Brenda/XVI

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El ensanchamiento de fronteras siguiose bien luego al primer avance. Dos días después, a la misma hora Raúl en vez de detenerse en el seto, lo salvó tranquilamente, y encaminose meditabundo al centro del jardín en esa parte, con paso firme y sereno.

Había visto a Zambique regando unos criaderos, al propio tiempo que modulaba a media voz uno de los aires especiales de su marimba. Esta circunstancia desvaneciendo sus escrúpulos, le impulsó tal vez a penetrar en el recinto con ánimo confiado. Zambique dominaba aquella zona, relegada exclusivamente a su cuidado y vigilancia.

Así que le percibió cruzose el viejo negro de brazos, siguiendo la regla de sus mocedades cuando era esclavo, en presencia de sus señores. No eran de menos valía los títulos del joven a la gratitud y al respeto del liberto. Ya próximo a él, Raúl hízole una seña, como indicándole que iba a entrarse en la glorieta.

Zambique halló aquello muy natural, y, sonriose, así que penetró en ella, prosiguiendo con sus tareas la interrumpida cántiga. Había presentido desde algún tiempo atrás algo raro en la atmósfera y observado también que de esa rareza se resentía la reina, como él llamaba a la joven. Para convencerse del fenómeno bastáronle algunas indicaciones inusitadas de Brenda que introdujeron ciertas variantes en su vida sedentaria, sin otras preocupaciones hasta entonces que el amor a sus bienhechores y el lleno de sus deseos y caprichos en lo relativo al cuidado de las plantas y selección de las flores.

La glorieta era un asilo poético. Varios cristales de colores defendidos por una red delgada de alambre, formaba la techumbre; las rejillas de madera en todo el circuito aparecían escondidas totalmente bajo las hojas y las flores. Los últimos resplandores del día teñían el interior con bellos reflejos, cada vez más tenues y macilentos, a medida que iban surgiendo las sombras. Veíase un banco de piedra pulida en uno de los ámbitos, de cuyos brazos se habían apoderado también algunos gajos de madreselva, como protesta en favor de su derecho al dominio. Respirábase allí un aire denso, impregnado de fuertes aromas.

Se encontraba Raúl en una de las puertas, la que miraba al centro del jardín, cuando observó a Brenda, junto a un grupo de manzanos, donde se había detenido indecisa.

Recién entonces ocurriósele pensar que su osadía podía disgustarla, y hasta hubo de resolverse a abandonar la glorieta; sin embargo de que al venir allí había cedido a la idea de que en luchas de amor el terreno ya adquirido se conserva, extendiendo la conquista, y llevando lo más lejos posible las fronteras de convención, hasta hacer prevalecer las naturales, si algunas reconoce la pasión en sus irrupciones impacientes e irresistibles.

Pero, no tuvo oportunidad de realizar su determinación ni de ponerse en pugna con impulsos de esa índole; pues la joven con movimientos de infantil confianza fuese acercando, ya deteniéndose a aspirar ciertas flores del tránsito, ya girando alrededor de los medallones, como una falena juguetona que se complace al principio en trazar grandes círculos en torno de una luz brillante. En verdad que se aproximaba a la llama, cuyo calor sentía de lejos; y que difería mucho de esas azul-verdosas, que no queman, y que se elevan en el aire con la tenuidad de un gas, en forma de lágrimas impalpables y luminosas.

Zambique, a pretexto de regar matas de pensamientos de múltiples matices que allá en un extremo solitario había, con más esmero que el que muchos emplean para mantener la frescura y lozanía de los del propio espíritu, haber dirigido breves palabras a la joven con momos expresivos y cierto júbilo mal disimulado. Después, había cruzado por delante de la verja sin que nada le dijese la reina, rezongando su música extraña, y volviendo a la faena con nuevo ahínco, si bien con el oído puesto a los rumores.

Brenda caminaba, moviendo de atrás para adelante un abanico que traía pendiente de la muñeca, y mirando a todas direcciones con tranquila continencia.

Ya muy cerca de la glorieta recogió un poco el ruedo de su vestido, enseñando el pie breve y correcto; puso el extremo del abanico en la mejilla, y siguió mirando en silencio hacia un lado, ondulante el pecho, que en parte descubría cerca de la garganta el nacimiento de sus mórbidos y anacarados tesoros.

Fue después de un intervalo regular que volvió la vista plácida y serena al joven, que a su vez la contemplaba embelesado.

-Usted no teme que lo riñan -dijo, saludándolo con adorable gesto de reproche, y apartando nuevamente sus ojos-. Sólo usted cruza el campo a estas horas, y se entra al jardín ajeno, como si le negasen a usted flores...

-Imploro su gracia... Sólo yo puedo regar la flor-reina que en este jardín busco.

Brenda sonrió, dio un paso más, y abrió el abanico para agitarlo suavemente.

