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Cánovas/07

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Menudas jaquecas daban a don Antonio los señores del lastre reaccionario, que pesaba brutalmente en la nave de la Situación. Por el sistema efemerídeo que me había revelado la Madre, introducía yo mi pensamiento en el cerebro del grande hombre. Allí se me comunicaba su iracundia por las enormidades que imponerle querían los bárbaros del vetusto Moderantismo. Ponían estos el grito en el cielo al ver que los primeros puestos de la Política, de la Administración y del Ejército eran arramblados por la taifa de Septiembre, y se aprestaron a las represalias metiendo a don Francisco Cárdenas, Ministro de Gracia y Justicia, en el jaleo de derogar la Ley de Matrimonio Civil de 18 de Junio de 1870. Con tal atropello resultaron concubinatos los matrimonios legalmente contraídos, y naturales los hijos habidos en ellos. Horrísona tempestad levantó en la Prensa y en la opinión este atroz desafuero, y mientras el Papa se frotaba las manos de gusto, el jefe de los alfonsinos rabiaba en silencio, viendo frustrado su sano propósito de cimentar su política en el Manifiesto de Sandhurst.

Nadie me contaba el estado mental del Presidente del Consejo. Sentíalo yo en mí mismo por el contacto misterioso del pensar canovístico con el pensar de este humilde vocero de la vida hispana. Por el mismo artilugio milagroso pude apreciar que no hicieron maldita gracia al insigne malagueño los airados decretos con que Orovio puso en la calle y desterró a los Catedráticos de la Universidad Salmerón, Giner de los Ríos, Azcárate y otros, lumbreras de la Filosofía y del Derecho, y apóstoles de la libertad de conciencia. Por este acto de brutal intolerancia y por sus pintorescos chalecos, transmitió su nombre hasta los alrededores de la posteridad el Marqués de Orovio que, aparte su ciego fanatismo, era una persona decente y honrada.

Con un bello desorden que a mi parecer da colorido y sabor picante a las minucias históricas, os contaré que el Rey don Alfonso, muy contento con la cruz laureada que Espartero puso en su pecho, partió de Logroño a Burgos, y después de visitar Valladolid y Ávila regresó a Madrid, donde las masas oficiales le recibieron con palmas. En tanto, su madre doña Isabel no cesaba de mover el ánimo irritable de los borbónicos netos para que le abrieran brecha o caminito por donde colarse en el suelo patrio. Suspiraba por la espesura florida de Aranjuez; necesitaba una estación balnearia para la primavera, y en verano no podrían pasarse, ni ella ni las Infantitas, sin los baños de mar.

Cánovas, que profesaba el principio filosófico-político de mantener a las Reinas Madres alejadas del foco de la gobernación, indicó a doña Isabel, con muchísimo respeto, la residencia de Mallorca para sus esparcimientos y regocijos primaverales y veraniegos. En esto, sabedor Carlos VII de los anhelos de su augusta prima, le escribió brindándole para su descanso y recreo las Provincias Vascongadas donde él reinaba... Ridícula es la carta en que el Pretendiente ofrecía las playas vizcaínas y guipuzcoanas a doña Isabel para su temporada estival. Entre otras simplezas se dejó decir lo siguiente: «Si quieres ir a Lequeitio o Zarauz, donde estuviste en otras épocas, puedes ocupar los mismos palacios que entonces habitaste, pues no creo posible que en tal caso los marinos de tu hijo continuaran bombardeando aquellos puertos, y si lo intentasen, tengo cañones de suficiente alcance para que te dejen tranquila». Doña Isabel fue lo bastante discreta para no aceptar la farandulesca protección de su primito. ¡Estaría bueno que las dos ramas que habían desgarrado el cuerpo de la pobre España disputándose un trono durante más de medio siglo, hicieran paces vergonzosas por los baños de ola de Lequeitio!

Si buenas dosis de acíbar tragó Cánovas por las imposiciones del elemento retrógrado y obscurantista, como diría Ido, no fue mala compensación la dulzura de ver entrar en la legalidad al truculento guerrillero don Ramón Cabrera, culminante figura del carlismo. Conviene consignar algunos antecedentes familiares de este gran suceso. Cuando el llamado Tigre del Maestrazgo pasó el Pirineo en 1840, perdida ya la causa de don Carlos, fue a parar a Inglaterra, donde la fama de su temerario arrojo rodeó su nombre de una aureola de trágica leyenda. En Londres se destacó vigorosamente su atezado rostro, su mirada fulgurante, el aspecto de fiereza medioeval, y se contaban las cicatrices que hacían de su cuerpo un heroico jeroglífico. No necesitaron los ingleses forzar su imaginación para ver en Cabrera una figura genuinamente shakespiriana.

Pasado algún tiempo, la leyenda del guerrillero y su presencia personal interesaron el corazón de una dama inglesa, protestante, rica y noble. La dama y el héroe contrajeron matrimonio con todas las de la ley. Entró, pues, Cabrera en una vida pacífica y burguesa, a la cual se atemperó fácilmente el adalid más terrible, sagaz, activo y sanguinario que ha existido en nuestras discordias civiles. Determinó esta evolución del carácter de Cabrera el genio de su esposa, que supo subyugar la fiereza del cabecilla insigne.

