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Cádiz/XXXV

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XXXV

Arrojando la espada, mi primer impulso fue correr hacia el herido y auxiliarle; pero Figueroa lleno de turbación, me dijo:

-Esto es hecho... Araceli, huye... no pierdas tiempo. El gobernador... la embajada... Wellesley.

Comprendiendo lo arriesgado de mi situación, corrí hacia la muralla. Turbado y hondamente impresionado y conmovido andabahacia la puerta, cuando me detuvo una persona que avanzaba resueltamente hacia el lugar de la catástrofe.

-¡El gobernador Villavicencio! -dije en el primer momento antes de distinguir con claridad el bulto de aquel extraño espectador del duelo.

Mas reconociendo a la persona al acercarme a ella, exclamé con asombro:

-Señora doña María... ¡Usted aquí a esta hora!

-Ha caído -dijo mirando con viva atención hacia donde estaba lord Gray-. Acertó la marquesa al asegurar que no era D. Pedro hombre a propósito para llevar adelante esta grande empresa. Usted...

-Señora -dije bruscamente- no alabe usted mi hazaña... Quiero olvidarla, quiera olvidar que esta mano...

-Ha castigado usted la infamia de un malvado, y el alto principio del honor ha quedado triunfante.

-Lo dudo mucho, señora. El orgullo de mi hazaña es una llama que me quema el corazón.

-Quiero verlo -dijo bruscamente la señora.

-¿A quién?

-A lord Gray.

-Yo no -exclamé con espanto, deseando alejarme de allí.

Doña María se acercó al cuerpo y lo examinó.

-Una venda -dijo uno.

Doña María arrojó un pañuelo sobre el cuerpo, y quitándose luego un chal negro quebajo el manto traía, hízolo jirones y lo tiró sobre la arena.

Lord Gray abriendo los ojos, con voz débil habló así:

-¡Doña María! ¿Por qué tomaste la figura de este amigo?... Si tu hija entra en el convento, la sacaré.

La condesa de Rumblar se alejó con presteza de allí.

Movido de un sentimiento compasivo, acerqueme a lord Gray. Aquella hermosa figura, arrojada en tierra, aquel semblante descolorido y cadavérico me inspiraba profundo dolor. El herido se incorporó al verme, y alzando su mano me dijo algunas palabras que resonaron en mi cerebro con eco que no pude nunca olvidar; ¡extrañas palabras!

Aparteme rápidamente de allí y entraba por la puerta de la Caleta, cuando la de Rumblar, andando a buen paso tras de mí, me detuvo.

-Lléveme usted a mi casa. Si es preciso ocultarle a usted, yo me encargo. Villavicencio quiere prenderle a usted; pero no permito que tan buen caballero caiga en manos de la justicia.

Ofrecile el brazo y anduvimos despacio. Yo no decía nada.

-Caballero -prosiguió-. ¡Oh, cuánto me complazco en dar a usted este nombre! La hermosa palabra rarísima vez tiene aplicación en esta corrompida sociedad.

No le contesté. Seguimos andando, y por dos o tres veces me prodigó los mismos elogios.Yo principiaba a cobrar aborrecimiento a mi estupenda caballerosidad. La sangre de lord Gray corría en surtidor espantoso delante de mis ojos.

-Desde hoy, valeroso joven, ha adquirido usted el último grado en mi estimación, y le daré una prueba de ello.

Tampoco dije nada.

-Cuando mi hija se presentó en casa en el lastimoso estado en que usted pudo verla, invoqué a Dios, pidiéndole el castigo de ese verdugo de nuestra honra. Me indignaba ver que de tantos hombres como en casa se reunieron, ni uno solo comprendió los deberes que el honor impone a un caballero... Cuando vi al buen Congosto dispuesto a vengar mi ultraje, creí firmemente que Dios le había hecho ejecutor de su justicia. Dicen que D. Pedro es ridículo; pero ¡ay!, como la hidalguía, la nobleza y la elevación de sentimientos son una excepción en esta sociedad, las gentes llaman ridículo al que discrepa de su nauseabunda vulgaridad... Yo, no sé por qué confiaba en el éxito del valor de Congosto... Anhelaba ser hombre, y me consumía en mi profundo dolor. Yo creía que la armonía del mundo no podía existir mientras lord Gray viviera, y una curiosidad intensa devoraba mi alma... No podía dormir, el velar me hacía daño... no se apartaba de mi pensamiento la escena que después he presenciado aquí, y cada minuto que pasaba sin saber el resultado de una contienda que yo creí seria, me parecía un siglo...

-Señora doña María -dije procurandoechar fuera el gran peso que tenía sobre mi alma- el varonil espíritu de usted me asombra. Pero si vuelve usted a nacer y vuelve a tener hijas...

-Ya sé lo que me quiere usted decir, sí... que las tenga más sujetas, que no les permita ni siquiera mirar a un hombre. He sido demasiado tolerante... Pero apartémonos de aquí... el ruido de esa canalla me hace daño.

-Son los patriotas que celebran la victoria de Albuera y la Constitución que se ha leído hoy a las Cortes.

