Brenda/XXXII

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Raúl Henares tomó pasaje en Río Grande para Montevideo, tres días antes de que se produjeran los hechos que quedan relatados.

Sus trabajos profesionales habían obtenido buena acogida, y si bien recién iniciadas, las obras quedaban en vía de gran desenvolvimiento bajo la dirección secundaria de otros ingenieros, en la parte que a él correspondía en el contrato y que se limitaba a una corta pero difícil y ardua zona.

Más de un mes empleó en estas tareas laboriosas, sin flojedad ni decaimiento, conciliando los afanes del trabajo penoso con las halagadoras perspectivas de un porvenir lisonjero.

Desmontar, nivelar, echar puentes, desecar lagunas, trepar collados, escalar cumbres, cegar torrentes, horadar granitos, flanquear sierras, al golpe incesante y transformador del hacha, del pico, de las máquinas de fábrica, confundiéndose el sudor caliente de los rostros y de las manos con la humaza de la hulla y el vapor de las calderas, en esa actividad febril y vertiginosa que abate en cada árbol del bosque viejo un siglo de vida vegetativa; que burla al abismo apoyando en sus riscosas pendientes los estribos del pasaje de hierro; que lleva al valle salvaje el despertar de otra aurora, y el ruido de ruedas más rápidas que los potros soberbios y los gamos de sus malezas; que hace irrupción en las montañas arrastrándose paciente por sus desfiladeros, en forma de inmensa culebra de acero que alargara su cabeza hasta el nido de las águilas y de los buitres; que hiende moles y descuaja espesuras para que entre por vez primera con la luz del sol, el correo misterioso y formidable del mundo que piensa, anda, reacciona, combate, transforma, avasalla, utiliza y proyecta a la distancia los rayos de su foco poderoso: todos estos esfuerzos, estas empresas audaces, estos prodigios de la humanidad luchando con el obstáculo y abriendo puertas anchurosas a la corriente de vida que desborda, en el campo de una naturaleza ubérrima, cuya savia salta a chorros, a la menor presión de las fecundísimas mamarias, eran fuertes estímulos para su espíritu elevado, que veía en la existencia personal, en otra escala, los mismos períodos de fiebre, las mismas batallas rudas, los mismos sacrificios y abnegaciones, cuando ella desea obtener la realización de sus ideales íntimos por complemento de victoria, y esa plácida ventura a que se aspira como último premio, en pos de la lucha ardiente que determina y precisa sus rumbos fatales con el triunfo o la caída.

Trabajó, pues, con fe y ardimiento, fortalecido con la convicción de que era preciso poner a prueba todas las fuerzas del cerebro y del músculo en la lucha despiadada e implacable, que es levadura de virtudes, para gustar sin mezcla de penas, un poco del placer de la vida. Y volviose contento, lleno de esperanzas, henchido de nobles ambiciones, a aquel su bello país que lo atraía ahora con la magia de un encanto y la realidad de un ensueño.

Confiaba encontrar en el regreso de esta segunda partida, aquellas gratas ilusiones y goces que no hallara al volver de Europa. Deparábaselos el amor, ya que no las amistades nacientes o la estimación de los extraños adquirida por sus méritos: la escena aparecía diferente, ornada de atractivos seductores a los ojos de su alma, sin aquellos tintes oscuros y vagarosos de otros días, después de una larga ausencia. Las costas que la nave recorría, rumbo a Montevideo, exhibíanse ahora bajo un aspecto nuevo y encantador para su imaginación apasionada, y complacíase en contemplar con secreto deleite bajo la tolda sus relieves caprichosos, sus cabos y puntas avanzadas, sus coronamientos de fantásticos peñascos, sus empinados cantiles, sus playas blancas y movibles cordilleras de arena, sus islotes, de piedra en que se agrupaban los lobos marinos al amor del sol, sus lejanas lomadas verdes y serranías azules, detrás de la línea de roca viva que lamía el oleaje espumoso y turbulento. Volaba entonces su espíritu hasta los sitios queridos, después de resbalar su mirada por la costa, las colinas, las crestas de los montes, ansioso de anticiparse el placer de la grande emoción suspirada, y sonriéndose a la idea de que la dicha estaba a un paso, lo mismo que para los ojos parecía estarlo aquel horizonte lleno de luces y colores.

