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Cánovas/04

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III
V

La recadista de mi Madre era una figura estatuaria, vestida con luengo túnico negro algo transparente... El estupor me cortó la palabra. Pero con instintivo movimiento traté de reconocer si era real o quimérico el bulto de aquella singular aparición. Al tocar con mi mano su hombro sentí la dureza y el frío del mármol, y vino a mi memoria lo que me aconteció en la fonda de Tafalla una mañana, cuando llamó a mi puerta con dedos de piedra una figura, que si no era la misma que delante tenía, se le asemejaba mucho. «Ya sé quién es usted -dije balbuciente-. En Tafalla... ¿se acuerda?

-Sí; me acuerdo -respondió ella con voz dulce y queda, sonriendo-. Yo fuí la que llevó a usted un recado de mi santa Señora, en Tafalla, sí... cuando hicieron honras fúnebres al General Concha antes de traer acá su cadáver... y ahora vengo otra vez de parte de Mariclío.

-¿Me trae usted carta?

-No, don Tito. El mensaje de hoy es verbal y se lo comunicaré a usted en pocas palabras. La que todo lo ve y lo sabe, ha dispuesto que su fiel muñeco... perdone si le doy este nombre cariñoso... se prepare para ir a visitar a don Antonio Cánovas.

-Pero yo no soy amigo de ese señor. No le he tratado nunca.

-¿Y qué importa? Yo tampoco le trataba, y hace días hablé con él como hablo ahora con usted... Ya sabe lo que dice don Antonio: que ha venido a continuar la Historia de España.

-Pues iré, iré. Pero no sé qué pretexto buscar para introducirme, para pedir audiencia...

-No se inquiete por eso. Es fácil, casi seguro, que el propio Presidente le abra a usted camino llamándole a su despacho».

Diciendo esto saludome con ligero movimiento de cabeza y dio media vuelta para retirarse. Salí yo tras ella pasillo adelante. En el recibimiento la despedí con expresiones inefables de gratitud y ternura: «Adiós, Efémera. Gracias, Efémera... ¡Bendita sea mi Madre que te ha mandado a mí, bendita tú que me traes un destello de su mente divina!...». No conservo memoria de haber abierto la puerta. La visión salió no sé cómo ni por dónde... Tampoco sentí el sonido de sus pies de mármol bajando la escalera...

Al volver a mi estancia, vi que Casiana, reclinando su cabeza en el respaldo del sofá, estaba como adormecida. Al llegar yo a su lado se despabiló y me dijo: «Tito, tú hablabas aquí con alguien. ¿Quién era?

-No te asustes. Era una señora, una tal Efémera, que vino a traerme un recado.

-¿Cómo dices que se llama? ¿Efe...?

-Efémera, nombre que quiere decir la historia de cada día, el suceso diario, algo así como el periódico que nos cuenta el hecho de actualidad.

-¡Ah... ya! ¿De modo que esa doña Femera viene a ser un periódico vivo que no dice las cosas escritas sino habladas?

-Justo, así es. ¡Oh, Casianilla, tú tienes mucho talento y todo lo comprendes!».

Desde aquella tarde no se apartó de mi mente la idea de que don Antonio me llamaría para echar un parrafito conmigo. ¿Era verdad el anuncio que me trajo la vagarosa Efémera, o era un artilugio de los espíritus familiares que a ratos venían a divertirse con el pobre Tito?

Mientras llegaba la ocasión de salir de dudas, Casiana y yo matábamos el tiempo acudiendo a presenciar todo suceso pintoresco que el flamante reinado nos ofrecía. Un luminoso día de Enero se puso Casiana el más decente de sus vestiditos, yo la pañosa con embozos de terciopelo carmesí que adquirí con los dineros de la Madre, y nos fuimos al Prado a presenciar la entrada del nuevo Monarca.

