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Brenda/VI

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Largos momentos permaneció Raúl pensativo, de pie frente a la ventana, sintiendo tal vez no haber revelado a su amigo sus impresiones del día anterior, en grata confidencia. Silencioso y meditabundo siempre, descendió al jardín y encaminó sus pasos por una alameda que terminaba en un soto de matas y malezas, línea divisoria de la propiedad de Nerva. Sentíase con disposición de aspirar buenas ráfagas de la fresca brisa que soplaba de las playas, trayendo el rumor de las olas.

¿Acaso, con fuerza superior a sus hábitos, algún impulso secreto le arrastraba a esos sitios solitarios, de donde partían en esa hora armonías de piano, vibrando todas las noches a la distancia de una manera dulce y encantadora? Era posible. Nunca le había parecido aquella soledad tan llena de seducciones, ni sus menores detalles tan conmovedores y bellos. En esos instantes, la naturaleza se exhibía poética y solemne al reclinarse majestuosa en su lecho de sombras.

La brisa producía en las hojas su concierto de murmullos, harto leves para dudarse de la suavidad de sus besos; no resonaba el monótono canto que brota de las lagunas como una queja de la creación que vive bajo el limo, ni los tristes aullidos que se alzan en las huertas al son de las cadenas: la calma era profunda. Distraíase a veces la mirada en el fondo de los cielos, cuando surgía una chispa de oro para perderse sin ruido en el mar inmenso, donde navega la duda, en bajel sin brújula; o en los puntos lucientes de la tierra, caprichosos grupos de luciérnagas, que vagaban en fantásticos juegos formando grandes columpios de luz amarillenta, o se cernían en rápidos volteos y pálidos nimbus sobre las cimas de los árboles. En las higueras obscuras y espinosos agaves habían ya escondido sus cabezas bajo el ala los negros tordos, y sólo algún ave nocturna de pluma blanda, fina y callado vuelo, lanzaba sus resoplidos lúgubres, manteniéndose en la altura con las alas en perpetuo movimiento, enclavada en un punto del espacio, como un pensamiento triste palpitando en el vacío.

A medida que Raúl avanzaba, aumentaba la dulce emoción que no había pretendido sofocar en su pecho; una irresistible simpatía señalábale el asilo discreto, oculto entre los grandes árboles, como punto céntrico de sus actuales preocupaciones y acaso de sus futuros afectos. Creía sentir ahora en aquellos lugares una atmósfera amable, perfumes desconocidos y ecos interesantes que parecían promesas de palabras ardientes y ternuras delicadas.

Sonreíase ante la ilusión de un camino sembrado de rosas deshechas; de un ambiente sin rumores discordantes; y de un amor puro y sereno sin el pecado de los excesos sensualistas, ni el exceso de idealismo, que desprende al ángel de la carne.

Quería para su amor una levadura humana, y no un misticismo vaporoso: el amor que sueña, que alienta, que encariña, que enternece, que conmueve lo íntimo con la sensación del beso, que suaviza las rudezas del arranque, que calma el instinto exasperado, que ríe o solloza en las horas de paz o de duelo, que conserva las ilusiones caras o engendra otras nuevas, que aduna el deleite frágil al goce moral, las fruiciones psíquicas a un ideal permanente del espíritu; ansiaba un amor así, que acompaña y estimula, que no mutila otros amores como él profundos, no fruto de los sentidos, ni tampoco forma intangible de un éxtasis o de una abstracción; río providente cuyo origen puede ignorarse, pero que fecunde siempre, aunque el cauce enjuto alguna vez y abrasado reciba sólo a intervalos la sed de vida de su limo misterioso. Amor sencillo y verdadero, fuerte vínculo de naturaleza, honda afinidad de sentimientos llamados a confundirse y formar un solo fiel de dos vidas, equilibrando las purezas y debilidades del hombre, de manera que la carne no pese más que el espíritu, y que la razón no calle cuando se increpe el instinto en pos de una ilusión que muere.