Estas impresiones fueron haciéndose más dulces y agradables, conforme avanzaba la nave e iba descubriéndose entre los celajes de la tarde la bella península en que se asienta la ciudad natal. Delineábase con su enorme mole de edificios entre contornos dorados y celestes, empinada con osadía en las alturas, como para inquirir allende el horizonte el derrotero de los buques que traen semilla de progreso, polen de artes y porvenir de razas, e indicarles las latitudes privilegiadas y puertos de arribada forzosa, en donde el mismo derecho inviolable protege y ampara la virtud y el trabajo, y la libertad fuerte en sí misma, respeta y saluda a todas las banderas del mundo. ¡Cuán hermosa se le aparecía ahora, a través del prisma de sus ideales, esta ciudad erguida y risueña, promesa de oro en el grande estuario, que incita al navegante a internarse en busca de próvidos y ricos dones en los ríos gigantescos, como una sonrisa de la fortuna aquende la soledad de los mares! Contemplábala con esa dulce fruición del que se aparta de las cosas transitorias y abriga fe en las lecciones del tiempo; y presentía en ella un vasto emporio, cabeza de regiones, que debía animar quizás con el soplo de su vida, en los misteriosos años del futuro.

Cruzábanse así, patrióticas visiones con sus ensueños apasionados, a medida que la vista iba dominando el conjunto y distinguiendo los detalles; brillante panorama, al principio, realzado por los cuadros y paisajes de las quintas y jardines de los contornos entre cuya verde espesura se destacaban aéreas moradas blancas, algunas torres, luego conos enhiestos, iglesias dispersas, campanarios atrevidos, airosos minadores, fugaces agujas, aquí y acullá diseminadas entre millares de azoteas; después el cerro, con su morrión de almenas y su faro de eclipses, solitario gigante que enseña a lo lejos su ojo de fuego, burlando las celadas tenebrosas de la bruma y el escollo; el anfiteatro enseguida, con su vasto cinturón de edificios, árboles y palacios de verano, visibles a través de un bosque de mástiles y vergas que cubrían la rada, balanceándose al ritmo de la marea; al frente, los fuertes murallones y el viaducto de la playa, por donde se deslizaba la locomotora con su flotante cimera de vapores y sus resoplidos de dragón formidable; y más al fondo, el montículo legendario en cuya cumbre se asentaron gloriosas banderas de guerra, punto estratégico de sitios desoladores, teatro de salvas y dianas de victoria, donde se batieron veinte ejércitos en duelo a muerte y se desplegó a cada lustro aciago el pabellón negro de las luchas civiles. Pero este cuadro panorámico, por hermoso que fuera, no había logrado agitar tanto su corazón como el paisaje bello y risueño de las colinas al naciente que dejara a sus espaldas al doblar las puntas del mediodía; lugares caprichosos de vegetación lujuriante y suelo de arenas que refresca el viento de las orillas, donde la naturaleza parece conservar sus rasgos distintivos enmedio de los mismos esfuerzos del arte, llenos de sombra y callada soledad, aunque animados y luminosos para él, por el encanto que les prestaba su blonda y virginal Armida. Ella, Brenda, estaba allí, y esto sólo era lo bastante para que revistiesen a sus ojos majestad, poesía y colorido. ¡Cuánto ansiaba el delicioso momento de volverlos a ver!

Apenas desembarcó, dio orden al cochero de conducirlo sin demora a su casa-quinta. Contra la costumbre proverbial de los aurigas alquilones, éste hizo volar su vehículo por los rieles del tren del Este, y no se detuvo hasta llegar a la verja, obligando su pareja a una carrera para él fabulosa. Raúl le compensó con largueza.