Raúl fue retrocediendo con lentitud, fijos los ojos en ella, cual si pretendiera atraerla con la mirada.

Brenda dio otro paso, a pesar suyo tal vez, echando el cuerpo hacia atrás, y reprimiendo un suspiro.

-¡Qué atmósfera embriagadora! -exclamó Raúl con esfuerzo, y una inflexión dulce e insinuante-. Se respira como en un ambiente de sándalo, y el corazón es ahora un reloj que marca horas singulares, de esas cuyas impresiones se deben gustar, porque pueden nunca más volver...

Hermosa, esta pequeña escultura de mármol que sobresale en el pie de madera colocado sobre el banco. Simboliza al parecer un gladiador. Se ve que ama usted el arte...

¿No entra usted, Brenda?... Querría que examináramos juntos esa miniatura.

¡Acerados músculos, ademán fiero, ceño que revela fortaleza de ánimo y resolución de disputar la vida, como si en ese pecho estallara la esperanza, asomando a los labios con un nombre de mujer! Me seduce; pero no conozco al artista...

¿Servirá a usted para meditar alguna vez, este asilo, mi bella amiga? ¡Dichoso pabellón que habrá oído confidencias más gratas que sus perfumes! Aromas, silencio, blancos ensueños del candor: yo bien sé que han hecho aquí alianza secreta... que el amor sin castidades es un simple lujo de los sentidos.

¿Por qué no se aproxima usted más, Brenda? ¡Es tan delicioso este retiro!

La joven siguió avanzando, pálida y silenciosa... Se detuvo de nuevo, rozando ya sus pies la entrada, para mirar hacia atrás, conmovida.

Volviola bien pronto con rapidez al rostro de Raúl, y apoyó el semblante en el marco, con tal expresión de suave ruego, que aquél quedó inmóvil y callado en el centro de la glorieta.

Los postreros reflejos del poniente se difundían a medias en aquel sitio y hacían resaltar el perfil de Brenda, rielando en su mejilla de azucena: húmeda estaba la pupila, ondulante el seno, entreabiertos los labios, y lleno de ansiedad el espíritu.

Raúl retrocedió paso a paso hasta la puerta del fondo; inclinose, e iba a salir, cuando ella dijo dulcemente:

-¡No!...

-¿Y bien?

Brenda se entró en la glorieta.

Tendió él su brazo con impulso irresistible; y aunque las blancas manecitas de la virgen se juntaron trémulas, delante de él, no pudo ella evitar que su cabeza reposara en el pecho del joven y que su frente sintiera el calor de su boca.

-Este hálito no ha de marchitar las azucenas... Es para ungir la ilusión.

-Bien que lo he sentido. ¡Ay, temo que la queme...! Hay un ruido... ¿Oye usted?

Los jóvenes guardaron silencio, de pie, y cogidos de las manos.

Poco después, Zambique pasó por delante de la puerta, sin mirar, gruñendo su canción africana, y derramando el contenido de la regadera sobre las plantas del sendero, guarnecido de bejuco. El exceso de los años había hecho algo inseguro su andar; pero iba tranquilo y alegre como nunca, con el sombrero alto de felpa encima de la oreja izquierda, y desabotonada una levita sin faldones, que era la del trabajo diario. Fue su pasaje como el aleteo de un murciélago, cuyo zumbido se desvaneció pronto.

Los jóvenes se miraron con aire de contento.

Brenda se desprendió sin esfuerzo, y arrancó una flor de madreselva. La aspiró un momento, y diósela luego a Raúl, diciendo:

-Para señalar una página en algún libro... Cuando esté viejita y sin olor, la dicha de este instante será también un pálido recuerdo.

-¡Oh, no! todas se marchitan, menos la pasión.

¡Qué suave contacto el de ese cabello rubio en mi mejilla, y qué destello el de los ojos azules, que manan esencia de bondad! ¡Así! Es muy grato sentir cómo late el pecho, y cómo su calor sube. Hay fiebre en nuestras frentes y temblor en las manos; en sus labios se ha quedado una sonrisa tan dulce y cariñosa, que es en vano plegarlos, pues volvería a dibujarse...

Brenda le miraba de hito en hito, sonriendo, en efecto, de un modo inefable, caída la cabeza sobre el hombro del joven, en esa actitud de abandono y embeleso que acusa una absorción de la voluntad por el sentimiento.

De pronto Raúl acercó sus labios encendidos a los de ella, y al sellarlos con un beso ardiente, murmuró, como un ruego, lleno de misterio:

-¡Perdón, Brenda!

Al sentir la impresión, la joven pareció salir de un éxtasis; rechazole con suavidad, y dio algunos pasos fuera de la glorieta, como una sonámbula.

Oyó él luego que decía:

-¡Perdón! ¿Y por qué?... Ya es hora, adiós... ¡Del sueño con que empieza el amor, no se debería nunca despertar!