Detúvose un instante ante las barracas y al andar de nuevo, habló así lúgubremente:

-Yo he muerto, he muerto ya. El mundo acabó para mí. Le dejo entregado a los charlatanes. Al dirigirle la última mirada, mi espíritu se recoge en sí mismo, se alimenta de sí mismo, y no necesita más... Siento haber nacido en esta infame época. Yo no soy de esta época, no... Desde esta noche mi casa se cerrará como un sepulcro... Valeroso joven, al despedirme de usted para siempre, quiero darle una prueba de mi gratitud.

Tampoco dije nada... Lord Gray continuaba delante de mí.

-Usted -prosiguió- se presenta desde este instante a mis ojos rodeado de una aureola. Usted ha respondido a mis ideas como responde el brazo al pensamiento.

-Maldita aureola -exclamé para mí- maldito brazo y maldito pensamiento.

-Le premiaré a usted del modo siguiente.Ya sé que usted ama a la estudianta... me lo ha dicho la de Leiva.

-¿Quién es la estudianta, señora?

-La estudianta es Inés, hija como usted sabe... dejémonos de misterios... hija de la buena pieza de mi parienta la condesa y de un estudiantillo llamado D. Luis. He querido sacar algún partido de esa infeliz; pero no es posible. Su liviana condición la hace incapaz de toda enmienda. Vale bien poco. ¿Es cierto que la sacó usted de casa?

-Sí, señora. La saqué para llevarla al lado de su madre. Me vanaglorio de esta acción más que de la que usted acaba de presenciar.

-¿Y la ama usted?

-Sí, señora.

-Es una lástima. La estudianta es indigna de usted. Yo se la regalo. Puede usted divertirse con ella... Será como su madre... le han dado una educación lamentable, y criada entre gente humildísima, tuvo tiempo de aprender toda clase de malicias.

Oí tales palabras con indignación, pero callé.

-Me asombro de mi necedad. ¡Oh! Mi hijo no puede casarse con tal chiquilla... La condesa la reclama, la llama su hija, desbarata la admirable trama de la familia para asegurar el porvenir de la hija y poner un velo al deshonor de la madre. La condesa la reclama... ¿Qué nombre llevará? Desde este momento Inés es una desgraciada criatura espúrea, a quien ningún caballero podrá ofrecer dignamente su mano.

Continué en silencio. Mi entendimiento estaba como paralizado y entumecido por el estupor.

-Sí -prosiguió-. Todo ha concluido. Pleitearé... porque el mayorazgo me corresponde. La casa de Leiva no tiene sucesión... Supongo que usted no será capaz de dar su nombre a una... Llévesela usted, llévesela pronto. No quiero tener en casa esa deshonra... Una muchacha sin nombre... una infeliz espúrea. ¡Qué horrible espectáculo para mi pobrecita Presentación, para mi única hija!...

Doña María exhaló un suspiro en que parecía haberse desprendido de la mitad de su alma, y no dijo más por el camino. Yo tampoco hablé una palabra.

Llegamos a la casa, donde con impaciencia y zozobra esperaba a su ama D. Paco. Subimos en silencio, aguardé un instante en la sala, y doña María después de pequeña ausencia apareció trayendo a Inés de la mano, y me dijo:

-Ahí la tiene usted... Puede usted llevársela, huir de Cádiz... divertirse, sí, divertirse con ella. Le aseguro a usted que vale poco... Después de la declaración de su madre, yo aseguro que ni la marquesa de Leiva ni yo haremos nada por recobrarla.

-Vamos, Inés -exclamé- huyamos de aquí, huyamos para siempre de esta casa y de Cádiz.

-¿Van ustedes a Malta? -me preguntó doña María con una sonrisa, de cuya expresiónespantosa no puedo dar idea con las palabras de nuestra lengua.

-¿No me deja usted -dijo Inés llorando- entrar en el cuarto donde está encerrada Asunción, para despedirme de ella?

Doña María por única contestación nos señaló la puerta. Salimos y bajamos. Cuando la condesa de Rumblar se apartó de nuestra vista; cuando la claridad de la lámpara que ella misma sostenía en alto, dejó de iluminar su rostro, me pareció que aquella figura se había borrado de un lienzo, que había desaparecido, como desaparece la viñeta pintada en la hoja, al cerrarse bruscamente el libro que la contiene.

-Huyamos, querida mía, huyamos de esta maldita casa y de Cádiz y de la Caleta -dije estrechando con mi brazo la mano de Inés.

-¿Y lord Gray? -me preguntó.

-Calla... no me preguntes nada -exclamé con zozobra-. Apártate de mí. Mis manos están manchadas de sangre.

-Ya entiendo -dijo ella con viva emoción-. La infame conducta de ese hombre ha sido castigada... Ha muerto lord Gray.

-No me preguntes nada -repetí avivando el paso-. Lord Gray... Yo tuve más suerte que él en el duelo. Mañana dirán que el honor... pues... me pondrán por las nubes... ¡Infeliz de mí!... El desgraciado cayó bañado en sangre; acerqueme a él y me dijo: «¿Crees que he muerto? ¡Ilusión!... yo no muero... yo no puedo morir... yo soy inmortal...».

-¿De modo que no ha muerto?

-Huyamos... no te detengas... yo estoy loco. ¿Esa figura que ha pasado delante de nosotros no es la de lord Gray?

Inés estrechándose más contra mí, añadió:

-Huyamos, sí... quizás te persigan... Mi madre y yo te esconderemos y huiremos contigo.


 
 
FIN
 
 

Septiembre-Octubre, 1874.