Todo estaba en orden en la casa-quinta, desde la sala de recibo al gabinete de estudio; nada podía observarse a la escrupulosidad de Selim. El fiel doméstico experimentó gran satisfacción por el regreso, e impuso a Raúl minuciosamente de las ocurrencias -como él decía-, sin excluir la del fallecimiento de Zambique, que describió con vivos colores, y su visita, horas antes del desgraciado suceso. Con este motivo, añadió en su pintoresco lenguaje, que desde aquel día abundaban los perdigones en el baldío, sin duda porque los ecos de la marimba no les ponían ya miedo.

Lamentose el joven de la fúnebre nueva; más aún, al pensar en la pena que el hecho habría causado en el ánimo de Brenda. ¡Sobrábanle a él motivos para destinar un sitio de preferencia en sus afecciones y recuerdos al buen Zambique!

Informole también Selim, de que la correspondencia de Río Grande había sido entregada en el acto de su recibo; y entre otros datos, la noticia del próximo regreso del caballero Zelmar Bafil de Buenos Aires, según anuncio trasmitido por su criado de confianza, que había recibido orden de esperarle en el muelle en la siguiente mañana.

Mucho complacieron a Raúl estos informes.

Apenas se restauró de las fatigas del viaje y húbose cambiado de traje, resolvió trasladarse a la casa-quinta próxima, munido de las cartas a que hiciera referencia en su esquela a Brenda.

No podía decidirse a aplazar aquella visita, tan interesante para él, de la que se prometía dulcísimas impresiones. Era tiempo de definir una situación que podría hacer la inercia intolerable, y complicar otros sucesos inesperados: los propios impulsos de su amor le llevaban adelante, después de una tregua demasiado larga para las impaciencias del corazón.

A pesar de todo, dirigiose no exento de dudas y de extrañas ideas a casa de la señora de Nerva; preocupación fundada en los móviles secretos que inducían a ésta a resistir a sus amores.

Al aproximarse a la verja exterior del edificio sintió precipitarse los latidos en su pecho.

Por entre los primeros pilares, pudo percibir una gran parte del jardín; y aquellos sitios tan queridos, que en nada habían cambiado, los árboles altos e inmóviles, la poética glorieta, los bancos de piedra pulida, los bustos marmóreos entre el follaje, los senderos de brillante arena de las playas, las flores meciéndose al arrullo de las auras tibias, la fuente con su pez de greda, los verdes festones de bejucos, los criaderos vestidos de galas irisadas en torno de los que solía deslizarse la falda blanca o celeste de Brenda, por las tardes, hablaron a su espíritu con el lenguaje de otros días, llenándolo de reminiscencias e ilusiones adorables.

Las dudas y pensamientos importunos se desvanecieron. Sólo quedó una imagen, que bien pudiera ser luz, aroma y melodía en el circumambiente de sus ideales. No necesitaba más para los raptos de su mente, contenida por hábito y tendencia -a pesar de las afirmaciones de Bafil-, dentro de los límites de ese amor humano, sin extremos arrobamientos místicos; pero férvido, generoso, profundo, capaz de las grandes acciones y sacrificios que dignifican y enaltecen la vida.

Raúl siguió avanzando con más ánimo y brío, en pos de estas alternativas y entusiasmos, propios del estado de su espíritu.

Dos carruajes veíanse frente a la verja. Este detalle no dejó de preocuparle un poco.

Asaltolo entonces la sospecha de algún incidente extraordinario.

Precedámosle algunos momentos en su visita.

De pocos días atrás, en realidad, a partir de aquel en que Areba insinuara en el ánimo de Brenda una cruel sospecha, la anciana guardaba el lecho, llegando a inspirar nuevamente su salud serios temores. Parecía aproximarse una crisis peligrosa. El acendrado cariño de Brenda y su inagotable fuerza de celo, constituían el gran consuelo de la enferma en su quebranto; aunque los torcedores de una pena honda desgarraban implacables el corazón de la pobre niña, adquiriendo sus incertidumbres las formas más negras y fantásticas en las largas y frías horas de vigilia. Dividían los grandes y distintos afectos, carísimos amores que empezaba a cubrir lo oscuro impenetrable, al flotar sobre ellos la duda con sus pliegues siniestros, sin que la fuera dado confiar a la que tanto veneraba, por el momento, las expansiones íntimas de su acerbo dolor.

