Bodas reales/XXV

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Claramente vieron ya Lea y su madre que resultaba cierta la conjura, y que el buen señor estaba metido hasta el cuello en aquel enjuague revolucionario. Por Rafaela y por Jenara, así como por la cariñosa amistad del señor de Socobio, sabían a diario todos los incidentes de la sublevación gallega, y del punto que más les interesaba les dio noticias tranquilizadoras el mismo D. Serafín. Carrasco no había ido a Galicia, como al principio se temió: en Madrid permanecía, y en lugar tan seguro que bien podía la familia desechar toda inquietud. Por el lenguaje y la sonrisa de Socobio al expresar estas seguridades, comprendieron las manchegas que en la propia casa del tal se guarecía el conspirador abortado, y Doña Leandra daba gracias a Dios por tan notorio beneficio, pensando que obran cuerdamente los políticos que antes de conspirar se proveen de buenas amistades en uno y otro partido. Así son más eficaces los alumbramientos que vienen bien y menos temibles los malos partos.

De la marcha del alboroto gallego tenía diariamente Eufrasia fieles noticias en casa de la viuda de Navarro, a donde iban Rafaela y su marido las más de las tardes al volver de paseo. Sabíase que al frente del movimiento figuraba un comandante llamado Solís, joven, entendido, valiente, liberal y caballeresco. Según la pintura hecha por Terry, que de sus viajes le conocía, era el nuevo adalid tan poeta como algunos de sus predecesores, no porque hiciera versos, sino porque veía la política y las revoluciones en artística y sentimental forma, imaginando las acciones y los principios antes que razonándolos. Su juventud, su hermosa figura melancólica, dábanle más semejanza con los vates que con los políticos. Oído esto, todos los presentes empezaron a enumerar las distintas celebridades de nuestra tierra que habían poetizado la vida pública, resultando al fin que antes que alzarse como héroes caían como mártires, sacrificados por su propia fantasía y generosidad. A todos agradaba este coloquio, menos a Rafaela, que palidecía y pestañeaba, como turbada de los nervios, al oír tales comentarios de la historia de su tiempo, y si algo decía era para llevar a otro asunto la conversación. ¡Y qué hermosa estaba la Perita después de su casamiento! Algo más abultada de carnes, sin perder su esbeltez ni la flexibilidad de su airoso talle, en su cuello de alabastro y en su rostro de perfecto estilo Pompadour o Watteau, parecían haber colaborado como artífices todos los amorcillos de abanicos y porcelanas. Entre el artificio y la verdad, entre los afeites y el colorido y pasta naturales, ninguna crítica, por sagaz que fuera, podría encontrar diferencias ni separar lo vivo de lo pintado.

Por Socobio, cuyas visitas constantes agradecía mucho Doña Leandra, supo esta que la conjura de Madrid se daba por fracasada, y que a los autores de ella no se les perseguiría más que de fórmula, en razón de su candidez inofensiva; supo también que lo de la Coruña, imponente al principio, se descompuso felizmente por la impericia y sentimentalismo de Solís, cuyas delicadezas eran impropias de la violencia revolucionaria; que por considerar demasiado a Puig Samper, su jefe antes de la rebelión, hubo de cederle Solís las ventajas de una excelente posición estratégica; que divididos los rebeldes y fatigándose en marchas y contramarchas, dieron tiempo a que el Gobierno se previniese, cambiando a Puig Samper por Villalonga, y mandando contra los gallegos a un general joven, ganoso de adelantos en su carrera, D. José de la Concha; que el sublevado de Vigo, comandante Rubín, que al parecer operaba en combinación con Solís, resultó un rebelde incoloro y equívoco, dando lugar a que se le creyese traidor a la causa; que si en efecto el infante D. Enrique alentaba con su presencia en la Coruña, a bordo del bergantín Manzanares, el descabellado alzamiento, tuvo el Gobierno buen cuidado de mandarle levar anclas, conminándole con severos castigos si a la vela no se daba prontito para las costas de Francia; que avanzó Concha; que cogido entre dos fuegos, no lejos de Santiago, el pobre romántico Solís, fue derrotado, quedando cautivo con los oficiales que seguían su rebelde bandera liberal, enriqueña y antinapolitana, y gran parte de sus infelices soldados; y por fin, supo que al ser conducidos a la Coruña los pobres vencidos, se dio orden de que les remataran en el camino, para evitar el duelo y consternación de una grande hecatombe en la capital gallega. En un pueblo antes desconocido, el Carral, célebre desde entonces como teatro de una de las mayores barbaries del siglo, fueron sacrificados por tandas Solís y sus compañeros, jóvenes todos, llenos de vida y de ilusiones generosas, víctimas de una idea, culpables de un delito cometido impunemente una y otra vez por los que les mandaron fusilar. Veintidós víctimas cayeron, inmoladas por leyes que carecían de toda virtud y de toda majestad, y no eran más que un convencionalismo hipócrita, espantajo que figuraba el rostro y vestidura de la Justicia. Con dichas leyes fusilaban hoy los fusilables de ayer, y mataban los moralmente muertos. La fortuna y el éxito eran la razón única de que entre tantos criminales, unos fueran asesinos justicieros y otros víctimas culpables.