Había yo visto el solemne paso procesional de adalides revolucionarios victoriosos, o de Reyes y Príncipes que venían a traernos la felicidad, y calculaba que todas estas entradas aparatosas eran lo mismo mutatis mutandis: gran gentío, apreturas, aplausos, un punto más o un punto menos en el diapasón de los vítores, la chiquillería subida a los árboles, y los balcones atestados de señoras que sacudían sus pañuelos como espantando moscas. En algunos casos hubo también soltadura de palomitas que volaban despavoridas, huyendo del popular entusiasmo.

Una procesión de carácter bien distinto, tétrica y desesperante, y que marchaba en sentido inverso, dejó en mi alma impresión hondísima: la salida del cortejo fúnebre de Prim para el santuario de Atocha. Señaló una coincidencia que me resultó irónica: en el mismo sitio donde vi la entrada de don Alfonso de Borbón había visto pasar el entierro del grande hombre de la Revolución de Septiembre, que dijo aquello de jamás, jamás, jamás.

Entró el Rey a caballo. Vestía traje militar de campaña, y ros en mano saludaba a la multitud. Su semblante juvenil, su sonrisa graciosa y su aire modesto le captaron la simpatía del público. En general, a los hombres les pareció bien; a las mujeres agradó mucho. Al subir don Alfonso por la calle de Alcalá, el palmoteo y los vivas arreciaron, y en los balcones aleteaban los pañuelos de un modo formidable. Tras el Rey marchaba un Estado Mayor brillantísimo. Lo que más gustó a Casiana, según me dijo, fue el juego de colorines de las bandas con que se adornaban los señores cabalgantes a la zaga del Soberano barbilampiño. Igualmente me preguntó si aquellos caballeros tan majos y revejidos eran Generales, y si el Rey jovencito les mandaba a todos. Después contempló embelesada el paso de los coches en que iban los Ministros y el alto personal palatino, cargados de plumachos, galones y cruces, y quiso saber si aquellos pajarracos eran también marimandones; a lo que yo contesté: «Todos los que ves vestidos de máscara mandan; pero más que ellos mandan sus mujeres y otras tales, esas que están encaramadas en los balcones, y algunas que andan por aquí».

En esto sentí que una mano enguantada me tiraba de la oreja. Volvime y me encontré frente a Leona la Brava, que iba con una de sus amigas del Teatro Real, Carolina Pastrana. Tras un rápido saludo, Leonarda me dijo atropelladamente: «Que tienes que ir a ver a don Antonio Cánovas; pero pronto, pronto. Hoy te mandé una cartita con el de Calabria. Si no la has recibido, en tu casa la encontrarás. En ella te digo que si don Antonio no te llama, no faltará un amigo que te lleve a su presencia».

Antes que yo pudiera contestar, Leona se fijó en Casiana, requiriendo trato con expresiones francas, afectuosas: «¡Ah! esta es la muchachita que has pescado en el río revuelto de tu vida. Es linda de veras. Parece buena chica y tú estás muy contento con ella... Todo lo sabemos Tito, y no tienes que guardar misterio con nosotras».

Intervino entonces la Pastrana, diciendo con bondadoso acento: «¡Oh! Nos han dicho que es una gran profesora, que es punto fuerte en el arte de enseñar.

-¿Sabe francés? -interrogó La Brava interesándose por mi amiga.

Con monosílabos balbucientes intentó Casiana formular una contestación, y yo acudí en su auxilio, respondiendo por ella: «Todo lo sabe. Pero es tan tímida que no se explicará bien hasta que tome confianza.

-Quedamos en que visitarás al Jefe -saltó Leona, presurosa por seguir su camino-. Si el grande hombre te ofrece una posición, tú harás un poquito de coqueteo y melindre, y acabarás por aceptar, quedando muy satisfecho, ça va sans dire».

Con poco más de una parte y otra terminó el coloquio, siguiendo las dos mujeres hacia la Cibeles. Ya los soldados que cubrían la carrera formaban en columna de honor para el desfile. Las voces de mando, los toques de clarín y corneta, daban al nuevo cuadro la brillante animación ruidosa que tanto agradaba al pueblo de Madrid. Las masas de curiosos se arremolinaban, buscando salida por una parte y otra. Nos corríamos hacia la fuente de Neptuno queriendo ganar la Carrera de San Jerónimo, cuando Casiana, atormentada por una idea, me habló de este modo: «Dime, Tito, ¿aquellas mujeres son damas o qué?

