Cádiz/XXVI
XXVI
Por fin llegamos a casa de lord Gray. Toqué fuertemente a la puerta y un criado soñoliento y malhumorado bajó a abrirnos.
-El señor no está -nos dijo.
Creyendo que nos engañaba, empujé puerta y portero para abrir paso, y entramos diciendo:
-Sí está. Me consta que está.
Como la casa de lord Gray era centro de aventuras, y allí entraban con frecuencia hombres y mujeres a distintas horas del día y de la noche, el criado no puso obstáculo a que invadiéramos imperiosamente la casa, y guiándonos a la sala, encendió luces, sin cesar de repetir:
-El señor no está, el señor no ha venido esta noche.
Inés, desfallecida, dejose caer en un sillón. Yo recorrí la casa toda, y en efecto, lord Gray no estaba. Después de mis pesquisas Inés y yo nos miramos con angustiosa perplejidad, confundidos ante la inutilidad del arriesgado paso que habíamos dado.
-No están, Inés. Lord Gray ha tomado sus precauciones y es inútil pensar en impedir la fuga.
-¡Inútil! -exclamó con dolor-. No sé qué pensar. Llévame otra vez a mi casa. ¡Dios mío santísimo, si me sienten llegar contigo!... ¡Si doña María se levanta y ve que Asunción y yo no estamos allí!... ¡Esto ha sido una locura! ¡Desgraciada Asunción! ¡Tan buena y tan loca!
Inés lloraba con vivo dolor la pérdida de su amiga.
-Para mí es como si hubiera muerto -añadió-. ¡Que Dios la perdone!
-Engañado por su aparente santidad, jamás creí que tuviera tan ciega pasión por un hombre.
-Su hipocresía es superior a todo lo que puede concebirse. Ha aprendido a disimular con tal arte sus sentimientos, que todos se engañan respecto a ella.
-Para decírtelo todo de una vez, Inés, yo creí que la que amaba a lord Gray eras tú. Todos, incluso Amaranta, creían lo mismo.
-Ya lo sé. Yo misma tengo la culpa de esto, porque deseando evitar a mi amiga las crueles reprensiones y castigos de su madre, callaba y sufría siempre, y las sospechas caían sobre mí. Conmigo tenían cierta tolerancia, y como sólo se trataba de cartitas y tonterías, dejé correr el engaño, pasando por casquivana... Algunas veces me apropiaba deliberadamente las faltas de Asunción, por el beneficio que me traían... ¿no entiendes? Mi mayor gusto era ver rabiar a D. Diego, diciendo que no se casaría nunca conmigo.
-Él espera que pronto le darás tu mano.
Por primera vez en aquella noche la vi reír.
-Yo sabía -añadió después- que todas las sospechas caían sobre mí, y callaba. Jamás hubiera delatado a la pobre Asunción. Esperaba arrancarle de la cabeza esa locura, y en una ocasión creí conseguirlo. Lord Gray ponía en juego mil ingeniosas estratagemas... ¿Tú sabes todo lo que pasó el día que fuimos a las Cortes?... ¡Hombre más original!... Yo esperaba que siguieras yendo a casa por la noche... te hubiera informado de todo... Pasaron días y meses, y entretanto, sola y abandonada de todos, necesitaba valerme de mis propios esfuerzos para ir prolongando, prolongando mi situación, con la esperanza de verme libre algún día... Pero marchemos al punto de aquí. ¡Dios mío, qué tarde!
-Inés, te he recobrado, te he reconquistado después de creerte perdida para siempre -afirmé olvidando la situación en que nos encontrábamos-. Has resucitado para mí. ¡Querida mía, imitemos la conducta de Asunción y lord Gray, y vámonos por esos mundos!
Me miró con severidad.
-¿Deseas volver a aquella horrible prisión, más cerrada y más sombría que la casa de los Requejos? -le dije con exaltación, estrujando sus manecitas entre las mías.
-Más vale esperar -me contestó-. Llévame a mi casa.
-¡Otra vez allá! -exclamé deteniéndola en su marcha con la barrera de mis brazos, que hubieran querido ser muralla indestructiblepara separarla del resto del mundo-. ¡Otra vez allá! Ya no te volveré a ver más. Se cerrarán las puertas de ese purgatorio presidido por doña María, y adiós para siempre. Querida mía, vamos a casa de la condesa; allí te convenceremos. Sabrás lo que importa más que nada en el mundo.
Inés demostraba gran impaciencia.
-¡Pero un momento más, un momento! Pasan meses sin verte. Sabe Dios hasta cuándo no nos veremos. ¿No sabes lo que me pasa? El gobierno ha dispuesto que salga una expedición para desembarcar en Cartagena y socorrer a las partidas de Castilla. Me han designado para formar parte de ella. Pobre soldado, tengo que obedecer. ¿Cuándo nos volveremos a ver? Nunca. No te separes de mí esta noche. Salgamos de aquí, y te llevaré al lado de la condesa, tu prima.
