Brenda/I

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En el estío de 187... Raúl Henares habitaba en uno de los sitios más pintorescos de las cercanías de Montevideo. La casa quinta ocupaba una posición alta con vistas deliciosas a diversos rumbos, y la circuían bosquecillos de árboles frutales, a su vez resguardados por largas paralelas de sauces de lujoso verdor. La belleza del conjunto, la corrección de los detalles, la armonía de las líneas y la elegancia de las formas, denunciaban en el edificio fuerte, sobrio de adornos y relieves, higiénico y proporcionado, la morada y la obra de un ingeniero de buen gusto y talento. A un flanco, a manera de seto, se extendía una línea de tunas e higueras silvestres, lugar de cita de los bulliciosos tordos, que acudían en bandas desordenadas en la época del celo a disputarse sus amores y esparcirse como negros presagios sobre los terrenos de labranza. Al frente veíase el mar, cuyas irritadas olas en días de tormenta cubrían todo el lecho de arenas de las playas para romperse luego contra deformes peñas, asemejándose con sus dilatadas crestas de bullente espuma a considerables escalones de jinetes adornados de penachos blancos, que vinieran a estrellarse a toda brida contra sólidos cuadros de veteranos. Detrás, a poca distancia, divisábase otra hermosa quinta, cuya vegetación simétricamente distribuida, indicaba una mano inteligente y cuidadosa. Enmedio de tupidas arboledas, surgía una casa blanca y risueña, que servía de estancia estival a una familia opulenta, si bien compuesta sólo de dos miembros, según el dato comunicado a Raúl por su doméstico Selim, que en materia de indagaciones minuciosas de vecindad no desdecía de la costumbre de sus congéneres.

Algún tiempo hacía que Raúl Henares habitaba aquel sitio, sin que hasta entonces hubiese tenido ocasión de contraer alguno de esos vínculos pasajeros o durables que la proximidad forma entre personas que residen dentro de una zona determinada.

No le faltaban, sin embargo, deseos de descubrir el secreto de la casa solitaria, y el rostro de cualquiera de las dos damas que en ella hacían vida veraniega; pues damas eran, y este detalle, bien importante por cierto, bastaba a azuzar su interés.

Confiaba satisfacerlos por medio de uno de esos encuentros que la casualidad proporciona en la estación de campo, y que no ofrecen el inconveniente de la observancia de fórmulas exigibles en otro teatro.

Él no tenía tampoco motivos de contar con amistades y relaciones francas y familiares. Pocos meses habían transcurrido desde su regreso de París, en donde cursó ingeniería y obtuvo con las mejores notas su diploma.

Los años de ausencia fueron compartidos con Zelmar Bafil, su amigo y compañero de la infancia, a quien una circunstancia imprevista obligara a abandonar sus estudios de medicina al concluir el sexto año. Con él volvió a Montevideo. Bafil se proponía someterse a prueba ante la facultad de Buenos Aires, y recibir en ella su título académico.

Algo debemos decir sobre él, ante todo por exigirlo así el interés de nuestro relato.

Era Zelmar uno de esos raros jóvenes de talento y originalidad, para quienes no presenta rigores la lucha por la vida. Animoso, despreocupado, espiritual y sincero, consideraba el obstáculo, por insuperable que fuera, inferior al esfuerzo; su mayor placer consistía precisamente en encontrarse enfrente de lo difícil. Tenía el don de imponerse, o de congraciarse al menos el afecto extraño. Heredero de una valiosa fortuna, confiaba, no obstante, más en sus fuerzas que en su herencia, creyendo que la dignidad personal necesitaba de los golpes de la suerte para acrisolarse y adquirir verdadero temple, del mismo modo que en la edad media sin espaldarazos ajustados y precisos, nadie podía considerarse armado caballero. A favor de este criterio, tenía derecho a pensar que él era una excepción notable entre la muchedumbre de seres opulentos; alcanzaba a penetrarse de la triste inferioridad de la riqueza material ante los triunfos decisivos de la inteligencia y de las grandes pasiones en acción, y de lo mísero y deleznable del orgullo exagerado que imagina enmedio de la abundancia poder más que la idea, única fuerza indestructible que agiganta, glorifica, inmortaliza o avergüenza, humilla y abate al nacer humilde y difundirse después como una ola de luz, por la misma atmósfera en que se remueve y palpita la inmensa vanidad envuelta en estéril pompa.