La súbita aparición del doctor de Selis, durante su diálogo con Areba, y cuando ella se disponía bajo la influencia de la ruda emoción que la causaran las últimas palabras de su amiga, a precipitarse en brazos de la anciana para arrancarla con el ruego la clave del horrible secreto, previno una escena tocante y conmovedora; y ahogó ella sus lágrimas y acalló sus penas resignándose a esperar con la vuelta de aquella salud querida, el regreso del ausente amado.

Esos dos seres eran su único culto. Ante las revelaciones misteriosas de Areba y su actitud apasionada, casi irascible e hiriente, deseaba no pensar, no creer, no recordar, reprimir el vuelo de su imaginación y la actividad febril de su inteligencia que pedía a su memoria, infatigable, materiales de un pasado ya lejano con que iluminarse entre las tinieblas del enigma. ¿Sería que Areba amaba a Raúl, y quería robarla su dicha? ¡Amarga duda! ¿Cuál sería aquella barrera insalvable a que ella aludiese en su despecho, levantada por una suerte impía, como una amenaza de perdurable desventura? ¡Terrible incertidumbre! Esta última pregunta, hablando consigo misma, mantuvo por largas horas en excitación su cerebro; el secreto se hacía de instante en instante más oscuro y temible, y ante él llegó a cerrar los ojos, como sucede cuando amaga un vértigo en la altura que domina a un precipicio.

En su imaginación herida llegó a reflejarse alguna vez con todos sus detalles y accidentes la última escena con Raúl, el banco cubierto de enredaderas frente a la choza, el pasaje de Zambique, la emoción y la palidez de Henares cuando la preguntó «cómo era su padre», el ceño adusto y triste de su semblante al satisfacer ella su deseo; y en armonía con estas reminiscencias, la conducta de la señora de Nerva para con él, sus recelos, sospechas y resistencias silenciosas, la actitud recogida y llena de misterio de Areba: todo esto se agolpaba en tumulto a su mente y se desvanecía pronto, para dejar su sitio a nuevas memorias e inquietudes.

¡Cuán diferentes preocupaciones, qué opuestos pensamientos, qué encontradas emociones, qué proyectos insólitos y luchas sin tregua en el fondo de su conciencia!

¿Había, acaso, algún genio adverso envenenado el aire de su soledad?

Sentía en su cabeza un peso que la agobiaba y la abatía, privando a los ojos de su brillo y a la piel de su rosa admirable; y en el seno un escozor sin alivio, persistente, dilacerante, crueles efectos de sus insomnios y torturas morales.

En todas partes se notaba su presencia, y la servidumbre que la veía agitarse de continuo y andar inclinada, silenciosa, abstraída, concluyó por someterse al influjo del contagio, difundiéndose en la morada hermosa una gran nube de pesar y de tristeza. Si ella, que era el encanto de todos los ojos y el tema de todas las lenguas, había perdido su alegría, ¿qué ánimo podía aparecer contento y feliz mientras la septuagenaria al recobrar su salud, no volviese a su pupila su esplendor de primavera?

En la tarde de que hablamos, encontrábase la joven a la cabecera del lecho de la enferma pasándole cariñosa su blanca mano por las sienes, en el ansia de que disminuyera la fiebre que consumía aquel cuerpo frágil y endeble.

Areba estaba cerca, callada y quieta en su asiento, con un brazo apoyado en el velador y la mano en la barba, en actitud de recogimiento.

El doctor de Selis, a la espera de la hora de una junta con otros dos facultativos, había salido, hacía momentos, y se paseaba impaciente en el vestíbulo, moviendo a uno y otro lado la cabeza cual si sostuviera con la ciencia un debate grave, en nombre de la duda y de lo imprevisto. La digital purpúrea ¿qué podía contra el vicio orgánico?

En la habitación de la enferma, semi oscura, reinaba ese silencio que en determinadas horas parece imponerse a los mismos insectos alados que zumban en el aire.

La anciana había tenido un rato de reposo. Al despertar, nombró a Brenda.