-Damas son, querida; pero de esas que llaman de las Camelias.

-Pues, según me han dicho, la dama de las Camelias era tísica, y estas no están enfermas del pecho: chillaban como demonios.

-Los tísicos son ellos.

-Y dime otra cosa, Tito: los hombres de esas mujeres ¿son los que iban antes en coche, con plumachos y requilorios dorados?

-Sí, hija mía. Uno de ellos llevaba casacón bordado con muchos ojos; el otro, casaquín, llave de oro, calzón corto y media de seda.

-Y los que visten de esa manera ¿son Duques o Marqueses?

-En algunos casos, sí. En otros son Jefes Superiores de Administración, Gentiles-hombres, o se les designa con diferentes motes muy bonitos.

-Pues, según dice Ido, tú lucirás pronto si quieres todas esas garambainas, y estarás muy guapo.

-No te digo que no. Cuando se pone el pie en el pórtico de este mundo que hoy has visto, nadie sabe a dónde podrá llegar.

-Otra cosa, Tito -dijo Casiana rasgando su linda boca en franca risa-. ¿Llegará un día, no digo que mañana ni pasado, un día del tiempo venidero, en que tú y yo seamos también Marqueses, Jefes de la Sagrada Administración o personas gentiles de las llaves doradas?

-¡Ya lo creo que podrá ser! Muchos han pasado por aquí que subieron del lodo a las cimas.

-Ahora vuelvo a mi tema: aquellas mujeres guapas que nos hablaron antes ¿también mandan?

-¡Que si mandan! Más que el Rey. Más que nadie. En muchas ocasiones son ángeles tutelares que reparten la felicidad entre los ciudadanos».

Mirome Casiana con espanto, abierta la boca, y yo me apresuré a cerrársela con estas maduras reflexiones: «En la procesión que ha pasado frente a nuestros ojos, multitud engalanada rebosando satisfacción y alegría, has visto el mundo de los pudientes, de los administradores, mayordomos y capataces de la cosa pública, mecanismo cuyas piezas mueven las cosas privadas y todo el tejemaneje del vivir de cada uno. ¿No lo has entendido, verdad? Pues te lo diré más a la pata la llana. Lo que hemos visto es el familión político triunfante, en el cual todo es nuevo, desde el Rey, cabeza del Estado, hasta las extremidades o tentáculos en que figuran los últimos ministriles; es un hermoso y lucido animal, que devora cuanto puede y da de comer a lo que llamamos pueblo, nación o materia gobernable.

»Sabrás ahora, mujercita inexperta, que los españoles no se afanan por crear riqueza, sino que se pasan la vida consumiendo la poca que tienen, quitándosela unos a otros con trazas o ardides que no son siempre de buena ley. Cuando sobreviene un terremoto político dando de sí una situación nueva, totalmente nueva, arrancada de cuajo de las entrañas de la patria, el pueblo mísero acude en tropel, con desaforado apetito, a reclamar la nutrición a que tiene derecho. Y al oírme decir pueblo ¡oh Casiana mía! no entiendas que hablo de la muchedumbre jornalera de chaqueta y alpargata, que esos, mal o bien, viven del trabajo de sus manos. Me refiero a la clase que constituye el contingente más numeroso y desdichado de la grey española; me refiero a los míseros de levita y chistera, legión incontable que se extiende desde los bajos confines del pueblo hasta los altos linderos de la aristocracia, caterva sin fin, inquieta, menesterosa, que vive del meneo de plumas en oficinas y covachuelas, o de modestas granjerías que apenas dan para un cocido. Esta es la plaga, esta es la carcoma del país, necesitada y pedigüeña, a la cual ¡oh ilustre compañera mía! tenemos el honor de pertenecer».

