Buena pesca

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​¡Buena pesca!​ de Pedro Antonio de Alarcón


I[editar]

Cubierto de gloria y de heridas en la guerra de Sucesión, y sin blanca en la faltriquera, como entonces acontecía a casi todos los héroes, tornó un día a su desmantelado castillo el noble barón de Mequinenza, a descansar de las duras fatigas de los campamentos y comerse en paz los pobres garbanzos vinculados a su título.

Dos palabras sobre el batallador y otras dos sobre su guarida.

Don Jaime de Mequinenza, barón de lo mismo, capitán que había peleado por los intereses de Luis XIV, era a la sazón un hombre de treinta y cinco años, alto, hermoso, rudo, valiente, emprendedor, poco letrado, pero locuaz en extremo y muy aficionado a las aldeanas bonitas. Añadid que era huérfano, unigénito y solterón, y acabaréis de formar idea de nuestro hidalgo aragonés.

En cuanto a su castillo, era su vivo retrato en todo..., menos en lo fuerte; mas por lo que toca a soledad y pobreza y altanería, ¡vive Dios que no le iba en zaga! Figuráoslo (y digo figuráoslo porque ya se ha hundido medio edificado y medio tallado en una roca que lamían de una parte las ondas del río Ebro, y que se reclinaba por la otra sobre una montaña..., que allá seguía remontándose a las nubes.

Al pie de este peñasco había una docena de casas y chozas habitadas por los vasallos del barón, o sea por los labradores de los cuatro majuelos que constituían sus Estados. De la aldea al castillo subíase por quince rampas que terminaban en un foso con puente levadizo. Alimentaba de agua este foso una sangría hecha en el Ebro media legua al norte de la fortaleza; sangría que, convertida en ruidoso torrente, volvía a precipitarse en el opulento río.

Ítem: enclavada en un inaccesible flanco de la montaña, separada del castillo por este salto de agua y, como él, colgada sobre el Ebro, había otra roca más pequeña, que coronaban una cabaña y un huertecillo, fundados allí por la temeraria mano del hombre.

Un ancho tablón de nogal enlazaba por vía de puente el castillo y la cabaña; de modo que, si imposible era llegar al primero una vez alzado el rastrillo, más imposible era llegar a la segunda, suprimido que fuera el tablón.

Ya hemos dicho que en la roca feudal vivía don Jaime de Mequinenza: falta decir que en la roca feudataria habitaba un pescador de anguilas, que se estaba haciendo rico merced al atrevido pensamiento de formar su choza en aquel solitario y amenazado paraje.

Damián, que así se llamaba el pescador, había ideado colgar del puentecillo una vastísima red, al través de cuya dilatada manga saltase la cascada, sirviendo de funda, por decirlo así, las mallas a las aguas. Mediante este artificio, todas las anguilas que, arrastradas por la corriente, se veían obligadas a dar aquel salto para volver al Ebro, que fue su cuna, quedaban presas en las redes de Damián, quien las vendía en los pueblos circunvecinos a precio tan corto, como corto era el trabajo que le costaba pescarlas.

Y pues ya conocemos el teatro de nuestra historia, pasemos a más íntimas investigaciones.


II[editar]

Hemos dicho que Damián se estaba haciendo rico en tan pingües copos; pero hemos olvidado decir que Damián, como otros muchos hombres, había cometido la torpeza de casarse con una muchacha muy linda, muy graciosa y muy amiga de componerse; con una coqueta natural, en una palabra; o, si queréis mejor, con una coqueta nativa.

Carmela, variante amoroso de Carmen; Carmelita (él la llamaba así) era una rústica hija de aquella aldea, que ni sabía leer ni le hacía falta; pero que hubiera tentado al mismo San Antonio si este anacoreta no estuviese auxiliado de la Gracia de Dios.

Y es que ella tenía toda la gracia del diablo.

Era rubia, como acontece siempre en casos semejantes, pequeñita de cuerpo, apretada de carnes y más esbelta que un junco. De la cintura para arriba parecía una maceta de flores... ¡Qué pechazo!, ¡qué hombros!, ¡qué garganta!, ¡qué cabeza!... Y de la cintura para abajo, ¡qué caderas!, ¡qué andar!, ¡qué pisada!, ¡qué meneo! Blanca como la nieve, colorada como las tardes de mayo, sana como el aire de aquellas alturas, amorosa como una codorniz enjaulada, tenía un juego de boca, y una caída de ojos, y unas manos, y una trenza, y unos tobillos que, como dice Salvador, poeta de Granada, hablando de otros pies:


¡Desde allí al Cielo!