Contestola ésta, con dulzura:

-Aquí estoy. ¿Qué me quieres, madre?

-¡Ah! -murmuró ella mirándola con los ojos muy abiertos y una expresión indefinible.

Los dirigió enseguida a Areba.

Ésta se apresuró a preguntar con cariñoso interés:

-Siente usted algún alivio ahora, ¿verdad?

-Un poco, felizmente. No tengo la cabeza pesada y débil como anoche... Este corto sueño ha sido sin embargo bastante intranquilo.

-La fiebre tal vez, madre -dijo Brenda, acariciando solícita entre las suyas una de las manos de la enferma-. No debes hablar mucho, que eso puede agravarte.

-En este instante, no; y quiero aprovecharlo en todo lo posible... El sueño fue extraño, como propio del delirio: pero de él no recuerdo nada con lucidez, sino un detalle interesante.

-¿Cuál?

-Que hablaba con tu padre, sobre aquel que le quitó la vida.

Brenda experimentó una fuerte conmoción, y sus mejillas palidecieron.

Areba hizo un ademán de ansiedad.

-Eso me induce a hacerlo ahora contigo -continuó la anciana con la voz trémula, sin apartar la vista de la huérfana-, por el cariño que te profeso y por esa memoria para ti querida y venerable... Consuélame la idea de que no tienes queja de mí, y de que me quieres siempre con la misma ternura.

-¿Podías dudarlo, madre mía? -balbuceó Brenda ahogada por las lágrimas.

-Ya ves que no. Pero anhelo desvanecer en tu ánimo cualquier duda sobre mis intenciones acerca de tu porvenir.

-¡Oh, qué cruel estás! -dijo Brenda con acento de dolor-; yo te suplico me dejes ahora concentrar en ti mis afanes y cariños... ¡Olvida lo que me interese, por favor!

-¡No! Es preciso que me escuches -replicó la anciana temblando, con los ojos muy animados, y el ademán febril-. Lo exige mi conciencia.

-¿Tu conciencia? -exclamó la huérfana estremecida-. ¡Oh! ¿Qué significan esas palabras en tus labios, madre mía?

Brenda hizo esta pregunta llena de sorpresa. Habíanse abierto cuan grandes eran sus ojos azules que, fijos, inmóviles, empezaban a reflejar los fenómenos de una honda tribulación. Aquellos lejanos recuerdos, aquellas frases extrañas, aquellas palabras significativas o intencionadas, por lo menos, en aquel instante triste, introducían el sobresalto en su ánimo, poniendo a prueba la delicadeza de sus fibras. ¡Parecía empezar a comprender!

Areba aproximose a una seña de la enferma.

Ésta oprimió una mano de Brenda contra su pecho, cual si quisiese atenuar con su suave roce los golpes rudos y tenaces del corazón; y empezó a hablar agitada, nerviosa, llena de verbosidad, como si deseara al precipitar sus palabras, arrojar cuanto antes de sí un peso intolerable.

-Hasta hace poco tiempo -dijo- fue mi deseo, desinteresado y cariñoso, que tú contrajeses enlace con el doctor de Selis, presintiendo que mi vida no podría prolongarse mucho, sin que este deseo debiera interpretarse jamás como una violencia moral o una imposición indigna del grande afecto que te he prodigado siempre... Después que me revelaste sin reservas el estado de tus sentimientos, y las ilusiones que abrigas, respecto de otro amor que vino a ti fatalmente, no podía yo insistir en mis propósitos, y preferí guardar silencio para no marchitar quizás de pronto aquéllas con vanos disgustos y pesares... al menos, mientras no adquiriera la certidumbre de ciertos hechos que consideraba y juzgo deber de conciencia no ocultarte...

Detúvose un momento: estaba un poco fatigada, con el rostro ligeramente encendido y la mirada brillante.