Sabía de memoria a Saint-Evremont, a Heine y a Alfredo de Musset; pero nunca había ceñido su conducta a las exageraciones de estos últimos. Amaba el placer, sin apurar la dorada copa del sensualismo hasta el extremo de ver la borra en el fondo. Ajustaba el gusto de sus embriagueces a cierta regla higiénica; el límite de lo dulce y el principio de lo amargo determinaban la reacción, y lo hacían sobrio. Las uvas habían de gustarse sin hollejo, el licor sin residuos extraños, y la mujer sin impurezas. La ley del goce era el uso conveniente, llevado hasta donde su elasticidad lo permitiera: aquella que podría dar de sí el arco de Eros sin crujidos, o la teoría epicúrea en su acepción legítima.

De inteligencia clara y bello espíritu de observación, bastábale a veces un simple detalle para formular un juicio exacto sobre cuestiones arduas; lo que le hacía decir con gravedad que enhebraba agujas a la luz de las estrellas. Realista por sistema, vehemente por temperamento, su educación científica unida a una voluntad enérgica, templaba la crudeza de sus arranques y el rigor de sus opiniones, y era por esto simpático y atrayente aun para aquellos que no lo conocían. Encauzado en la corriente de las nuevas ideas positivistas, no daba importancia, sin embargo, a la hipótesis, ni aceptaba aquéllas en absoluto, reservándose un criterio individual en la apreciación reflexiva de ciertos problemas sociales y psicológicos.

En medicina nunca se había resuelto a abrazar decididamente sistema alguno; en su sentir debía reposarse en el estudio y observación práctica y constante de los hechos, males y medios. Por el hecho, creía de buena fe que esta ciencia había adelantado muy poco desde el tiempo de Hipócrates, constituyendo en sus aplicaciones prácticas una sucesión de esfuerzos, que diferían escasamente en sus resultados; los sistemas no salían del círculo primitivo, y la pericia actual carecía hasta de la novedad y del misterio en que se envolvía la sabiduría antigua. Con este motivo, dirigía una vasta visual a las épocas realzadas por médicos y químicos de genio, desde Herófilo que disecó criminales vivos, según Tertuliano, hasta Boerhaave, que tenía por clientes a los reyes, enseñó clínica y trató en vano de conciliar escuelas discrepantes. Recreábase así su memoria, en conversaciones familiares, en recorrer los dominios de la ciencia, desde sus primeros tortuosos senderos, resucitando nombres ilustres e ideas capitales, que apenas se han modificado al de Asclepíades con su teoría del pasaje de los cuerpos por los poros, y sus remedios-ambrosías, que deberían de ser sin duda alguna, como pastillas de chocolate o cabellos de ángel; al de Paracelso, que en su vida errante estudia la naturaleza en sus mismas fuentes de sempiternos dualismos, mira con altivez a griegos y árabes, echa el primer germen robusto de la química médica y da amplitud a la farmacopea, utilizando las virtudes secretas del reino mineral al de Van Helmont, que rechaza todas las doctrinas, reniega de la medicina, enfermo de sarna, -dolencia que le arranca un empírico con un remedio sulfuroso mercurial, que no era por cierto el néctar de Asclepiades-, vuelve a su profesión por la química, como quien vuelve al punto de partida por una senda inexplorada, busca una panacea universal para combatir el absurdo en la ciencia -expedición de argonauta en los reinos de la utopia-, se engolfa en el mar de las dudas y de los misterios, como los soñadores de la piedra filosofal y del movimiento perpetuo, asigna a cada órgano del cuerpo humano una vida diferente, y descubre en vez de la realidad de su ensueño el aceite de azufre y el espíritu de asta de ciervo; al de Hoffmann el Excelso, que se prestigia con su licor anodino, y aumenta el solidismo viviente; al de Stahl, médico profundo, lleno de inspiraciones místicas, químico ilustre, campeón del animismo, que nos exhibe al alma como causa superior, inmediata y directa de todos los fenómenos propios de la vida; y en pos de estos nombres venerables, los de otros muchos, que son como aureolas superpuestas en la cima del monumento que a la ciencia han ido levantando las edades. Todos estos sabios eminentes, a pesar de sus inmensos esfuerzos, no habían conseguido identificarse en ideas y teorías; y sus sistemas han reinado por épocas, sustituyéndose los unos a los otros con igual éxito. La verdad completa en la nobilísima profesión médica no era patrimonio de ninguno.

