Brenda/XXIII

De Wikisource, la biblioteca libre.

Horas después del baile, del que salieron juntos, los dos amigos departían sobre sus cosas íntimas en la casa de Raúl, bajo la influencia todavía de las recientes y opuestas impresiones. Comentaron ya sin reservas los hechos que interesaban a uno y otro, se expusieron creencias y certidumbres, buscose el secreto de dudas y contradicciones aparentes; y por natural encadenamiento de ideas, trataron de sondar ajenos planes e intenciones.

Zelmar creía, en lo concerniente a Raúl, que sus propósitos debían perseguirse por los mismos medios empleados hasta el momento: el caso era arar hondo en el corazón de la joven, antes que adquiriese forma seria la oposición manifiesta de la señora de Nerva a sus amores, y se extendiese a mayor radio el papel activo que parecía desempeñar Areba en el drama doméstico. Lo demás debía reservarse al tiempo. No dejaba de preocuparle, con todo, el móvil secreto que compelía a aquélla a asumir esa actitud.

-Veo oscuro, eso -agregaba mirando a su amigo.

-Así es -había respondido Henares, con gesto caviloso-; yo tampoco me doy razones. Trataré, sin embargo, de averiguar si algún hecho de mi vida pasada, aparte del que te he referido, tiene alguna conexión estrecha con la historia de la familia de Brenda.

-En cuanto a Areba -proseguía Bafil-, me explico su conducta en esta emergencia por los impulsos de una pasión violenta hacia ti, contra mi antigua opinión a su respecto. Esto no obstante, recuerda la sospecha que te insinué después del lance en el Paso Molino, y que tú consideraste inadmisible. En la pasión que ha nacido en su pecho, sin poder expandirse, en ella reconcentrada y escondida, privada de desarrollo, como el feto que ha de nacer para morir con el primer vagido, entra por mucho el amor propio lastimado. Enmedio de sus rarezas y caprichos originales, estoy seguro que nunca pensó en el fracaso de su primera elección: la has herido en mitad de su soberbia, y debes precaverte. Una mujer de estas condiciones, desairada, centuplica sus fuerzas para hacerse sentir aun en la hora en que te creas a solas con el pensamiento. Contribuiré, por mi parte, a tu defensa. Confieso sinceramente que me siento arrastrado a quererla; y que por ello, me confundo con los pocos que dicen: a repulsa obstinada, pretensión pertinaz. Por el instante, nuestro estado de ánimo es idéntico: ambos sentimos, pero no somos felices; yo no soy el preferido, y aquel en quien ella piensa no puede pertenecerle. Los dos corazones se agitan en el vacío, con la diferencia de que el mío está prevenido, y puedo a voluntad reprimir sus arranques; mientras que el de ella se debate ya dominado e inquieto, sintiendo en las dos aurículas el escozor de un dardo, y tarde o temprano el corazón lacerado y abatido, se rinde, aunque valga toda una guardia vieja. La diástole todavía es mesurada en mi músculo, educado con sistema; en el de Areba, han de ser mayores las dilataciones. Persistiré, pues, en el intento contra tu embozada enemiga, y a serte franco, he de excederme a mí mismo. Sabes que un obstáculo me encela, sin forjarme ilusión tampoco sobre el éxito: llevar un ataque contra cuadros dobles, fue siempre en milicia un lance serio; pero, no se me oculta que, apoderarse de un corazón de mujer que ha elegido tipo, aunque sea para soñar con él de aurora a aurora, es empresa más difícil, si esa dama siente, piensa y quiere como esta hechura de ángel rebelde. Lucharé con brío. ¡Hermosa victoria sería la mía sobre su orgullo!... Necesito de ciertas satisfacciones psíquicas, con sabor de extraordinario; porque en verdad, estoy cansado de reunir apuntes de frágiles amoríos, para mis memorias del Parque de los Ciervos. Esta mujer se me impone, y parece que yo no la conmuevo: ¿no te recuerda una serpiente irisada, fría y fascinadora?

Me dejaría estrujar entre sus anillos. Confío en que tu indiferencia, en último resultado, ha de agregar, por reacción forzosa, buena dosis de energía a la que mi pasión acumulará.

