Buenos Aires desde setenta años atrás/Capítulo XLV
I
Hemos hablado ya de ceremonias de la Iglesia Católica; de la inmensa concurrencia que a ellas asistía, pero hemos omitido algunas de las prácticas observadas por el pueblo, con escrupulosa exactitud, hasta hace algunos años, habiéndose borrado aún el recuerdo de algunas de ellas, en la época presente.
Por ejemplo: Al ir a la mesa, antes de empezar a comer, la persona de más respetabilidad, decía: -«Dadnos, Señor Dios mío, vuestra santa bendición, y bendecid también el alimento que vamos a tomar, para mantenernos en vuestro divino servicio. Padre nuestro, etc.»
Y después de haber comido: -«Os damos gracias por el manjar que nos habéis dado; esperando que, así como nos habéis concedido el sustento corporal, os dignaréis también concedernos un día la eterna bienaventuranza. Padre nuestro, Ave María y Gloria Patri.»
Rarísima era la casa en que dejaba de reunirse de noche la familia a una hora fija, para rezar el Rosario; a ese acto concurría todo el personal de la casa, inclusive la servidumbre de ambos sexos. Las visitas de confianza solían también asistir.
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Al primer toque de campana que anunciaba la Oración, todo movimiento cesaba como por encanto, en un instante. Esto no sólo sucedía en las casas; todos los hombres, a quienes la primera campanada sorprendía en la calle, se paraban en el acto, se sacaban el sombrero, rezaban el Angelus Domini, se persignaban, volvían a cubrirse, y seguían su camino.
Desde ese momento daban ya las «buenas noches.»
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Los españoles, y más tarde algunos de sus descendientes, jamás dejaban de persignarse en la puerta, al ir a efectuar su primera salida a la calle.
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Los Nacimientos eran otro motivo de atracción y de devoción.
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Los niños jamás dejaban de pedir su bendición a sus padres, al levantarse y al acostarse; otro tanto hacían con sus abuelos, tíos, etc., en su primer encuentro, a cualquiera hora que fuera.
Aun los adultos pedían la bendición a sus padres al separarse de ellos. Los criados hacían lo mismo con sus amos.
Esta señal de respetuosa sumisión ha desaparecido casi por completo, como otras muchas costumbres de tiempos pasados. Creemos que aun subsiste en algunos pueblos de las Provincias Argentinas.
Pasemos a otra cosa.
II
Nos hemos ocupado, sucesivamente, del lechero, del vendedor de carne, del carretillero, del aguatero, del pulpero, etc., justo es que no olvidemos al panadero, o repartidor de pan, que no es, a fe, exactamente el repartidor actual, que se instala en su carro o jardinera, llevándose por delante cuanto encuentra al paso, como una de tantas manifestaciones de la vida activa en el día.
Entonces, cuando todo era calma, y había, como tantas veces lo hemos repetido, tiempo para todo, el panadero llevaba sus enormes árganas sobre el lomo de una paciente mula, que no salía del tranco, y cuando más, de un trote corto.
Los repartidores eran, puede decirse, en su totalidad, hijos del país. Madrugaban, y a las diez de la mañana ya habían terminado su reparto en las casas particulares y en las pulperías. Por consiguiente, como no se conocían las necesidades que hoy apremian, y como la palabra economía no existía en su vocabulario, como buen porteño franco, desprendido, y aun derrochador, creía completamente inútil emplear las largas horas que quedaban a su disposición, después de su reparto, en cosa alguna de provecho, las mataba, pues, comiendo, durmiendo y jugando.
Lo primero en que pensaba el repartidor de pan era en hacerse de un caballo trotador y de un apero más o menos lujoso, con algunas prenditas de plata; cosa que pronto adquiría (pues parecía una especie de símbolo del gremio), con sus ganancias, o (lo que era aún más común), con el atraso de sus cuentas con el patrón.
A la tarde, pues, salía en su caballo criollo puro, tusado a la criolla, con su apero arreglado, también a la criolla, y con su mejor ropita, a recorrer las pulperías, y buscar, tal vez, marchantes. Tal era el panadero de aquellos tiempos, que malgastó sus horas de ocio, y que, como muchos, muchísimos de sus paisanos, no «leyó en el porvenir...»
Hoy ha desaparecido, casi por completo, de la escena: habrá tal vez un repartidor hijo del país, entre mil extranjeros.
III
Hemos hecho mención del apero, y esto nos conduce, inevitablemente, a ocuparnos del lomillero.
Las lomillerías existían esparcidas por varias partes de la ciudad, especialmente en los barrios de Monserrat y la Concepción; pero donde se encontraban aglomeradas, era por la plaza Nueva (Mercado del Plata), en las calles Cangallo y Artes. En esas cuadras se oía un ruido fastidioso y continuo todo el día, y aun en las primeras horas de la noche, producido por los golpes de maza sobre los fierros o pequeños instrumentos con que tallaban o floreaban las orillas de las caronas de suela, etc.
Las lomillerías eran entonces tan numerosas, como escasas eran las talabarterías.
El consumo de recados de todas clases era inmenso, como que era lo que más generalmente se usaba.
Muchos dueños de lomillerías ganaron dinero, y dícese que el señor Adrogué, fundador del pueblo que lleva su nombre, hizo una fortuna, como proveedor de monturas, correajes, etc., para el ejército, en tiempo de Rosas.
