Ir al contenido

Brenda/XXVI

De Wikisource, la biblioteca libre.

Dejamos a la joven pescadora caída y sin conocimiento, delante del lecho en que expirara de una manera suave y tranquila Carlo Roveda, en altas horas de una noche.

Su grito de suprema angustia, al palpar la lúgubre realidad, atrajo inmediatamente al aposento mortuorio las personas reunidas en el de las redes; quienes, olvidando en ese instante sus prevenciones y severidades, coincidieron en el impulso espontáneo de lamentarse por el muerto y de compadecer al infortunio.

Levantaron, pues, el cuerpo inerme de Cantarela y lo colocaron en su propio lecho, en la pieza del fondo, por ella abandonada hacía tantos días: la pobre ribereña volvía a ocupar, enmedio de un espasmo, lo que creyera dejar tal vez para siempre, enmedio de un delirio. Dos o tres mujeres del barrio, de buenas entrañas, provistas de asafétida y vinagre, y de un celo laudable, emprendieron la tarea de restablecer su salud.

A pesar de esos esfuerzos y cuidados, Cantarela sólo recobró los sentidos para ser muy pronto presa de una fiebre ardiente, que le duró en su intensidad hasta cinco días después de la muerte del pescador. Las fuertes emociones y amarguras que habían abrumado su organismo, produjeron al fin sus efectos, entregando su cerebro, al vértigo y al delirio.

El mal sólo empezó a ceder cuando hubo consumido sin piedad aquel cuerpo hermoso, a grados, lentamente, después de una serie de intermitencias peligrosas.

Zelmar Bafil se había embarcado para Buenos Aires, ignorando este suceso. Antes de hacerlo, acudió a la casita de la ribera, y allí fue informado de la salida brusca de Cantarela con motivo de la enfermedad de su padre. Limitose entonces a dejar en su gabinete una esquela de adiós, prometiendo corta ausencia, y partió. Este billete no llegó a manos de la joven, que sólo tenía noticia del viaje en proyecto.

Reinaba en el barrio esa atmósfera de tristeza y de pesar que cunde muy pronto, tras un suceso luctuoso, a manera de una bruma opaca y resistente por muchas horas al calor solar. Los espíritus se sentían abatidos y habían cesado, en parte las murmuraciones y censuras crueles, ante los nuevos episodios desagradables.

En una de sus últimas excursiones por la ensenada de Santa Rosa y los Bajos de Solís a la pesca de bogas, Gerardo fue acometido de un mal serio, que se renovó distintas veces en lo sucesivo, y que concluía por dejarle lívido e inmóvil después de frecuentes sacudimientos y espasmos. Esto alarmó a sus compañeros, que nunca lo vieron enfermo. En una de estas ocasiones, Gerardo cayó del combés al fondo del barco, enmedio de convulsiones violentas, con las pupilas contraídas, la respiración difícil y un poco de espuma en los labios. Los pescadores tuvieron que sostener una lucha vigorosa con aquel organismo de acero, que se movía con la furia de un pez potente herido de una lanzada.

Ya había pasado por él el aura epiléptica.

En el brioso corazón del pobre joven, todo lleno de una pasión férvida y fatal, parecía haberse roto una válvula. El corazón anda como un barco contra el viento -había dicho Marcelo aterrado, al poner la mano en el pecho del timonel-. Y se habían vuelto al fondeadero, bajo el peso de presentimientos fúnebres.

Bien pronto, sin embargo, en estos ataques repentinos, Gerardo recobraba su estado normal y reiniciaba sus faenas, quejándose tan sólo de alguna languidez y de dolores en los músculos. Sus compañeros, no le referían nada de lo acaecido, manifestando verdadero júbilo ante sus rápidas reacciones.