El tigre cedió a la blanda ferocidad de la tigresa, convirtiéndose en apacible cordero. Un amigo de Cabrera, que le había conocido en España, me contó que una noche fue a visitarle a su casa de Londres, situada en el West, junto a un Square o plazoleta jardinada. Al entrar en esta encontró a don Ramón, de frac, fumándose tranquilamente un puro. Al abrazar a su amigo, el tigre domesticado le dijo: «Me encuentra usted aquí porque mi mujer no me deja fumar en casa».

En rigor de verdad debe decirse que más que la señora contribuyó a la domesticación de la fiera el plácido ambiente de un país liberal y protestante, de un país en que imperaba la justicia y el orden, en que los ciudadanos vivían dichosos ejercitando sus derechos y sometidos al suave rigor de las leyes. A nadie pudo sorprender que un hombre tan inteligente y agudo como Cabrera evolucionase radicalmente, acabando por abominar de la salvaje guerra dinástica de su país, y se asqueara de las vesanias y horrores en que él desplegó todo su coraje. Últimas palabras de esta conversión fueron los intentos de transigir con don Amadeo y aun con la República, y, por último el acto decisivo de reconocer a don Alfonso como el único Rey posible en España. A este feliz resultado se llegó mediante negociaciones en que intervinieron de una parte el Duque de Santoña, Merry del Val y Pareja de Alarcón, y de la otra el señor Homedes, sobrino del famoso guerrillero, y otros amigos de este.

En un Manifiesto publicado en París, dijo Cabrera a los carlistas con buenas formas que el absolutismo teocrático era una estupidez en nuestros tiempos, y que del lema de la bandera facciosa dejaba a los fanáticos el Rey, llevándose consigo el Dios y Patria. Don Carlos espetó contra su antiguo General un enfático documento, privándole de todos sus títulos, empleos y honores, castigo que al flamante alfonsino le tenía sin cuidado. En cambio don Alfonso incluyó el nombre de Cabrera en el escalafón de Capitanes Generales, reconociéndole el título de Conde de Morella y todas las condecoraciones que ganara en los campos de batalla, peleando contra la causa liberal.

Figurando ya en la Grandeza militar y social del nuevo reinado, el de Morella se instaló en Biarritz para trabajar más de cerca en pro de Alfonso XII. Muchos carlistas prestigiosos se fueron con él, y la estrella del Pretendiente empezó a perder su brillo, anunciando un próximo eclipse. Aquel amigo que había encontrado a Cabrera en la plazoleta del West londinense fumándose un habano, me contó que en Biarritz la transformación de la figura del tigre superaba en radicalismo a la mudanza de sus ideas y de su carácter. Se había dejado la barba; su rostro no carecía de serenidad placentera; el empaque y la ropa delataban la rigidez protestante y el característico tono británico. Hablando, salpicaba de sus labios un ligerísimo acento inglés. ¡Oh tempora, oh mores!

Mezclando sabiamente lo útil con lo dulce, conforme al precepto del Latino, os contaré que Casiana Coelho adelantaba maravillosamente en sus estudios. Había pasado el Catón, y ya leía sin grandes tropiezos las primeras páginas de la infantil enciclopedia llamada Juanito. En la escritura, vencido el agobio de los palotes y el duro aprendizaje de letras sueltas, escribía palabritas enteras con limpieza caligráfica y puro estilo de letra española. Gozaba yo lo indecible viéndola trabajar, y el paciente Sagrario me profetizó que el año próximo la señorita de Vargas Machuca sería un portento de ilustración.

Continuaba yo manteniendo en reserva la famosa credencial de Casiana, y como mi conciencia repugnaba la villanía burocrática de cobrar el sueldo de la Señora Inspectora sin que esta prestase al Estado servicio alguno, inclinábame a permanecer a la expectativa, sospechando que el tiempo o los espíritus amables me traerían una solución decorosa. En tanto, deslizábase mi vida sosegada y sin quebraderos de cabeza, viendo pasar los días grises y melancólicos: si alguno traía un suceso digno de atención, el siguiente se lo llevaba para diluirlo en las penumbras del olvido.

Redondeaba mi tranquilidad la paz amorosa de mi unión con Casianilla, cuya modestia, docilidad y aptitudes caseras, encantábanme lo indecible. La compenetración de nuestros caracteres y de nuestros gustos llegó a ser tal, que mi pensamiento rechazaba con horror la idea de separarnos. Ya he dicho, y ahora repito, que nos habíamos declarado muy a gusto figuras culminantes en la flor y nata, o dígase crema, de la cursilería.