Bafil hallaba elementos en la fisiología para corroborar la opinión de que, aparte de los grandes vacíos que en medicina dejaban tras de sí los debates entre altas autoridades, aún subsistían problemas insolubles, problemas que llevábamos en nuestro organismo, fundados en sus funciones normales. Así para explicarnos el origen de ciertos fenómenos, había que ampararse a una causa vital, tan indefinible, como oscura; y a esa causa desconocida debía atribuirse en la sangre la disolución de la fibrina cuando la vida acaba, el papel de los ganglios desde que se dejó de considerárseles como pequeños cerebros, la actividad nerviosa desde que se redujo a sombra la teoría del fluido eléctrico, los movimientos del corazón y contracciones musculares.

Un velo impenetrable parece cubrir su «razón primitiva y absoluta». ¿Lo habían levantado acaso, Virchow y Bichat, en la misma definición de la vida? La vida explicada como una actividad de la célula, no se nos presenta más definida que cuando se asegura que es el conjunto de las funciones que resisten la muerte. Bernard afirmaba que la causa inmediata de sus fenómenos no se encontraba en la psiji de Pitágoras, ni en el alma fisiológica de Hipócrates, ni en el espíritu de Ateneo, ni en el arjeo de Paracelso, ni en el ánima de Stahl, ni en el principio vital de Barthez: discernía el triunfo a las propiedades vitales de Bichat.

-Yo me permitiré -añadía Bafil-, ir más allá que el respetable Bernard; no me quedo con ninguna teoría, y renuncio a comprender aquella causa. No me atrevería a decir, en cuanto a sistemas, que el verdadero sea el fisiológico-medical que hace intervenir el alma como causa y acción en los fenómenos de la economía; o el que atribuye nuestros males a la alteración de los humores; o el que los refiere a las lesiones de las partes sólidas del organismo, porque la difícil e intrincada ciencia de que emanan tales doctrinas, opiniones y sistemas, puede anunciar por boca de alguno de sus intérpretes ante el último que prevalezca con efímero reinado, esto mismo que un profesor anunciaba al frente de uno de sus innumerables trabajos científicos: «Esta memoria anula todas las precedentes».

Lo cierto es que al templo de Esculapio, aquel que tuviera por maestro un centauro, se entra casi siempre con la turbación y la duda en el ánimo; como si la verdad que se busca como norte y guía luminosa del criterio científico se hubiese eclipsado con el centauro entre la obscuridad de la vida y el misterio de la muerte.

Los romanos arrojaban los esclavos enfermos a un islote del Tíber, y a muchos de ellos los curaba allí la naturaleza -médico primitivo, agreste y sencillo-, cuyas poderosas facultades de acción y reacción bastaban a reconstituir los organismos abatidos y desgastados por la ímproba labor. Servir de auxiliares a este médico impersonal e irresponsable que propinaba las panaceas en estado de materia prima, y baños en las fuentes a la luz del sol, y oxígeno vital en el aire libre, y alimentos sanos en el seno de los bosques, era ya bastante aun para los grandes maestros.

Ayudándola, seguiremos nosotros como ellos, a tres mil años de distancia. Salvo algunos progresos de detalle, ese largo periodo no nos separa del alfa de la ciencia; aunque muchos se imaginen que hemos llegado al omega.