¡Ay, Carmen, Carmela, Carmelita! ¿Qué había de hacer el pobre Damián, sino adorarte y esconderte en el pico de una roca, allí donde estabas defendida del mundo por un castillo feudal, donde nadie podía visitarte de día sin que lo viese todo el pueblo, ni rondar de noche tu cabaña, como no fuese a quinientos pies por debajo de ella?

Pero como las muchachas del mérito de Carmela coquetean consigo mismas cuando no pueden coquetear con el prójimo, sucedía que, a pesar de vivir sola y sin ser vista de nadie más que alguna noche por su marido, gastaba el precio de todas las anguilas del Ebro en delantales, basquiñas, zarcillos, tumbagas y otras cosas en que el pobre Damián no se fijaba nunca, dado que la pícara las usase delante de él.

Penetrada quizás de su alta misión en el mundo, Carmela se adornaba todos los días como para ir a un baile, y se sentaba a la puerta de su choza. Allí la veían los pájaros, los tomillos y los cielos..., ¡nada más! Pero ella esperaba tranquila la hora de su destino. El castillo, única vecindad de la cabaña, se hallaba completamente deshabitado (nos referimos al estado de las cosas antes de la vuelta de don Jaime de Mequinenza), y desde el valle no se distinguía a la pescadora sino como una gran flor de colores colgada en la ladera del abismo... ¡Por el aire, pues, debía venir el amante que esperaba tan emperejilada Carmelita, suponiendo que Carmelita desease en efecto tener un amante!

-¿Conque Carmela no amaba a su marido? -exclamaréis acaso...

-¡Qué sé yo! Sólo puedo deciros que era muy bonita y vivía muy sola, pues Damián pasaba la mayor parte del tiempo vendiendo anguilas por la comarca...

Además, él le tenía prohibido que bajase a la aldea durante sus ausencias; y ella obedecía ciegamente a su marido..., porque así lo manda Dios... y porque no le agradaban a tan pulida señora los rústicos y zafios aldeanos.

Me diréis que Damián era también un rústico y zafio aldeano, y que, por consiguiente, acabo de decir que no le gustaba a Carmelita...

¡Pues bien! ¡No le gustaba!

Ni ¿cómo había de gustarle un hombre soez y mal vestido, con las manos llenas de callos y espinas, quemado del sol, curtido por la lluvia y oliendo a pescado a una vara de distancia, a ella, tan pulcra, tan elegante, tan presumida como una madrileña?

¡Es verdad que si el pobre pescador estaba poco compuesto, consistía en que la bella señora lo estaba mucho; es verdad que si el marido trabajara menos, a fin de cuidar algo sus manos, la mujer tendría que trabajar más, echando a perder las suyas; es muy verdad que con aquel pescado que olía tan mal se pagaban aquellos jabones que olían tan bien!... Pero ¿quién hace reflexionar a una mujer, y sobre todo a una mujer de diecinueve años, tan bonita, ligera y graciosa como los siete colores del arco iris?

¡Ah! La gratitud es un sentimiento demasiado incómodo para una persona prendada de sí misma, y la justicia una idea demasiado seria para una muchacha que se ríe sola. ¡Y Carmelita solía reírse a solas, al espejo!

Todo esto significaba o quiere significar, en último resultado, que la bella pescadora se enamoró de don Jaime de Mequinenza desde que en la aldea cundió la voz de que el caballero tornaba victorioso a su castillo...

Volvió don Jaime, en efecto; y como él la amaba ya en especie, según diría un escolástico, no necesitó más que verla para adorarla.

Damián, entretanto, pescaba anguilas.

Sin embargo, desde que el barón volvió a su castillo, una vaga inquietud se había despertado en el alma del celoso; y era que, por muy arraigado que estuviese en su corazón y en el de toda su familia el respeto a sus naturales señores, no podía menos de pensar en que don Jaime era muy enamorado y su mujer muy bonita, y en que el castillo y la cabaña no estaban tan distantes como la cabaña y la aldea, sobre todo teniendo en cuenta el puentecillo de nogal...

Así es que Damián, pretextando tener reumatismo en una pierna, había tomado un mozo que vendiese las anguilas y no abandonaba ya la cabaña casi nunca.