Brenda, por cuyo corazón pasaban fenómenos inexplicables, hizo un ademán de ruego, conteniendo el llanto; pero ella, después de un fuerte suspiro, siguió diciendo:

-¿Cómo podía yo obligarte? Dueña eres de seguir los naturales impulsos de tus sentimientos... ¡Nosotras las ancianas nos forjamos a veces la ilusión de poderlos dirigir sin pena ni esfuerzo! Es una ficción con que nos halaga la experiencia, esta memoria triste inseparable del frío de los años... La juventud vive de pasiones, y hay que dejarla horizontes y ensueños; pero debo instruirte de cosas de otros años, mi querida Brenda, para que las medites a solas y decidas de tu suerte sin hacerte violencia, despreocupada y libremente; y he de referírtelas no sólo para mi satisfacción propia, sino también en homenaje a la memoria de aquel cuyo retrato colocado junto al de mi esposo -su amigo fiel e inseparable-, contemplas tú todos los días con cariñoso respeto.

Así diciendo, la enferma tendió el brazo enflaquecido hacia uno de los retratos en tela, pendientes de la pared del fondo.

Brenda siguió el movimiento con otro rápido de su cabeza.

-¡Mi padre! -profirió, dominada por una emoción profunda.

-¡Sí, Pedro Delfor! -dijo la anciana con tono grave y solemne-, que hace años sucumbió en un lance de guerra. Tú recuerdas bien el suceso, origen de tu orfandad. No ignoras tampoco que una circunstancia casual me hizo testigo de la sangrienta aventura... ¡Conservo aún grabadas en la memoria las facciones del matador!

Se calló otra vez, clavando en la joven su vista turbada e inquieta, en que parecían reflejarse todas las congojas de su ánimo.

Brenda sintió helársele la sangre en las venas; miró a su vez a la enferma con una expresión de desvarío, casi atónita, y exclamó enmedio de fuerte zozobra:

-¡Madre querida, concluye por piedad!... ¿Qué relación existe entre esa muerte y mi amor?

La anciana ahogó en su garganta un ronco sollozo, clamando rígida y angustiada:

-¡Yo nunca te dije quién le mató!

-Y ¿quién fue, Dios piadoso? -balbuceó Brenda retrocediendo un paso, con las manos tendidas hacia adelante, y pintado en su rostro el más vivo sentimiento de terror.

La enferma incorporose de súbito en el lecho llamándola a sí, con los labios trémulos y violáceos, como pidiéndola que viniese a compartir con ella su amargura, y mientras Areba silenciosa y conmovida enlazaba con su brazo la cintura de la joven, dijo ella, imponiéndose por un esfuerzo supremo a su pena indecible:

-Le conoces. ¡Se llama Raúl Henares!

A estas palabras, Brenda arrojó un grito herido, llevando las manos a su pecho, cual si allí hubiese entrado un dardo de fuego; y arrancándose desesperada de los brazos de Areba, agitose vacilante y ciega, presa de un vértigo, y fue a caer de rodillas frente al lecho, posando en él su cabeza, que sacudió con los últimos estremecimientos de un dolor agudo y horrible.

A aquella voz desgarradora, la anciana postrada por el esfuerzo se desplomó en los almohadones lívida y sollozante, murmurando frases ininteligibles y misteriosas, como esas que vagan por los labios ya incoloros y secos en la hora de morir.

Areba, perpleja ante este cuadro afligente, corrió al fin veloz a la galería, dando paso a las sirvientas que a su llamado acudían en tumulto, y de allí al vestíbulo, en busca del doctor de Selis.

Minutos antes, Raúl Henares había salvado la gran puerta de rejas que daba al camino.

Algo sucedió entonces.

La presencia de Lastener de Selis operó en él una transformación repentina. Desechando todo escrúpulo, atravesó con firmeza el sendero y subió las gradas.

El doctor que se paseaba con la cabeza descubierta, impaciente y agitado, se detuvo al verle venir, haciendo un brusco movimiento de sorpresa. La visita, a no dudarlo, era inopinada.

Mas reponiéndose bien pronto, cruzose de brazos y esperó.