Eso sí, del cirujano que curaba al gladiador en el spoliarium, al cirujano actual que amputa un miembro sin perjudicar al tronco, la diferencia es notable. La cirugía avanza y se perfecciona para honor del profesorado. La medicina, ha dicho el sabio, mientras se limite al arte de cuidar los enfermos, no es una ciencia: es un tanteo; lo que hace que ella concluya por caer en el capricho y lo arbitrario. Bosquillón, entrando una mañana en su sala, dijo a los estudiantes de su clínica estas palabras tan conocidas. «¿Qué haremos hoy? Mirad, vamos a purgar todo el costado izquierdo de la sala, y a sangrar todo el costado derecho». En cirugía felizmente no hay que buscar «soluciones en las más grandes profundidades de los misterios de la vida», según la frase del mismo sabio; la duda desaparece y cesa la inseguridad. Se sondea y se trabaja en carne viva, se enderezan entuertos y se recomponen huesos. La mano del cirujano inteligente que se posa en la gangrena y mutila el miembro, arranca un grito de intenso dolor: pero ese grito es el de la vida que renace y que sólo difiere en el vigor del que lanza el hombre al nacer. En las salas del hospital me he sentido más de una vez indeciso, atribulado y escéptico al fin en presencia de esos casos fatales que provocan la anemia al cerebro o las cavernas en los pulmones, o de pacientes que luchaban brazo a brazo con el ángel negro, sin otro consuelo que relegarse al «islote del Tíber», ni otra esperanza que los aires puros, aguas termales o cambios de clima...

Pero en verdad nunca experimenté satisfacción mayor, ni admiré tanto el poder que dan el estudio y el talento, como en presencia de un enfermo de anemia extrema, cuyas venas eran ya invisibles; cuyo pulso filiforme pasaba de ciento treinta y cinco grados, cuyo rostro lívido y miembros inermes denunciaban pronta terminación; a quien un cirujano grave y tranquilo abrió la vena ya incolora junto a la arteria humeral, sin que de ella brotasen más de dos o tres gotas de sangre miserable, haciéndole la transfusión directa, de otra pura y robusta que llevaba calor al pecho y consuelo a las entrañas; y devolviendo por último a un ruin Lázaro, fresco y lozano a las alegrías del mundo. Tuve desde entonces una fe profunda en estos milagros del arte, que suelen operarse con la misma exactitud que un trabajo matemático; y de ahí mi consagración especial a la cirugía, que tan ilustre ha hecho el nombre de tantos apóstoles de la ciencia.

De esta índole eran las conversaciones de Zelmar en ciertos días. Henares le escuchaba atentamente, y se vengaba luego disertando sobre cosas de ingeniería, que le traían preocupado. Los túneles, canales, vías férreas, puentes flotantes, aguas corrientes, nivelaciones, caminos reales y hasta molinos harineros, surgían en fantásticas creaciones como arterías y protuberancias de otro organismo, cuyas formas era necesario modificar en beneficio de nuestras necesidades. La escuela politécnica desenvolvía gravemente sus planos y gráficas demostraciones exactas y precisas, como un contraste a las dudas y vacilaciones que sugerían los problemas de la medicina.

A pesar de estimarse mucho ambos amigos, disentían en modo de ser, y en ideas, a ocasiones, y si bien Zelmar concluía generosamente por ceder, no lo era antes de recordar a Raúl la imagen del filósofo espiritualista para aplicarla al carácter de uno y otro.

-Aunque la comparación es un poco material -decía-, y de ello tiene la culpa el viejo griego soñador, tú eres el caballo blanco, y yo el caballo negro, flotando en los aires: símbolo de inexplicables anhelos y de ideales vagarosos, el uno; el otro, emblema de amargas realidades y de dolores positivos. Sabes que van unidos. En vano, con las crines revueltas, las narices dilatadas y el ojo encendido -¡romántico corcel!- el blanco puja por lanzarse al infinito, como si fuera propio perderse en el vacío y servir a nadie de satélite, sin gloria ni beneficio. El caballo negro con el ala firme, tendido el cuello, hinchados los músculos por el esfuerzo -¡bizarra caballería!- puja para abajo, buscando por instinto noble la corteza en que ha de afirmar los cascos. La cordura de la intención tiene que centuplicar sus fuerzas, pues raro es el instinto que supera al de la conservación propia; y por el hecho, el blanco ha de ceder a la larga, antes que lo sobrevenga la cinchera, como se dice en veterinaria.