IV
Esta montura, aunque muy pesada para el caballo, o incómoda para ensillar, especialmente en un día de viento, ofrecía, sin embargo, gran comodidad, particularmente cuando hacía las veces de cama. Así es que, cuando alguien se aventuraba a salir en silla de la ciudad, aun cuando fuese a corta distancia, los paisanos, al verle, exclamaban en tono de mofa: «¡qué güena cama lleva ese mozo!»
Por gran número de años, muchos hombres de campo no conocían otra cama que su recado.
Los viajeros, aun cuando fuesen hombres de pueblo, y habituados a los regalos, iban ya dispuestos a dormir también sobre su recado, porque en aquellos años no se conocían las estancias llenas de comodidades, como se encuentran hoy. Rara es, en efecto, en el día, la que no proporciona una buena cama y demás comodidades, al que llega a pernoctar.
En aquellos tiempos apenas había otra clase de población que ranchos, y aunque los dueños fuesen ricos, no en todas habían camas sobrantes.
Por consiguiente, ya dentro del rancho, ya bajo el alero, ya en la ramada, tendía su cama, colocando las piezas de que se componía su apero, más o menos en el orden siguiente:
Primero la carona de vaca, luego las bajeras, después la carona de suela (a no ser que fuese verano y entonces la ponían encima), luego las jergas, el cojinillo y sobrepuesto; para cabecera el lomillo o recado, relleno con la chaqueta o chaquetón y demás ropa de que se despojaba al acostarse. Por mucho que se crea que no, podemos asegurar que era esta una magnífica cama, especialmente después de una jornada a caballo de 25 o 30 leguas.
Los más delicados, cuando andaban de viaje, solían llevar entre las caronas un par de sábanas; pero esto sucedía rarísima vez, porque temían exponerse a la rechifla, particularmente los jóvenes.
Estos, en vez de usar bola fuerte, que podía garantirlos un tanto contra el frío, el agua, las espinas de cardo, etc., se ponían botas de potro, con los dedos del pie de fuera: usaban calzoncillos con cribo y fleco, chiripá; llevaban lazo y bolas, aun cuando en su vida hubieran enlazado o boleado animal alguno; no les faltaba la espuela grande, aunque fuese de hierro, y los ricos las usaban de plata, de dos a tres libras de peso. De manera que, en lugar de procurar con nuestro contacto levantar al gaucho a nuestra altura, tan siquiera fuese en las costumbres, nosotros hacíamos lo posible por descender hasta él.
V
Con este traje atravesaba el pueblero la ciudad, de regreso de la campaña.
Cuando iba a pasar dos o tres meses en una estancia, ya sea que la tuviese a su cargo, o sólo fuese a pasear, la operación era más larga complicada; se vestía con su traje de gaucho, y así ataviado, y con su caballo enjaezado en toda regla, iba a despedirse de las familias de su relación.
Joven hemos conocido nosotros, que hacía durar esta operación dos o tres días, antes de salir definitivamente de la ciudad. Según él, debía partir al momento, pero, no podía menos que ir a casa de las señoritas de N a despedirse. Repentinamente, en esa casa se oía un ruido inusitado, áspero, pero acompasado, que llamaba la atención de sus habitantes; era la enorme rodaja de la espuela de Fulano, que rechinaba en el pavimento del zaguán y luego del patio.
Pasado el primer momento de sorpresa, era recibido, como es de suponer, con algazara. Las muchachas lo rodeaban; ésta admiraba el bordado de su tirador, aquélla se extasiaba con el cabo cincelado del inmenso puñal que traía a la cintura; la de más allá hacía una exclamación al contemplar el tamaño descomunal de sus espuelas. -Debía marchar al momento, pero... Alguna de las muchachas (tal vez la que más le agradaba), decía:»¡Ave María! ¡Qué apuro! tome, siquiera, un mate con nosotras, y luego se irá.»
No era posible resistir, y entre mate y mate y cambio de palabras, y uno que otro ramito para recuerdo, las horas volaban; al fin se despedía, pero no crean ustedes que para seguir su viaje, no; era para ir a otra y otra casa, en donde se repetía más o menos la misma escena, con variación de personal.
VI
Nos hemos desviado, sin pensarlo, de lo que íbamos refiriendo, respecto al recado. Hemos citado ya las piezas de que se componía. Los había para todos los gustos y todos los posibles; desde el recadito cantor, hasta el que costaba miles de pesos; lo que no es de extrañar, si tenemos en cuenta que muchos gastaban riendas con argollas y pasadores de plata, cabezada y fiador del mismo metal, chapas de plata en las cabezadas del recado (chapeado), espuelas hasta de tres libras de peso, estribos más o menos pesados, pasadores en las estriberas, rebenque, etc., todo de plata, y algunas veces con rosetas o adornos de oro.
Los estribos de zahumador y el pretal, fueron introducidos por los Orientales; los jefes y oficiales de Oribe todos los usaban.
En tiempos de Rosas, poquísimas personas usaban silla; el recado estaba a la orden del día, aun entre los hombres más decentes. Temían pasar por Salvajes Unitarios, y salían a caballo con apero, chaqueta, chaleco colorado, cintillo ancho del mismo color, en el sombrero, y divisa. ¡Tal era la librea que Rosas impuso, por muchos años, a los hijos de esta tierra!
Dicen que esta clase de humillaciones no las sufren las naciones sino una sola vez... ¡Quiera Dios que así sea!