-¡No, a casa, a casa!
-La puerta de aquella mansión me parece que es la losa de tu sepulcro. Cuando se cierre, dejándote dentro, todo se acabó.
-No, yo no quiero salir como Asunción, acechando el sueño de su madre para escapar. Yo no quiero salir así de mi encierro, sino en pleno día, con las puertas abiertas y a la vista de todos. Vámonos. ¡Qué locura he hecho esta noche, Dios mío! Asunción, ¿dónde estás? ¿Has muerto ya para mí y para los demás?... No puedo estar aquí ni un instante más. Me parece que siento la voz de doña María llamándome, y los cabellos se me erizan de espanto.
Inés se dirigió a la salida. En el mismoinstante oímos ruido de un coche en la calle. Aguardamos, sintiendo que alguien subía, y por fin abriose la puerta de la sala, y apareció lord Gray. Estaba sombrío, fosco, agitado, nervioso.
Nos miró con asombro, quiso reír, pero su colérico semblante no echaba de sí más que rayos. Temblaba de ira, iba de un lado para otro de la sala, como un tigre en su jaula, nos miraba, nos decía algo inconexo, risible, estúpido, y luego hablaba consigo mismo en monosílabos incomprensibles, mezclando la lengua inglesa con la española.
-Sr. de Araceli, buenas noches... Y usted, niña, ¿qué hace aquí? ¡Ah!, ya... Mi casa sirve de refugio a los amantes... Son ustedes más afortunados que yo... ¡Condenación eterna para las niñas mojigatas!... Un hombre como yo... No debí acceder... ¡Por San Jorge y San Patricio!...
-Lord Gray -dije- hemos venido a esta casa con móvil muy distinto del que usted supone.
-¿En dónde está Asunción? -exclamó Inés con vehemencia-. No, no saldrán ustedes de Cádiz. Voy a alborotar toda la ciudad.
-¿Asunción? -repuso el inglés pateando con cólera y elevando el puño-. He sido un necio... pero mañana veremos... El demonio me lleve si cedo... ¿Qué decía usted? Asunción... es una niña honradita y formalita... ¡Maldito bigotism!... Mucho lloro, mucho hipo, mucho suspirito... ¡Mala peste!... ¿Quédecía usted?... Perdone usted... Estoy nervioso... despido fuego y electricidad... Pues como decía, Asunción...
-¡Sí!, ¿dónde está? Es usted un malvado.
-La pobrecita niña está ya de vuelta en casa rezando el Confiteor con las manecitas cruzadas delante del altarejo... ¡Malditas sean las niñas piadosas!... Parece que su voluntad ha de ser de roca, y es cera de iglesia. Están buenas para sacristanes... Pues sí. En su casa está ya de vuelta. El seráfico arcangelillo se asustó al verse solo conmigo en lugar extraño... ¡No les gusta más que la sacristía!... Lloró, rabió, quiso matarse, escandalizó la casa de aquella ilustre doña Mónica a donde la llevé... Jamás me ha pasado otra como esta... ¡Pobre gatita, cómo mayaba! ¡Qué lastimeros ayes! ¡Qué gritos para clamar por su honor!... Nada; es preciso ser fraile o sacristán... En fin, ya está otra vez en su casa, a donde acabo de llevarla sigilosamente, lo mismo que la saqué... Señora doña Inesita, veo que es usted mujer resuelta... Usted se ha echado a la calle con este insigne mancebo... No hay que hacer aspavientos de honor y demás bambolla... La señora condesa me lo ha contado todo esta tarde desde la cruz a la fecha... Ella quería que yo me comprometiese a librarla a usted de su cautiverio, y convine en ello... Pero ustedes lo han sabido arreglar. Así se hace... Esta noche las contrariedades y las desdichas son para mí... Pero mañana... tomaré precauciones... O hizo Lucifer a las mojigatas para reírse de los enamorados, o las hizo Dios para castigarlos...Recapacitemos; ¡las hizo Dios, Dios, Dios!...
-Salgamos al instante de aquí -dijo Inés-. Este hombre está loco. Si es cierto que la infeliz ha vuelto a casa, pronto lo sabremos.
Impulsado por una determinación súbita, dije al inglés:
-Milord, ¿me presta usted su coche?
-Está a la puerta.
-Pues vamos.
Bajamos. Cogí a Inés en mis brazos, y subiéndola en la alta carroza (una de las singularidades del Cádiz de entonces, introducida por lord Gray) dije al cochero:
-A casa de la señora de Cisniega, en la calle de la Verónica.