Tú eres el dichoso a fe mía; y es prudente que te apresures en la proyectada obra de tus desmontes, puentes y terraplenes. para concluir enseguida esta campaña. Del lance con de Selis, no te preocupes: estoy convencido de que por ahora no tendrá consecuencias, porque así conviene, en mi concepto, a los intereses del damnificado; conserva, sin embargo, la guardia, pues en oportunidad puede hacértelas sentir, con rigor de cirujano. Entretanto debemos aprovechar el tiempo, que el día de nuestra marcha se aproxima. Para entonces habrá cacharpalla y brindis, te lo prevengo. Sabes que eso está de moda. ¡Libaremos una copa por tu dicha y por la de todas las buenas almas que han solazado a más de uno, en nuestra vida libre!

Largos momentos mantuvieron el diálogo los jóvenes, concertando proyectos y planes de conducta adecuados a las circunstancias; y separáronse al fin sin haber disipado por completo las dudas o malas impresiones que respectivamente sintieran en la pasada noche.

Cuando Raúl quedó solo, al reproducir en su mente las confidencias de Zelmar, advirtió recién su fondo de acritud; y llegó a persuadirse de que su pasión había adquirido un incremento y desarrollo, en vano disimulados. Areba parecía haber vencido, sin desearlo tal vez, por la sola influencia de sus méritos, o la arrogancia de su carácter: este triunfo, sobre un hombre de las calidades de Bafil, que hacía gala de reírse del mundo, con mejor título quizás que otros que lo dicen, mientras pasa y repasa por su corazón envuelta en la sangre una pena negra, haciéndolos llorar en las tinieblas como débiles mujeres, indicaba un grado de superioridad indiscutible, que podría concluir por absorberlo y desarmarlo. Muy diferente era este sentimiento imperioso, a las fragilidades de su Parque de los Ciervos, como él calificaba de una manera pintoresca sus aventuras galantes; una resistencia fría y severa había bastado a hacerle desconfiar del temple de su fibra. Henares pensó que desde ese momento su amigo no se pertenecía.

El recuerdo de Brenda le aisló bien luego del pesar ajeno. Acercose a la mesa, después de meditar algunos instantes, y trazó varias líneas sobre un pliego pequeño. Era el anuncio de su próxima partida, delicadamente advertido, con mezcla de reminiscencias gratas, y designación del día en que contaba estar de regreso. Sus deberes profesionales le llamaban lejos; pero él suponía que la distancia y el tiempo acercaban más los corazones, para aumentar a la vez el placer de sus ansiedades; el reencuentro de los que se aman, equivalía a una doble prueba y a un supremo deliquio. Antes de partir quería verla. Él esperaba acogida para esta súplica, pues no debía confiar a la esquela lo que con más sencillez podía expresar el labio.

Releída la esquela, pareciole bien; y en el instante se propuso hacerla llegar a su destino. Abandonando desde luego el gabinete, dirigiose a la quinta, pues suponía que le sería fácil ponerla en manos de Zambique, a quien siempre se veía cerca del seto.

No le percibió en los lugares de costumbre; pero en cambio pudo divisar a Brenda, dando el brazo a su anciana protectora, y acompañada del doctor Lastener de Selis. La señora de Nerva parecía enferma y andaba con lentitud. En presencia de aquel grupo, pensó Raúl que la joven debía haber ocultado a la anciana, como él lo había supuesto, el episodio de la avenida. El mismo aplomo del doctor de Selis, denunciaba que éste había asistido seguro de esa discreción. No le era posible al joven observar a la distancia lo que revelaban las tres fisonomías, y por consiguiente deducir el género de impresiones que podía imperar en cada una de las personas del grupo; mas, si le fue dado convencerse, por ciertas manifestaciones y actitudes de la enferma en su paseo, que la afección que padecía estaba lejos de perder su tenacidad de grave y alarmante, debiéndose atribuir acaso a la anterior velada, su sensible desmejoramiento. En su nobleza de ánimo no se le ocurrió pensar que aquella vida podía extinguirse en breve tiempo: sólo agitose en el propósito de aproximarse a ella, en ocasión que no creía muy lejana, para expresarla sentimientos que debían, en su concepto, desvanecer una preocupación infundada y adversa a su persona.

Zambique apareció de improviso, por la línea de agaves del fondo; aun cuando de su aproximación fue Raúl advertido un momento antes, por una especie de gruñido sordo, con que el liberto traducía sus notas y frases de marimba. Traía al brazo un cesto de mimbres, casi lleno de frutillas blancas y rojas. Con su irreemplazable levita sin faldones, su sombrero alto de felpa sin ala y abatido, que temblaba en el cráneo como un morrión de pelo, y su pipa de yeso detrás de la oreja, el honrado Zambique no parecía preocupado más que del suelo en que sentaba su planta callosa y vacilante.