Mes y medio y algunos días más, según los documentos más autorizados, duró el eclipse del buen D. Bruno, y también anduvo haciendo la mascarita D. José del Milagro, que sólo se dejaba ver de sus hijas a las altas horas de la noche, embozado hasta los ojos, con peluca y sombrero estrafalario que a un figurón de teatro le asemejaban. Más seriamente guardaron su incógnito Carrasco y Centurión, haciendo el papel airoso de andar en negocios por países extranjeros, sin comunicarse más que con sus familias, y esto con remilgadas precauciones. Salieron al fin de sus escondrijos, afectando un cierto paso y actitud teatrales, pues aunque el Gobierno no se metía con ellos, ni les temía, bueno era que se revistieran de aquel encogimiento que da una tenaz persecución policíaca. La primera vez que D. Bruno se presentó a su familia después de tan larga ausencia, fue grande el alboroto y júbilo de la esposa y de los hijos, que aceptaban con cierto orgullo aquel misterio pomposo de que el padre se revestía. A todos expresó su cariño D. Bruno como si de un dilatado viaje a los antípodas volviese, y les preguntó si le conocían, si no veían en su rostro las huellas de horribles sufrimientos. Por darle gusto respondían que sí, y le incitaban a contar las peripecias de aquella lucha tenebrosa con el Poder público. A su manera, hinchando los sucesos y coloreando las impresiones, refirió Carrasco la tremenda conjuración, que habría dado al traste con la napolitana y la palaciega camarilla, si la debilidad y doblez de algunos comprometidos no malograran en ciernes, como decía Milagro, el más hermoso complot que fraguaran hombres en el mundo. Había que dar tiempo al tiempo antes de emprender otra campañita libertadora, y así lo recomendaban los centros de París y Londres, ordenando a todos que permanecieran a la expectativa, viendo venir las contingencias favorables que había de traer el matrimonio de la Reina.

Después de dos días de descanso en su casa, guardando con los vecinos una reserva del mejor gusto, para que todos alabaran su prudencia y seriedad, volvió Carrasco a la vida ordinaria, y reapareció en las tertulias de café y casino, acudiendo puntual a su domicilio a las horas de comer. A la semana de esta existencia metódica, creyó Doña Leandra que pues el grande obstáculo de la conspiración no existía ya, y parecía D. Bruno absolutamente desocupado y sin ningún negocio, revelándose en todo como hombre aburridísimo de puro holgazán, llegada era la ocasión de marcharse todos a descansar de tantos afanes. Así lo propuso a su marido en los términos más expresivos y con razones muy enteras, sin obtener más que una negativa en crudo. «No podía ocurrírsete la idea de esa viajata en peor coyuntura -le dijo-. ¿Qué razón hay, qué motivos?, me preguntas. Querida Leandra, no puedo satisfacerte por hoy: ten paciencia, y pronto sabrás que sería disparate garrafal ausentarnos ahora de los Madriles».

Y no dijo más: salió de estampía, dejando a la pobre mujer afligida y pasmada, lamentándose de que su esposo, después de haber andado en pasos de conjuración, no hablaba de cosa alguna sin envolver su palabra en ridículos y enfadosos misterios. A la sorpresa de Doña Leandra siguió una pena hondísima, un desconsuelo que abatía su alma y la incapacitaba para toda resolución. Aún fue su dolor más punzante, y se le clavó en el corazón la espada más aguda, viendo que su hija Lea, ordinariamente su paño de lágrimas, no le prodigó aquel día los consuelos que necesitaba, y en vez de lamentar con ella los entorpecimientos que al viaje ofrecía Carrasco, la sorprendió con esta despiadada salida: «No llore, madre, porque nos quedemos algún tiempo más en Madrid, que ya vendrá el día de irnos al pueblo. Lo que es ahora, más vale que en ello no piense». ¡Vaya un modo de consolar! Vencida de su tristeza, y desdeñando el pedir a la hija explicaciones de mudanza tan brusca en su actitud y lenguaje, encerrose en su pena silenciosa, y así estuvo toda la tarde, condoliéndose de la ingratitud de Lea, que sin duda se le había torcido por el melindre de un nuevo noviazgo... ¿Pero cómo podía ser esto, si no se apartaba de la compañía de su madre, ni recibía cartas? A no ser que en ello anduviera Eufrasia, trayéndole mensajes de un flamante, desconocido amador... ¡No eran maldiciones las que Doña Leandra echaba mentalmente a cuantos novios existían en todo el linaje humano, peste de la sociedad y azote de las familias! ¡Que no estuviera el Infierno empedrado de novios!... Debían las familias, los padres, los hermanos, concertarse para emprender contra tales sabandijas una campaña de destrucción, como las que ella había visto en la Mancha contra la terrible plaga de langosta.