Cerró Casiana su linda boca en el curso de mi perorata y luego, con grandes suspiros, expresó que iba entendiendo y lamentando la pintura que yo le hacía de nuestra sociedad. Tomado un breve respiro, proseguí: «En todo tiempo, y más aún cuando ocurren cambios de situación tan radicales como el que estamos viendo, la caterva de menesterosos bien vestidos, agobiada de necesidades por el decoro social de los señoritos y los pujos de elegancia de las señoras y niñas, cae como voraz langosta sobre el prepotente señorío engalanado con plumas, cintajos, espadines, cruces y calvarios, porque esa casta privilegiada es la que tiene en sus manos la grande olla donde todos han de comer. Aquí la industria es raquítica, la agricultura pobre, y los negocios pingües sólo fructifican en las alturas. La turba postulante se agarra a todas las aldabas, llama a todas las puertas, tira de los faldones de los personajes empingorotados, pide auxilio con discretos tirones a las mujeres legítimas de los tales... y a las que no son legítimas. Ya irás comprendiendo, Casianilla, el manejo que se trae la inmensa tribu de desheredados, y la misión benéfica que desempeñan, en algunos casos y a hurtadillas, las dos mujeres guapas con quienes hemos hablado hace un ratito».

Terminé diciéndole, en forma que ella pudiera entenderlo, que España era un país algo comunista. Por los canales contributivos venía todo el caudal a la olla grande, de donde salía para repartirse en mezquinas raciones entre el señorío paupérrimo de la flaca España. «He dado el nombre de olla grande -añadí- a lo que en lenguaje político llamamos Presupuesto.

-¡Virgen de la Paloma! -exclamó Casiana con risueña espontaneidad-. Pues yo te digo ahora, Tito de mi alma, que seremos los bobos de Coria si no metemos nuestra cuchara en ese bendito por supuesto».

Subíamos por Medinaceli y San Antonio del Prado, camino de nuestra casa, cuando pasó ante mí la fantástica Efémera, cual visión rápida que fue a perderse entre los altos abetos que rodean la estatua de Cervantes. Con ella iba otra mujer, vestida también de flotante y negro túnico. ¿Era Graziella? No puedo asegurarlo. Sólo diré, que en su rauda fulguración de relámpago, las dos mágicas figuras lanzaron hacia mí una mirada insinuante, cariñosa... Y no hubo más.

El rigor cronológico, al cual inútilmente quiero acomodar la serie de mis históricos relatos, me ordena referir que en la tercera semana de Enero del 75 se me presentó Fabriciano López, quien como sabéis ya tenía un puesto en las oficinas de la Presidencia. Según me indicó, estaba yo en la lista de las personas que don Antonio Cánovas citaría para ser recibidas en el despacho presidencial. Ignoraba la fecha en que me tocaría la vez; y como al propio tiempo me dijera que en las covachuelas de la calle de Alcalá tenían su abrigado albergue algunos funcionarios de la clase de literatos y periodistas, todos amigos míos, allá me fui con Fabriciano, movido del deseo de tantear el terreno en previsión de lo que pudiera suceder.

En la hospedería burocrática de la Presidencia me encontré a don Carlos Frontaura, ameno y regocijado escritor satírico, creador de El Cascabel, el periódico más divertido y chusco que hizo las delicias de la burguesía matritense en aquellos lustros; a Campo Arana y Puente y Brañas, autores de comedias y zarzuelas que tuvieron sus días de aura popular; al excelente y hábil periodista Pepe Fernández Bremón, que durante un cuarto de siglo mantuvo después su acreditada firma en La Ilustración Española y Americana.

Por mi primera visita entendí que en el asilo presidencial no eran grandes los quehaceres de los buenos muchachos que allí tenían cómodo acogimiento: unos leían periódicos, otros tertuliaban entre el humo de los cigarrillos; iban y venían de una parte a otra, pasándose de mano en mano papeles con trabajos vagamente iniciados. Todo indicaba la plantación de un árbol burocrático que pronto daría flores y quizá algún fruto.