Por esto, agregaba, no me aflige tu obstinación sobre ciertas cosas, y dejo el éxito al tiempo. No quieres persuadirte de que en la región de los ideales y de las utopías, es donde los espíritus más superiores se mueren de nostalgia. Pero he de vigilarte siempre, mi querido amigo; tú te apasionas y te reservas poco. Los puros y blancos ensueños de la fantasía excitada, no están de más: sirven de velos al pudor, y hasta cierto punto, educan y morigeran el instinto, suavizándolo por algún tiempo; mas no me negarás que al final de los poéticos desvaríos, Venus está detrás de toda esa muselina, y se transparenta... La materia hermosa, fuerte y arrogante, llena de fibras templadas y de palpitaciones vigorosas, constantemente mantenidas por un músculo sano y robusto, refractario al histérico y a la melancolía: ahí tienes mi Prometeo. Puede soportar sobre su dorso todo el peso de la vida sin doblar nunca la cerviz. No entiendo de otro modo la grandeza moral. Medita, pues, sobre el hipogrifo negro: él es la lucha, el valor, la fuerza, la audacia, el denuedo, la abnegación, y hasta el pensamiento, de que lo hizo símbolo el filósofo, que buscan afrontarse con todas las más opuestas pasiones, en la adversidad y en el combate, aunque queden desgarradas todas las fibras y disipados todos los sueños; que la existencia es, como debía ser, dada la imperfección de nuestro organismo, un compuesto de pecados y de purezas que acompañan al hombre, en implacable brega confundidos, hasta el borde del sepulcro. No me cansaré de inculcarte que dejes a un lado juicios hipotéticos, y que no te preocupes mucho de lo que no se ve ni se palpa, como hacen los médicos con ciertas enfermedades diabólicas que penetran sin saberse cómo por un órgano cualquiera, y se esparcen a manera de fluido por todo el sistema, destruyendo nervios y tejidos. Mira: tu teoría del alma humana me recuerda a un pobre cisne enfermo, en cuyo albo cuello vi una vez enlazadas con apretados anillos, varias víboras negras. El ave hermosa cuanto infeliz, nívea como la ilusión de una virgen, habíase quedado inerte, con las alas tendidas y el pico abierto, ¡mirando al cielo! Pon en la balanza los ideales, las dudas y preocupaciones de nuestro ser, y compara.

-De otro punto de vista -añadía-, tu modo de sentir y tu fe profunda en hechos que vendrán, fuera del cálculo positivo, pero que evidentemente nunca suceden, deben traer perjuicio a tu reputación científica. ¿Qué ha de decirse si no de un ingeniero que se ocupa simultáneamente del idilio, de la espiral, de la curva, de una operación geodésica cualquiera, y de la trama de un poema más o menos dulce y sentimental? ¡Cosas de antaño! Es forzoso reaccionar.

Raúl no se disgustaba por esto, a partir de que su amigo exageraba un poco y lo decía todo con vehemente sinceridad.

Jamás le interrumpía en tales desahogos expansivos, a no ser cuando le ponía en el caso de defender sus actos y resoluciones. De esa manera conservábase inalterable una amistad que databa del colegio, y que no había tenido otra tregua que la de algunos meses de vida militar, antes de su traslación a París, para seguir los estudios de ingeniería.

Por lo demás, Zelmar Bafil era un bizarro joven de veinticuatro años, ojos y cabellos negros, tez de un ligero color moreno, y mirar inteligente y atrevido. Alto, robusto y bien conformado, unía a su persona ese aire de distinción irreprochable que viene desde la cuna, que no se compra ni se canjea, que no logra disipar la misma pobreza vergonzante, y que acrece y da su sello especial al hombre en contacto frecuente con la sociedad escogida.

Zelmar se veía diariamente con Raúl.

Caía la tarde de un día caluroso, cuando su voz alegre y vibrante, y el ruido de su break, advirtieron al joven ingeniero de su llegada.