Para que mis simpáticos lectores se rían un rato, les contaré lo que hacíamos mi compañera y yo, ganosos de afianzarnos y sobresalir dignamente en aquella interesante clase social. Sigo creyendo que la llamada gente cursi es el verdadero estado llano de los tiempos modernos, por la extensión que ocupa en el Censo y la mansedumbre pecuaria con que contribuye a las cargas del Estado. Atención, caballeros. Mi Casiana era su propia modista. Juntos íbamos los dos a comprar las telas; luego, entregábase la pobre chica al corte y confección en la mesa del comedor, guiándose con patrones hechos de papel de periódico y figurines sebosos, que le traía no sé de dónde su tía Simona. Largas horas de la tarde y la noche dedicadas a la costura, sin sustraer tiempo al estudio, completaban la obra, y cuando llegaba la ocasión de las probaturas, estas se hacían en mi presencia para requerir mi opinión de hombre de mundo y corregir los defectos que yo advirtiera.

Sepan también las edades futuras que mi compañerita se arreglaba los corsés, echando piezas nuevas allí donde hacían falta, renovando ballenas, ojetes y cordelillos. En cuanto a los polisones ¡ay!, yo, Prometeo Liviano, era el fabricante de aquellos absurdos aditamentos. Tras cortos ensayos llegué a dominar el armadijo de alambres y crinolina, que hubiera causado vergüenza y horror a la Venus Calípige. Agradecía Casiana esta colaboración convirtiendo en lindas corbatas para mí los retazos sobrantes de sus vestidos. Sus hábiles manos confeccionaron igualmente un chaleco que resultó tan bien cortado y fashionable como los de Orovio.

Cuando teníamos aderezado nuestro equipo nos echábamos a la calle pistonudos y fachendosos, y exhibíamos nuestras personas en Recoletos, la Castellana y el Retiro, saboreando el efecto que causábamos en la plebe ignara. A los teatros íbamos comúnmente con el noble carácter de tifus, acudiendo a la fina amistad de Ducazcal, Arderíus y otros rumbosos empresarios. Rara era la noche en que faltábamos al café, prefiriendo los que tenían piano y violín, complemento artístico de la frescura de la leche merengada y del rico chocolate con picatostes. Deliciosos ratos pasábamos en las soirées cafeteriles, entre la escogida sociedad de señoras equívocas y señoritas del pan pringado, sin olvidar a última hora la rapiña picaresca de terrones de azúcar.

Procedía yo de esta manera extremando las formas de ordinariez presumida, no por el corto gasto que tal vida supone, pues bien podía dármela mejor, sino porque se me habían hecho odiosas las elegancias faranduleras y la hinchada presunción traídas a la sociedad española por el cambiazo de Sagunto.

Me cargaban los hombres jactanciosos y vacíos que se habían elevado de la pobreza cesantil a las harturas del presupuesto, gentes por lo común holgazanas, marimandonas, atentas no más que a encarnar en sí mismas la pesadumbre del armatoste burocrático. Me reventaban los Condes y Marqueses, mayormente los de nuevo cuño, sacados por don Amadeo y don Alfonso del montón de indianos negreros, de mercachifles enriquecidos o de agiotistas sin conciencia. Me encocoraban los señores pudientes, que rebajando su jerarquía ancestral entregábanse al servilismo palaciego y monárquico. Detestaba, en fin, todas las vanidades que se habían mancomunado para contener los progresos de nuestra Patria, y encerrarla dentro de unos moldes que no podría romper sin nuevas y más iracundas revoluciones.

Como yo me tenía por superior a toda esta turbamulta, materializaba mi desprecio adoptando la modalidad que a mi parecer era contrafigura del señorío infatuado, rémora contumaz de la vida española. Y cuando ante él ostentábamos Casiana y yo nuestros atavíos fachosos, mentalmente les decíamos: «Miradnos bien. Somos cursis por patriotismo».

Mis odios más vivos recaían sobre una casta de señoritos en su mayor parte salidos de las Universidades, ricos por su casa, y algunos participantes de las delicias de la nómina. Trastornadas estas criaturas por las parambombas que introdujo la Restauración, elevaron a fórmulas dogmáticas el arte y reglas de la elegancia. A todos los que no tuviéramos exquisita hechura personal, en modales y ropa, nos miraban como a raza inferior, no más digna de aprecio que las turbas gregarias despectivamente llamadas masa obrera. Entre ellos y los de abajo ponían una barrera de lenguaje, neologismos extraños, chistes y camelos, mezclados de una galiparda insubstancial.

Citaré el caso de uno de estos mancebos de cultura somera y ademanes finústicos, que, tras una temporadilla de dos semanas en París, volvió acá reventando de exquisitismo europeo. Su refinamiento no excluía el gusto extravagante de algunos manjares españoles tan ordinarios como sabrosos. En suma, que le gustaba con delirio el plato llamado callos. Entró a cenar con varios amigos en uno de los mejores restaurantes de Madrid; mas no se atrevió a pedir el comistraje de su gusto con el nombre español, que a su parecer era lo más contrario al buen tono. Después que sus amigos pidieron lo que les vino en gana, él dijo al mozo: «Para mí traiga usted... A ver, a ver... ¿Cómo se llama eso?... Ya, ya... tripe à la mode de Caen».