Y a fe, a fe, que si hemos de decir la verdad, el pescador no andaba muy descaminado en punto a temores...

Don Jaime y Carmelita estaban ya cansados de telégrafos, como se dice hoy, y enamorados perdidamente uno de otra y otra de uno, como ha sucedido siempre entre dos que se miran y no se hablan. El platonismo se les hacía insoportable, la distancia inmensa, el puentecillo transitable..., y esperaban con ansia el primer viaje de Damián para tener una entrevista a solas: en todo lo cual habían convenido por señas, y también por adivinación...

Conque pasemos adelante.


III[editar]

Era una hermosísima tarde de mayo.

Los dos esposos tomaban el sol a la puerta de su choza.

Aquel sol que se ponía hace siglo y medio es el mismo que todos conocéis. Diremos, sin embargo, que aquella tarde se ocultaba tras las montañas con tanta lentitud y majestad como si no pensara volver a salir nunca.

Era uno de esos momentos augustos en que parece que el tiempo se ha parado. Era una de tantas fiestas de la Naturaleza como no pasan a la Historia; uno de esos días radiantes y solemnes en que se cree que el mundo ha llegado por primera vez al apogeo de su hermosura, y que todo el tiempo anterior ha sido un período de adolescencia, así como todo el tiempo que ha de venir un descenso, un desmejoramiento, un envejecer penoso que terminará en la nada. Era, en fin, esa hora melancólica en que el ánimo asiste a la tragedia de la muerte del día como a un espectáculo nuevo y que no se ha de repetir; hora en que, si por acaso recordáis a los seres que conocisteis y murieron, sentís vergüenza de vivir una vida que ellos dejaron.

Carmela y Damián miraban extáticos aquel sol, cuyos últimos rayos teñían el horizonte de no sé qué luz profética, que iba a reflejarse allá en su conturbado espíritu. Por inculta y tosca que fuese su naturaleza, ambos sentían en aquel instante, quizá por la excitación a que habían llegado sus almas, que la puesta del sol no debía serles tan indiferente como en los demás días; que era para ellos aquella hora, hora crítica y predestinada, hora de misterio o de fatalidad. Y tal vez por lo mismo que su limitado espíritu no les permitía darse cuenta de lo que experimentaban, ni analizar las informes imágenes de vida y muerte, de pasadas venturas y presentidos dolores que veían amontonarse hacia Oriente a medida que el sol se hundía en el Ocaso, era mayor la turbación y la angustia de los dos criminales, que callaban, temerosos de revelarse sus secretos, y ni se miraban ni extrañaban esta recíproca reserva.

Y es que, en ciertos momentos trágicos, se despierta en nosotros una facultad más lúcida que la inteligencia e independiente del albedrío; y esta facultad, que concibe y ejecuta por sí sola, había establecido ya, entre la esposa que meditaba el adulterio y el celoso que proyectaba el asesinato, una especie de transacción que les servía de tácito convenio, o indeliberada complicidad, para que ni el uno ni el otro extrañase un silencio tan largo y tan injustificado a primera vista.

Cuando ya se puso el sol completamente, ambos respiraron con fuerza, como quien termina una tarea de muchas horas. El pacto estaba firmado. La resolución de los dos era tan irrevocable como la muerte de aquel día...

Entonces se miraron ya sin miedo ni reserva.

Damián hizo más... Alzó los ojos al castillo con gran frescura, y saludó al señor barón, que tenía fija la mirada en Carmelita.

Ésta saludó también al caballero con suma naturalidad.

Damián, que lo viera, estiró la pierna del reumatismo, y exclamó, sonriéndose:

-¡Pues señor! Estoy completamente bueno. Me voy a dar una vuelta por la aldea. Pasaré allí la noche, viendo si cobro unos maravedises, y volveré mañana por la mañana temprano a recoger la pesca que caiga esta noche. ¡Ea, Carmelita! ¡Quédate con Dios!

-Adiós, Damián... -dijo Carmelita maquinalmente.

Nunca se habían despedido los dos esposos de esta manera... Pero no repararon en ello.

Damián cogió el sombrero y un palo; atravesó el puente de nogal y penetró en los fosos del castillo... en busca del sendero que bajaba a la aldea.

Todavía doraba el sol el pico de una montaña muy distante.