Y sonreía, ante la perspectiva de una pasión semejante, pensando que, tal vez, siendo posible y adecuada a la capacidad del sentimiento, propia de un anhelo mesurado, armónica con el criterio severo de lo real, no tuviese en rigor más brillo ni duración que tantos afanes y energías que ponen a prueba el temple de un carácter firme y noble, sin más efecto que arrebatarle en estériles luchas la esencia de su vigor. Con todo, no era ésta sino una mera presunción sugerida por la sospecha de perversiones morales, que no había palpado, y que él reducía a un círculo estrecho, en la sociedad en que vivía.

¿Por qué negarse al placer de acariciar el pensamiento de una felicidad, que humanamente debe incluirse en el secreto de nuestro destino, y buscarse a través de las crudezas de la vida, como se busca enmedio de las arenas ardientes el agua refrigerante en el oasis de reposo?

Si es verdad que las pasiones muy raras veces dejan de hacerse la aridez por delante, cuando no el vacío que engendra el hastío o la indiferencia, no es menos cierto que, una, fertiliza, genera y triunfa casi siempre: el amor de lo humano, contenido en los límites de la realidad palpitante, sin negarle raptos sublimes o embelesos superiores al fugaz deleite de la fruición sensual. Sin este sentimiento, delicadamente pulido por la educación, el culto del bien, de lo bello y de la gloria, carecería del fervor que acompaña a esa fe luminosa, cuyo plácido rayo nos viene a través de la mujer. Y así como ese amor existe en plena armonía con nuestras facultades y deseos, sin que pueda confundirse en ningún caso con los delirios del vicio, debe haber entonces para él una humanidad sensible y pensadora, muy diferente a la porción que refina en cierto modo los apetitos de la bestia, para revolverse y hozar en su propio fango deletéreo.

Acariciaba Raúl la idea de que esta dicha relativa no era un imposible, especialmente en la sociedad de su país, nueva, lozana y robusta, donde el rudo embate de pasiones funestas no había logrado aniquilar en los hogares las virtudes austeras y los delicados anhelos del espíritu. Por natural asociación de ideas, traía andando a su mente las imágenes de dos mujeres, que se diseñaban bajo formas e impresiones distintas y que parecían resumir dos fases de la sociabilidad de su patria. La una Areba, que representaba a sus ojos el elemento variable que crece y se desarrolla dentro de los gustos e inclinaciones de las clases laboriosas venidas de otros climas, que se vinculan a nuestro suelo y van alejándose de sus fuentes primitivas en proporción al grado de influencias locales. Esta bella rosa mosqueta, no dejaba, sin embargo, de deberlo todo al sol de la tierra.

La otra, Brenda, presentábasele como una expresión pura y correcta de la familia antigua, sin otros lazos de cohesión con la nueva, que los formados lentamente por comunes ideales y aspiraciones. Con dificultad podría escogerse entre el derivado y el tipo primitivo en cuanto a belleza, ¡cómo discernirse en plantas de selección natural e inconsciente el premio a la mosqueta o a la rosa pálida!... Pero el orgullo debía ser en una el complemento de lo externo; en la otra la sencillez adorable. ¿Sería, en efecto, aquella alma algo de extraño y fantástico cual una armonía de Wagner? ¿Sería ésta algo de dulce, y tierno como una trova melodiosa?

En esos momentos sonó un aire de Sonámbula. Raúl, poniendo atención a las melodías que escapaban del teclado bajo la presión de una mano maestra, volviose a sonreír, como si en realidad hubiesen sido aquéllas una contestación precisa y adecuada a la fórmula de su soliloquio.

Fuese acercando lentamente hasta llegar al cerco formado de arbustos entrelazados por alambres. Percibíase en el centro de la quinta, en parte oculta por el tupido follaje de grandes manzanos, una glorieta cubierta de madreselva, con dos entradas, de donde partían senderos de fina arena. Destacábanse a los flancos hermosos medallones, verdaderos criaderos de flores escogidas que embalsamaban fuertemente el aire. Una fuente de piedra rústica sin pulimento, dejaba escapar de la boca de un pez de conchilla y greda un hilo de agua cristalina, semejante a un arco de acero a la luz lunar, que caía con un murmurio leve en su taza de granito.