Él se informaba todos los días del estado de Cantarela; y solía permanecer largos momentos en el cuarto de las redes, con los brazos sobre el pecho, escuchando desde allí las palabras incoherentes que la enferma profería en su delirio. Después bajaba a la costa, y se unía a sus compañeros dispersos sobre las rocas, plateadas por la luna.

Una noche lloró como un niño, tirado en la arena, sintiendo en su cráneo la caricia suave de la onda amarga que venía escarceando a deponer en la playa su orla de espuma. Aquel beso frío del mar ahogó sus sollozos y absorbió las lágrimas.

¡Qué yertos los labios de las hadas marinas!

Él había soñado que una vez lo besó Cantarela, con su boca coralina cuajada de perlas, dejando en la suya el calor de un ascua; y al pensar que todo eso era mentira, alargaba el puño hacia el abismo, barbotando roncos juramentos...

¡Maldecía de su suerte negra!

Los pescadores le sorprendieron otra vez con los pies dentro del agua, caminando como un sonámbulo a lo largo de la ribera; y lleváronle entonces al sitio en que antes se reunían para cantar en coro sus playeras.

Ocurría esto en la noche designada por Areba, para su visita, de regreso de la casa-quinta.

En ese día había declinado algo la fiebre que consumía a la joven pescadora, entrando ésta en un período de reposo. El doctor de Selis se presentó al oscurecer, y previo un examen prolijo de la dolencia, prescribió el tratamiento enérgico que debía detener con eficacia sus estragos en caso de una recaída grave. Cantarela hallábase en una especie de sopor, caídos los párpados, marchitos y ardiendo los labios, como las sienes. Su lindo rostro, de hermosa criolla, mostraba hundidas las mejillas y surcados los ojos por curvas de un azul oscuro; de su boca seca y entreabierta salía una respiración corta y agitada, y de vez en cuando alguna palabra vaga y sin sentido, entre alientos de fuego.

No obstante, a cierta hora abrió los ojos, sintiendo un grande alivio; y encontrose con Areba, de pie y silenciosa junto al lecho, que la miraba con un aire noble y compasivo, puesta la mano en la cabecera, cual si en rigor abrigase un interés profundo por su suerte infeliz.

Esta aparición inesperada, conmovió a la enferma, que al principio dudó de su realidad.

Estaba lejos de saber que actos personales semejantes eran propios del carácter original y extraño de aquella dama austera, a cuyas larguezas debió su padre el sustento, y a quien había visto en otro tiempo deslizarse en su hogar pobre como una sombra bendita para esparcir en él, con ánimo piadoso, gérmenes de paz y de ventura. Ahora, aquel ángel tutelar de sus días de inocencia, perdonando tal vez lo que todos condenaban inflexibles, venía en sus noches de expiación y de duelo a derramar en las anchas heridas esencia pura de amor y de piedad. ¡Cuán grata aparición, blanca y serena, en la hora tristísima del anonadamiento! Allí estaba, de pie a su lado, joven, bella, opulenta, altiva, digna representante de las altas clases, en una actitud de extrema bondad y filantropía, la misma mujer que tendiera a sus padres la mano llena de beneficios, velando siempre desde lejos por la oscura existencia de los humildes. ¡Había que convencerse! No se encontraba ella todavía sola en el mundo.

Así, clavó en Areba sus ojos brillantes, mirándola atentamente algunos segundos. Separándolos luego con languidez, murmuro muy quedo:

-¡Gracias!... ¡Qué feliz debe ser un ángel como usted!

Una sonrisa vagó por los labios de Areba.

-No hables -dijo dulcemente-, que eso no hace bien, y has de sufrir mucho.

-Ahora, no... Estoy débil, pero sin llamarada en la cabeza... ¡Qué buena es usted! Nunca me han hablado así... desde que mi madre murió.

Cantarela cerró los ojos, con un gesto amargo.

Areba guardó silencio.

Empezaba a oírse un canto cadencioso y lejano que parecía elevarse de la costa al ritmo de las ondas, entonado por voces robustas y sonoras, cuyas notas llegaban altas a intervalos en alas de la brisa, o se perdían a la distancia en débiles rumores como los de una serenata en la mar.