IV[editar]

Ocho horas después, estaba el sol de vuelta en la puerta de la cabaña.

Toda la tristeza y seriedad con que se puso el día anterior habían sido pura farsa.

Allí se hallaba otra vez, más alegre que nunca, rubio como unas candelas, trepando por el cielo con la misma indecisión que si fuera la vez primera que hacía el viaje, y esparciendo vida y alborozo dondequiera que penetraban sus rayos. Brillaba el agua, cacareaban las gallinas, rasgábanse las brumas del Ebro como velos de gasa, volaban los pájaros más perezosos, y bullían los ganados y los pastores en el fondo de los valles.

Era, en efecto, el mismo sol; el cual, durante aquellas ocho horas de ausencia, había atravesado el océano, dado las doce en América, servido de dios a los idólatras del mar Pacífico, alumbrado algunos matrimonios en la China, tostado las especias del Indostán, besado las piedras del Santo Sepulcro, y marcado la hora de la muerte a algunos griegos modernos, viniendo ahora, lleno de curiosidad, a saber qué había sido de aquellos dos pescadores del Alto Aragón que dejó sentados la tarde antes a la puerta de su cabaña.

En cuanto a Damián, podemos decir que también se hallaba aquella mañana más contento que la tarde anterior, si hemos de juzgar por lo juguetón y alegre que subía las rampas del castillo, seguido de otros pescadores, cantando la jota más villana de aquel país.

Llegaron al puente levadizo, que estaba ya levantado; atravesaron la fortaleza, que aún yacía en silencio, y llegaron a la explanada fronteriza a la cabaña de Damián.

-¡Bien ruge la cascada! -dijo un pescador.

-¿Y el puentecillo? -preguntó Damián.

-¡Es verdad! ¡Mira!..., ¡mira!...; ¡se ha desmoronado por las dos cabezas!... Es que se ha hundido.

-¿Cómo ha podido ser? ¡Un tablón de nogal tan largo y tan pesado!

-Tendré que comprar hoy otro... -repuso Damián indiferentemente-. ¡Conque, chicos, ayudadme a sacar este par de copos antes que sea más tarde!

Y reanudando su interrumpida canción, empezó a tirar de las redes de un copo.

-¡Diablo! ¡Cómo pesa!... -exclamó un pescador-. ¡Oh!, ¡has hecho gran cogida!

-¡Lo menos diez arrobas! -dijo un segundo-. Buena pesca!

-¡Ya lo creo! -añadió otro-. ¡Habrá pescado el puente de nogal!

Damián se sonrió.

-¿Decís que ese copo pesa? -gritó entonces otro pescador, que tiraba de la segunda red-. ¡Pues éste no se queda atrás! ¡Lo menos tiene doce arrobas!...

-¡Buen par de peñones habrán entrado en las mangas! -dijo un envidioso.

Damián estaba sombrío, trémulo, espantoso.

-¡Conque los dos copos pesan lo mismo!... -murmuró-. ¡No puede ser!...

Y con lentos pasos se dirigió a la cabaña...

En esto empezó a aparecer el primer copo.

Dentro de él se hallaba, en efecto, el tablón de nogal; pero no entero, sino la mitad exacta.

¡Era indudable que el puentecillo había sido aserrado aquella noche!

Aún no se habían repuesto los pescadores de su asombro, cuando retrocedieron espantados y dando gritos.

A estos gritos respondió en la cabaña, como un eco, un alarido terrible, pavoroso...

Y Damián apareció en la puerta, con los cabellos erizados y la mirada estúpida, riendo como una furia escapada del infierno.

Los pescadores habían visto en el fondo de la primera red el cadáver de don Jaime...

Damián había encontrado desierta su choza e intacto el lecho de Carmelita...

¡Y era que Carmelita estaba en la segunda red, con la otra mitad del puente de nogal!

-¡Ella también! ¡No contaba yo con tanto! ¡No quería yo eso! ¡Quería guardarla para mí, aunque fuera mala! ¡Ella también! ¡También mi Carmen! ¡Buena pesca! -gritó Damián entre salvajes risotadas y con toda la fuerza de sus pulmones.

Y corrió a encerrarse en la cabaña.

Cuando la justicia entró a prenderlo, halló que estaba armado de un serrucho, cortándose la mano derecha y gritando con infernal alegría:

-¡Buena Pesca! ¡Buena pesca!

Estaba loco.


Guadix, 1854.