido y sincero, aunque de estilo un tanto mazacote, profesaba a la madre y al hijo singular estimación.

Pero la esfera de las amistades de Tomás O'Lean era vastísima, y extendíase a los círculos juveniles más interesantes. Loco por la música, con excelente oído y retentiva prodigiosa, figuraba en la trinca de melómanos (que ya entonces se llamaban dilettantis) más ruidosa y más inteligente de Madrid. Eran todos chicos de buena familia, que tenían a gala no perder función de ópera y andar siempre entre cantantes italianos, maestros y directores de orquesta. A los estrenos de ruido en teatros de verso iban puntuales, siempre que no había novedad o atractivo grande en los de ópera. No eran estos jóvenes la más grata compañía ordinariamente, porque a menudo poníanse a disputar sobre los méritos de estos o los otros virtuosos, o las excelencias de tal o cual ópera, y como era inevitable agregar los ejemplos a las teorías, cantaban y tarareaban hasta volver locos a los que tenían la desdicha de asistir a sus reuniones. En el café de Amato, calle de la Montera, donde aquel año ponían los atriles por tarde y noche ocupando tres mesas, no había quien parara. Conocían el repertorio italiano entonces vigente mejor que el que lo inventó; algunos descollaban de tal modo en la retentiva, que decían una ópera desde el coro de introducción hasta el final. Quién ensalzaba el Roberto Devereux; quién el Rolla o Maria di Rohan; aquel no permitía que le tocasen a Bellini, el único, el ángel de la melodía; estotro, haciendo gala de su voz abaritonada, soltaba el Cruda funesta smanie de Lucia, y un chico de Jaén, bajo profundo, repetía las graves notas del Mosé: Eterno, inmenso, incomprensibil Dio. Los más felices en la canora trinca y los más envidiados de sus compañeros eran los que tenían entrada franca en los escenarios, y trataban a Ronconi y a Guasco, obsequiaban a la Tossi o a la Bertollini-Raphaelli, y tuteaban a Becerra y a Salas; los que estimando la amistad de los directores Basilio Basili y Skoczdopole más que la de príncipes y magnates, conocían por ellos los proyectos de las empresas. Sin cesar se oía: «Positivamente en Noviembre tendremos a Moriani...». «Se habla de Paolina García para la primavera...». «Se preparan dos nuevas óperas de Verdi, Attila y Juana de Arco...».

Entusiasta del divino arte, y amante ardoroso de las glorias patrias, el dilettantismo perdía la chaveta cuando algún músico español componía ópera más o menos italiana, aspirando al lauro universal. Desde que la del joven maestro Espín, Padilla o el asedio de Medina, se puso en ensayo, andaban nuestros melómanos hechos unos orates, alabando sin medida la composición de que sólo retazos conocían, anticipando por calles y cafés tal o cual frase melódica, y presagiando el éxito más resonante y feliz. Todo ello se cumplió conforme a los deseos del furioso dilettantismo. Fue aclamado Espín como digno émulo de Bellini y Donizetti, y se tuvo por cierto que Padilla daría la vuelta al mundo. Pero ya entonces había Pirineos para la salida del arte, aunque estaban abiertos para la entrada, y Espín se quedó en casa, como los artistas que le habían precedido y los que en las siguientes décadas crearon la zarzuela. El mal gobierno y las revoluciones estúpidas, desacreditando a la raza y permitiendo que cundiese la engañosa fama de su esterilidad, son culpables de las terribles aduanas que en todas las fronteras de Europa cierran el paso a las artes de nuestra tierra.

Los maestros incipientes, como Oudrid, solían agregarse al coro entusiasta de la pandilla musical, ya en el estrecho café de Amato, ya en el del Príncipe o en la pastelería de Lhardy, y lo propio hacía el más joven de los tenores italianos de la compañía del Circo, Enrique Tamberlick, que aquel año había hecho su debut con Parisina d'Este. Los conciertos privados en casa de Soriano Fuertes estrechaban las amistades, enardecían y exaltaban la fe de la religión musical: allí Oudrid, excelente pianista, daba las primicias de la Jota aragonesa con variaciones y de la Fantasía sobre motivos de Maria di Rohan; allí Tamberlick soltaba los alientos de su voz bravía, cantando trozos de compositores olvidados de viejos, o desconocidos aún de nuestro público, como Cimarosa, Paësiello, Spontini, y les revelaba la maravilla del Don Juan de Mozart, en que algún dilettanti de los más avisados vio la matriz del drama lírico. Este fue Tomás O'Lean, que por tal motivo tuvo con sus compañeros tremendas agarradas, sosteniendo que en conocimientos musicales marchábamos con medio siglo de retraso. Poseedor de alguna erudición en el arte de Euterpe, adquirida en libros y papeles extranjeros, el ilustrado joven hablaba de Mozart, que aún no nos habían traído; de Weber y Gluck, que probablemente no vendrían nunca; y por último, para confundir más a la entusiasta cuadrilla, hacía mención de las grandes obras sinfónicas, y soltaba como una bomba, produciendo estupor y escándalo, el endiablado nombre de Beethoven.