El joven le salió al encuentro, junto a unos árboles del seto, y le dijo afablemente:

-No pasan los años por ti, Zambique. ¿Son para tu reina esas frutillas?

-Sí, señor.

-¿Me permitirías colocar este papel en el cesto, de modo que sola ella lo viese?

-¡Ah! sí, señor -repuso el negro, riendo ingenuamente, con el sombrero en la mano, y poniendo el cesto al alcance de Raúl.

Éste disminuyó en lo posible el volumen de la carta, doblándola y oprimiéndola entre los dedos, y luego la colocó en el cesto, agregando:

-Yo confío en tu lealtad, Zambique, y en el amor que profesas a tu reina. ¡Mira que no la hagas llorar!

El viejo liberto tendió en silencio la mano temblorosa, removió un poco las fresas hasta ocultar debajo el billete, miró a Raúl con aire de respeto y humildad, y fuese, sin desplegar los labios. Parecía muy conmovido.

Henares, por su parte, se volvió por una calle de guindos y durazneros que terminaba en aquel sitio, algo más tranquilo y satisfecho.

En ella le alcanzó Selim, con una carta.

Conoció por su cubierta, que era del directorio de la empresa de Río Grande.

En ella se le pedía precipitase su viaje a la mayor brevedad, invocándose la razón de haber desistido dos de los ingenieros del contrato, y ser por el hecho indispensable su presencia para la iniciación de los trabajos de la línea, cuyos rieles debían echarse en una época prefijada e improrrogable. Ofrecíansele las facilidades necesarias a fin de prevenir todo género de impedimentos, y se confiaba en que pondría el mayor esfuerzo personal de su parte, en sentido de una determinación inmediata y decisiva.

Si bien esta carta contrariaba un tanto sus proyectos, Raúl se resolvió a partir al día siguiente, aprovechando la salida del vapor Río de Janeiro, que hacía escala en Río Grande y Porto Alegre. Al efecto, esa misma noche dio principio a sus preparativos de viaje; y anunció a Zelmar la circunstancia imprevista, que le obligaba a modificar el plan trazado.

Enmedio de sus arreglos, sorprendiole la visita de Zambique, que era portador de un billete. Debía ser la contestación anhelada.

No se equivocó. Brenda le escribía. ¡Cuán agradable emoción la que precede a la lectura de la primera esquela de una mujer que se ama!

La abrió, ya a solas. En esa carta, dulce, sencilla y tierna, Brenda Delfor se condolía de la próxima ausencia, y deseaba para su amigo las más envidiables satisfacciones. Podía alejarse sin zozobra, pues ella guardaría su fe y aquel cariño que nada podría debilitar, enseñoreado como lo estaba de su corazón. Suplicaba, sí, que el regreso no fuera tardío; pues algunos presentimientos extraños la tenían inquieta. No deberían verse hasta entonces: su protectora no se encontraba bien de salud, y aparte de eso, algo había ocurrido, que ella no quería ocultarle. La señora de Nerva, penetrada de su estado de ánimo, la había llamado a confidencias, con noble solicitud; y ella, lejos de rehusarse, tuvo la dicha de revelárselo todo, sin omitir otros detalles que los que se referían al doctor de Selis. Su conciencia la absolvía; la confesión, por lo mismo, no podía quemarla los labios. ¿Cómo resistirse tampoco a exigencia tan justa? Bajo otro concepto, sus revelaciones podían contribuir a modificar los opuestos designios de su protectora. Ésta nada había dicho, limitándose a oírlas en silencio; pero creía que hubiese sufrido por ello gran pena. ¿Sería ella la causa de su actual quebranto? Tenía la esta sospecha muy pesarosa y triste; con todo, confiaba en la eficacia de sus ternuras y desvelos para desvanecer aquella sombra de disgusto y malestar. Concluía Brenda su carta expresando que esperaría resignada la vuelta del viajero; para cuya época su goce sería indecible, si él se dignaba acercarse a su venerable bienhechora y vencer los escrúpulos cuyo origen no conocía y la llenaban de penosos pensamientos.

Varias veces leyó Raúl el billete, con cierto contento íntimo. Persuadiose de que podía partir sin dudas ni vacilaciones; tenía en sus manos una de las más elocuentes pruebas de ser amado: que una mujer púdica y bella no escribe nunca a otro hombre que a aquel a quien ella ha enseñado a leer previamente en el fondo de su alma, ¡y concedídole el privilegio y la gracia de vencerla!