Una sonrisa irónica se dibujó en sus finos labios, animando su fisonomía con una expresión de placer singular. Aquel encuentro parecía propicio a sus planes de desagravio y de amor. La fatalidad arrastraba a su adversario a un trance amargo y duro, de cuyas consecuencias difícilmente podría librarse, y que debía herir sus fibras en lo más hondo, envolviendo su conciencia de improviso en la túnica encendida del remordimiento y de la desesperación. El despecho y el celo que bullían en el fondo de su ser, sin nublar la visión clara de su espíritu, prometíanse un triunfo incomparable. Su rival bajaba al terreno de un modo inesperado, y en hora solemne para la huérfana, que en ese instante ante el lecho de la enferma, presentía tal vez un nuevo y grande infortunio.

Raúl fijó en él su mirada al poner el pie en el vestíbulo.

El doctor de Selis se mantuvo quieto, mirándole a su vez, la diestra puesta en los labios, cual si buscase detener la explosión de sus resentimientos; y volviéndose de lado, dijo, procurando dar a sus palabras una entonación reposada y fría:

-Llega usted en un instante sólo útil a la ciencia.

-Lo deploro -contestó Henares reprimiendo una fuerte sensación-. Pero eso me estimula a no desistir de mi propósito, aunque el caso sea grave...

-¡Por demás! Lo singular del hecho, es que bastaría a la anciana enferma el anuncio de su visita, para que se produjera en ella una crisis funesta.

-¿Es el facultativo el que me hace una advertencia discreta, o es el pretendiente que intenta lastimarme?

El joven acompañó la pregunta con un ademán vehemente, y un sobresalto que no intentó disimular, dirigiéndose a la entrada.

De Selis, sin contestarla, dio dos pasos hacia la puerta, diciendo en tono helado y grave:

-Apele usted a lejanas memorias, que es posible duelan a usted recuerdos.

Raúl se detuvo, irguiéndose altivo.

-Ninguno de ellos me avergüenza -contestó, midiendo a su adversario con una mirada enérgica y resuelta-.

-¡Lo propio fuera, que jamás hubiese puesto usted aquí la planta!

-¿Por qué?

-Su conciencia lo dirá.

-¡Error! Al lado de la que empaña la suya, mis culpas leves se disipan. ¿No será usted víctima de una torpe alucinación?

-Lejos de eso. ¡Lavó usted en su mano una mancha de sangre, pero en su memoria quedó otra indeleble!

-¡Aclare usted esa frase! -prorrumpió Raúl con asombro, y conteniendo apenas los impulsos de su cólera.

-¡Fácil es!

Tenía de Selis el color de la cera y creeríase que hincaba sus uñas en la piel, conteniendo un arranque violento. En sus labios morados no había desaparecido la sonrisa esforzada e irónica del primer instante.

-La prueba de lo que una tradición oral cuenta, está aquí; y tiene a más por testigo el hecho en que ella se funda, a una anciana venerable.

Al expresarse de este modo, de Selis llevó la mano al pecho, en donde sin duda guardaba el memorándum de Diego Lampo, exigido a éste por Areba.

Un recuerdo luctuoso cruzó entonces por el cerebro de Raúl, y una nube negra por su vista.

-¿Qué afirma la tradición? -profirió sin reprimir un arranque de ansiedad mortal.

Su adversario se alejó un paso, exclamando lleno de vengativo encono:

-¡Ella afirma que en el vado de un arroyo, el coronel Pedro Delfor, padre de Brenda, murió a manos de Raúl Henares!

Raúl retrocedió, así como aquel que recibe un golpe de maza en mitad de la frente -y al golpearse aquélla con extrema violencia, lanzó una gran voz:

-¡Fatalidad!

-¡Sí! -prosiguió de Selis con ensañamiento cruel-, ¡por ahí le entró al padre la bala, dirigida por la mano del que ahora pretende la posesión de la huérfana, como un derecho o despojo opimo de la victoria!

Raúl se alzó desencajado y convulso sacudiendo la cabeza con ademán imponente, y se lanzó con ímpetu sobre él, gritando de ira y de dolor:

-¡Calle usted, o le arranco la lengua!