Largo rato permanecí en aquella feliz Arcadia, oyendo el tañido de la ociosa zampoña pastoril. Fabriciano y Fernández Bremón lleváronme al despacho del Subsecretario, Saturnino Esteban Collantes, y a él me presentaron. Era un joven discreto y afable, hijo del famoso político del antiguo régimen don Agustín, nombrado a la sazón Ministro plenipotenciario en Portugal. En la breve conversación que tuve con el Subsecretario, adquirí la certidumbre de que mi nombre figuraba en la lista de los presuntos visitantes de Cánovas. Pero el Presidente estaba muy atareado en aquellos días... Ya se me avisaría la fecha de la entrevista.

Una larga semana tardó en llegar el aviso. En cuanto lo recibí me puse la levita y las demás prendas de vestir, me encasqueté la bimba y ¡hala! a la Presidencia. Mediano rato me tuvo Esteban Collantes en su despacho, esperando que salieran varios señores que estaban dándole la jaqueca a don Antonio. Eran unos comisionados de Málaga, un cacicón murciano, y el caballero de reluciente calva y maneras elegantes a quien vi en las butacas del teatro Real la noche del estreno de Aída, hallándome en delantera de palco por asientos junto a Leona la Brava.

Despejado el terreno pasé yo, y atravesando el salón donde se reunía el Consejo de Ministros, llegué al despacho del Presidente. A muchos personajes de primera magnitud política había yo visitado en mi vida; pero ninguno me causó tanta cortedad y sobresalto como don Antonio Cánovas del Castillo, por la idea que yo tenía de la excelsitud de su talento, por la leyenda de su desmedido orgullo y de las frases irónicas y mortificantes que usar solía. Apenas cambiamos las primeras frases de saludo, empezó a disiparse la leyenda del empaque altivo, pues me encontraba frente a un señor muy atento y fino, y de una llaneza que al punto ganó mi voluntad. Hízome sentar a su lado, en un sofá casi frontero a la mesa de despacho, y hablamos... quiero decir, él habló y yo escuché, atento a su palabra enérgica, vibrante y un poquito ceceosa.

«Deseaba verle, señor Liviano -me dijo-, porque he tenido ocasión de leer páginas sueltas referentes al Cantón de Cartagena, escritas por usted en el propio cráter de aquella revolución empezada sin tino y concluida sin grandeza. Más que páginas, son notas trazadas al vuelo frente a los acontecimientos, ya en los bastiones de Galeras o San Julián, ya en la cubierta de los barcos sublevados. Esas notas borrajeadas con el desgaire que imponen la premura del tiempo y la nerviosidad del observador, me encantan a mí lo indecible, porque en ellas veo como el primer aliento de la Historia, libre aún de artificios y llevando en sí el aroma de la veracidad».

Quedose el buen Tito de una pieza oyendo estos elogios, y por un momento llegó a creer que el Presidente le tomaba el pelo. Mi estupor fue tal que ni acerté a darle las gracias por tan increíbles piropos. Don Antonio, ajustándose los lentes y alzando luego la cabeza, movimientos en él muy comunes, prosiguió así: «Ya sé lo que va usted a decirme, y es que esas páginas, esas notas, esos que mejor será llamar apuntes o bosquejos, han sido escritos efectivamente por usted; pero no se han publicado. Y usted pensará: ¿cómo puede este señor haber leído mis escritos si aún no han tenido la sanción de la letra de molde? Pues si no lo sabe le diré que tengo una loca afición a los estudios históricos. A mí llegan diversos papeles interesantes, trozos de la Historia viva que aún destilan sangre al ser arrancados del cuerpo de la Humanidad. Yo los leo con avidez; los ordeno, los colecciono... ¿Cómo llegaron a mí los escritos de usted? No lo sé ni me importa saberlo...».

Al oír esto sentí un tenue desvarío en mi cabeza, miré a un lado y a otro... ¡Jesús me valga!... Creí que en la cabeza del sofá erguíase grandiosa y colosal la figura de mi Madre, la divina Clío.