La enferma dio un suspiro, y sacando su mano enflaquecida, hizo un movimiento de súplica, pidiendo a Areba se sentase.

Así que ésta accedió, Cantarela la impuso en frases breves, entrecortadas y confusas -deteniéndose a cada instante- de su historia de amor, y de los pesares cuyo rigor inexorable no bastaba a debilitar su pasión por Bafil. Después, pareció resignada. Areba concretose a aconsejarla el silencio y la quietud, luego de oírla con grave continente y deslizar algunas palabras de consuelo, en las que parecía ir oculta una intención firme y resuelta de no abandonarla a su mísero destino.

Poco después, se despidió, haciéndola promesa de verla de allí a algunos días, y de enterarse con frecuencia de su estado. Ella atendería a todo durante su enfermedad.

El señor Leoncio Perea disertaba, entretanto, sobre industrias extractivas en el cuarto de las redes, con dos mujeres viejas, muy versadas en materia de pesca.

Una de ellas aseguraba que nada era tan difícil como el coger un pez ya entrado en edad, que se hubiese llevado más de dos anzuelos y roto otras tantas la red de jorro. Cebado y con extremo amor a la vida libre, al llegar a viejo se le endurecen las agallas, de modo que pueden romper un quinto anzuelo, si de ellas llegara a prenderse por casualidad.

Era un pez mañoso y escamado.

-¡Me vienen con indirectas! -pensó don Leoncio.

Asintió, con un grave movimiento de cabeza, ofreciendo un polvo a sus interlocutoras, y sorbiendo otra a su vez, ante una absoluta negativa; y luego dijo: que en su tiempo había suma dificultad en coger corvinas negras, en la misma Punta Brava, sin que antes los tales pescados, se diesen de golpes contra las toscas, hasta quedar la carne inservible. De este modo, nadie las apetecía, y la persecución había cesado por completo. Era bocado poco exquisito.

La aparición de Areba cortó este diálogo curioso. La joven cambió algunas frases con aquellas dos mujeres, que la hablaron llenas de respeto y admiración; y salió enseguida con Perea. Ya en la calle, detúvose un momento, antes de subir a su carruaje, y dijo, como obedeciendo a una preocupación que la había distraído:

-¡No cantan ya!

-Cierto, señorita -contestó don Leoncio-. Ha callado la gente de mar.

-¡Qué expresiva esa playera! -murmuró Areba.

Callaron en lo mejor. Entre esas voces había alguna hermosa y sentida, que parecía lamentarse.

-Así es -repuso Perea, que no había distinguido una mejor que otra-. ¡Una voz extraordinaria!

-¿Qué timbre?

-Me pareció de bajo profundo.

Reprimiose la joven para no reír, y sin agregar palabra más, ocupó su asiento en el cupé, designando a su acompañante el del frente. Hasta el instante de partir el carruaje, estuvo ella con el oído atento a los rumores de la ribera.

Pero reinaba completo silencio.

Era que, enmedio de su coro sencillo, los pescadores habían sido sorprendidos por un incidente doloroso, momentos antes.

Gerardo, presa de un acceso terrible, había caído desde la peña que le sirviera de asiento, y revolcádose en los guijarros de la costa, cambiando por un alarido, la inflexión dulce y argentina de su voz, y sometiendo a ruda prueba la fuerza muscular de sus más robustos amigos.

¡Cuadro extraño a la claridad de la luna, entre las piedras y al borde de las aguas, el que formaban aquellos hombres en grupo rodando por el suelo, como un solo monstruo de muchos brazos y cabezas, que subían o bajaban en tumulto, siempre en compacto pelotón, entre gritos sordos y enérgicos, cual si disputasen la vida a dentelladas y contorsiones furibundas en la pendiente de un abismo!