Aunque próximo, no se alcanzaba a dominar el edificio desde aquel sitio a causa del ramaje; pero la claridad que salía de una ventana de la fachada principal permitía distinguir la verja de hierro sostenida por pilares, y en gran parte invadida por plantas trepadoras. Nada de pompa en aquella mansión de campo: todo parecía respirar el mismo gusto sencillo de los jardines laterales. Apenas les servían de adornos algunas estatuas de caprichosos minerales del país, dispersas entre los árboles, asomando en el follaje sus cabezas y bustos a manera de furtivos paseantes que se hubieran detenido y quedado inmóviles, al sentir el rumor de sus propios pasos.

Apoyado en el seto escuchó Raúl hasta su conclusión el trozo de ópera; y por algún tiempo se mantuvo allí, extinguida ya la última nota, como embargado por una dulce atracción. Caía sobre él toda la sombra proyectada por varios árboles sin frutos, que por lo mismo parecían haber hecho alianza sólida, y estrecha confundiendo sus torcidos brazos en apretados anillos y enmarañada trama. Al observar esta red singular, el joven, que tenía su pensamiento en los obstáculos secretos del futuro, creyó ver en esa alianza de los árboles estériles el fiel trasunto de la que celebrarían contra él tal vez muy pronto, los espíritus sólo aptos para el enredo y la intriga en los bastidores de la comedia social.

Asaltáronle presentimientos vagos; a su influjo pensó en el regreso, y decidiose a hacerlo, cuando de súbito el ligero roce de una falda sobre la arena del sendero cercano le retuvo en su sitio. Perfectamente encubierto como lo estaba, no hesitó en observar, avistando, bien luego en la callecita de arena una sombra blanca que se dirigía a la glorieta a pasos retardados.

Una vez en el centro del claro que formaba la luna, esa sombra se detuvo irresoluta; y pudo entonces Raúl reconocer a Brenda, en poético descuido, con los ojos inclinados y sueltos los dorados cabellos. Breves instantes permaneció ella así: echó luego atrás su hermosa cabeza como para aspirar mejor el aire puro de la noche, y en esa actitud que descubría una garganta admirable, la claridad plateada iluminó aquel rostro de azucena, que Raúl soñara haber visto en otros tiempos.

La joven entró a la glorieta. Encaminose de repente al cercado, hacia el sitio en que se encontraba Raúl, y deteniéndose a pocas varas de él, extendió sus lindas manos, separando las ramas con sigilo. Felizmente aquel lugar era demasiado sombrío y no podía ser visto. La red protectora encubría sus menores estremecimientos. ¡Estaba más cerca de lo que él hubiera imaginado, momentos antes, la causa de sus emociones!

Brenda asomó por entre dos arbustos su bella cabeza, con rapidez, temerosa de la obscuridad, y en actitud de volver pronto sobre sus pasos.

Desde allí no podía distinguirse más que la casa de Raúl. ¿Dirigía a ella su mirada? La lámpara ardía en el gabinete de trabajo, y un pálido rayo de luz teñía las ramas salientes del ombú y se dilataba hacia el campo.

Allí tenía puestos sus ojos...

Conservó algunos instantes, trémula y agitada, los gajos entre sus dedos, y arrancose de improviso a su contemplación, alejándose con presteza a lo largo de la arboleda.

Viola Raúl cruzar frente al pabellón, sin ruido, ligera y vaporosa, y perderse en el bosquecillo, entre aquellas imágenes de piedra que asomaban sus cabezas con aire de grave misterio veladas, por guirnaldas y espirales de yedras.

Reprodújose entonces en su memoria la de una niña que vestía luto, entrevista en una noche de bruma a altas horas, a la puerta de un consultorio, donde implorara en vano el auxilio de la ciencia para la amada madre, que como la de él sucumbía. Algunos años habían transcurrido desde el doble deceso, y aquel vínculo de común desgracia parecía reanudarse a la distancia para servir de precedente necesario a una profunda simpatía.