Por un movimiento simultáneo, de Selis se abalanzó a su vez, al proferir una interjección enérgica, y los rivales, cogidos de los brazos con rencor fiero, se miraron lívidos, frenéticos, implacables, buscando aniquilarse, con el solo fulgor siniestro de sus pupilas.

De súbito, resuena la voz de Areba, alterada y llena de congoja:

-¡Doctor de Selis, urge su presencia! ¡Acuda usted pronto!

Tras de estas palabras, la joven apareció en el vestíbulo con la rapidez que imponen los casos graves y la agitación propia de una hora de angustia.

La escena que allí se desenvolvía, la impuso y sobrecogió, arrancándola un grito de espanto y de sorpresa.

Este grito contuvo a los adversarios.

Los brazos cayeron de improviso; los dos hombres se apartaron ceñudos algunos pasos y miráronse silenciosos, una vez más, con una expresión de concentrado encono.

Al fin de Selis entrose mudo y sin color, moviendo inquieto los hombros, cual si en ellos se hubiesen posado dos zarpas poderosas y desgarrádole las carnes.

Areba le dejó pasar, callada, transparente de emoción, colocándose entre él y Raúl, que se había descubierto un instante, y daba un paso para alejarse.

Ella le miró al rostro, página viva de los tormentos que dominaban su alma varonil, y en su alma se confundieron vehementes e intensos el amor, la admiración, el despecho, los celos, el enojo, para sucederle después, otra, con un reflejo de pesar infinito.

Raúl se detuvo.

Areba se acercó más a él, con esa audacia adorable que la pasión concede y que estimula un gran dolor extraño. ¡Cuánto darla ella por restañar la cruel herida abierta en aquel noble pecho!

Al verla aproximarse, con los ojos puestos en los suyos, y un aire de profunda simpatía, suave, pálida, bella, emocionada, el joven intentó sobreponerse al peso de su desventura, y descubriéndose de nuevo, dijo con acento bajo:

-Séame permitida una pregunta, por favor... ¿Es para Brenda ese auxilio que usted ha reclamado?

-No -respondió Areba con premura, y acallando todo sentimiento de despecho u orgullo-; es para la señora de Nerva, cuyo estado inspira seria inquietud.

-Gracias y perdón, si he osado detener a usted en este momento de conflicto; pero su bondad me dio ánimo. De regreso de un largo viaje, aquí vine para cumplir un grato deber, ajeno a lo que ocurría, y muy distante de pensar que la suerte me reservase un amargo sinsabor. Me aparto sin cumplirlo; y al hacerlo, agrego a mi desdicha propia la penosa certidumbre de que aquí se sufre y se presiente un suceso irreparable.

Alzó enseguida sus ojos a Areba -que le contemplaba turbada y suspirante-, y añadió en tono de melancólico ruego:

-Si de labios de la enferma recogiera usted mi nombre envuelto en un trágico episodio, ¡oh, que no se me condene en absoluto! siquiera en nombre del principio de justicia que permite su descargo al reo.

¡Sea usted piadosa! ¡Del sacrificio que me impuso un destino adverso, al arrancar con mi mano la vida a un hombre, en época apartada, la conciencia no me acusa, aunque el corazón protesta lacerado, y llena mi alma toda con sus gritos de dolor!

A estas palabras, inclinó Areba su cabeza, uniendo las manos, cual si aquel hondo duelo hubiese encontrado en ella un eco intenso y conmovido las fibras más sensibles de su ser.

Saludó Raúl, y de allí apartose con la frente baja, un brazo recogido sobre el pecho y el otro doblado hacia adelante, turbia la vista, el cuerpo erguido y rígido, cual si todos sus músculos en acción conservasen aún la actitud agresiva del primer momento.

Viole ella alejarse, con un sentimiento de profunda pena; irse anonadado, sin haber gustado el placer inefable de una entrevista con la que amaba, como un pobre viador a quien se arrebata el último consuelo; y cuando él se detuvo un segundo, sin volver el semblante, en la puerta de la verja, oprimiósele a ella el seno con amargura y desaliento.

¡Ni una mirada! Por primera vez las lágrimas saltaron a sus ojos, y al rodar, cayeron en sus labios como gotas de fuego.