Cánovas/10

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IX
XI

Desde aquel día, el náufrago salvado de las olas del infortunio quedó unido a mí por vínculos fraternales. Casiana y yo partíamos el pan y la sal con Segismundo, y él nos mostraba un cariño respetuoso que más parecía veneración. Juntos salíamos los tres de paseo, tranquilos, alegres, ni envidiados ni envidiosos, y por las noches no perdonábamos nuestra partidita de café en los de Zaragoza, Venecia o San Sebastián donde poníamos el paño al púlpito despotricando, ora en tonos enérgicos, ora en sarcástico estilo, contra la oligarquía dominante. Aunque perorábamos para una posteridad remota, los parroquianos que nos oían con la boca abierta celebraban nuestras locas arengas, cual si en ellas viesen una palpitante actualidad.

En nuestra casa teníamos luego una segunda soirée más interesante y divertida, porque en ella gozábamos la inefable libertad del disparate sin acortar el vuelo de nuestros arrebatados pensamientos. Reforzada nuestra trinca con la conspicua personalidad de Ido del Sagrario y la de un estudiantillo muy despierto llamado Gayoso, recorríamos hasta lo infinito los espacios quiméricos.

Allí se oyeron afirmaciones aplastantes y atrevidísimas hipótesis. Por ejemplo, oid a Segismundo: «Si en España viniera un cataclismo, pongo por caso, como dice Orovio en sus discursos... un cataclismo, es un suponer, que decía el General Infante, y fuéramos llamados Tito y yo a ejercer la dictadura, ¿qué haríamos?». El estudiante Gayoso saltó en seguida sosteniendo que no dominaríamos la situación si no consagrábamos los tres primeros días de mando a cortar cabezas, la mar de cabezas...

De esto protestaba Sagrario, movido de un alto espíritu de humanidad, y decía con enfático acento: «No se cuiden los señores dictadores de cortar cabezas, sino de cortar abusos, y esto se hará fácilmente blandiendo en una mano el cetro de la Ley y en la otra la antorcha de la Verdad. Sí; con ley, verdad, justicia y honradez ciudadana todo irá como una seda. Matar no, no. Me opongo a la horca y a la guillotina. Todo lo más que admito es el cartel que diga pena de muerte al ladrón, sólo como amenaza contra los timadores y descuideros».

A esto repliqué yo adoptando un término medio entre los feroces procedimientos de Gayoso y la indulgencia de don José. Este me interrumpió con atinadas razones: «Yo lo fío todo al progreso, y harto saben los preopinantes que el progreso es benigno, suave, mirando siempre a la Voluntad Nacional... Ya que los señores se dignan escucharme, les diré que no veo más dictadura que la del denodado señor Duque de la Victoria».

Tomó entonces la palabra Segismundo para expresar estas ideas, propias de su elevado cacumen: «Yo, conforme con el sesudo Sagrario, enarbolo los pendones de la ley, la verdad y la justicia; pero ¿cómo hemos de salvar el espacio mediante entre los furores del cataclismo y la normalidad fundada en esos ideales? Al constituirnos necesitamos Ejército. ¿Cómo pasamos del pretorianismo indisciplinado a la posesión de una fuerza regular que apoye la acción gubernativa? Será indispensable conciliar los intereses de los ricos con el bienestar relativo de los menesterosos. Hemos de crear un presupuesto novísimo, descargando las cifras asignadas al Clero y Milicia para reforzar las dotaciones de Enseñanza y Obras Públicas. Y yo pregunto a los preopinantes: ¿Cómo nos defenderemos de las fieras que, azuzadas por esta radical alteración del presupuesto, caerán sobre nosotros ansiosas de devorarnos? Por todo lo dicho y por algo más que se me queda en el magín, yo renuncio a la dictadura que galantemente me ha ofrecido el amigo Proteo, y la transfiero, como propone el señor Ido, al Príncipe de Vergara, Duque de la Victoria y Conde de Morella».

Casianilla, que había permanecido muda y atenta ante el varonil senado, se arrancó al fin con este juicio tan tímido como discreto: «Déjenme pedir a los señores opinantes que no se devanen los sesos por la incumbencia del dictado, que entiendo es el encaminar a la Nación para que del tumulto pase a la paz... Porque yo digo, del mucho orden sale siempre el desorden, es a saber, los motines y la rabia del pueblo, y de esto sale siempre la tranquilidad o verbo y gracia quedarse todo como una balsa de aceite. Dios Nuestro Señor ha dispuesto que tras de la calma tengamos las tempestades y tras de las tempestades la calma y el cielo sereno. ¿Que viene cataclismo? Pues que venga. El cataclismo se encargará de volver las cosas a la norma... o como se diga. ¿Me explico?».

Los cuatro le aseguramos que la entendíamos muy bien, y ella, cobrando ánimos, concluyó de este modo: «No quiero que Tito ni Segismundo se metan a dictar estas cosas. Si España se alborota, ya sabrá ella desalborotarse, y por lo que voy viendo, buen desalborotador será ese Duque mentado por don José y que, según yo calculo, no es otro que el señor de Espartero».

Aplaudimos todos, y disolví la reunión. El primer suceso memorable del día siguiente fue que Segismundo, al venir a casa, se encontró a Sebo, el cual ya tenía conocimiento de que en su repatriación García Fajardo había mudado de piel como las culebras. Díjole Telesforo del Portillo que el señor Marqués de Beramendi deseaba ver a su sobrino, y que él tenía orden terminante de llevarle a su presencia de grado o por fuerza. Yo aconsejé a Segis que se dejara querer, pues algo bueno resultaría de su entrevista con el bondadoso prócer oligarca.

El segundo suceso histórico de aquel día fue la terminación de la guerra civil. Desde fines del año anterior andaban muy atropellados los carlistas. No tenían dinero, no tenían generales de empuje. El atontado Carlos VII puso al frente de sus tropas a don Alfonso de Borbón y de Habsburgo, Conde de Caserta, hermano del ex-Rey de Nápoles Francisco II, e hijo en segundas nupcias de Fernando, el llamado Rey Bomba. El pobre Conde de Caserta, con toda la hinchazón de su regia prosapia, carecía de dotes para regir una poderosa hueste en quien iba faltando la interior satisfacción. En tanto, el Gobierno de Cánovas, viendo ya maduro el fruto de la paz, organizó dos grandes Ejércitos con nutrido contingente de todas armas, mandado el uno por Martínez Campos y el otro por Quesada. El primero llevaba consigo a los Generales Blanco y Primo de Rivera; Quesada iba en la compañía de hombres tan expertos y conocedores del territorio como Moriones, Loma, Villegas y otros.

Ambos Ejércitos adquirieron fáciles ventajas, así en el suelo navarro como en el país vascongado y límites de Santander. Martínez Campos emprendió su famosa marcha hacia el Baztán, iniciando el movimiento envolvente a lo largo de la frontera que pronto dio sus frutos. Primo de Rivera, después de sacudir duras palizas a las partidas facciosas, no ya Cuerpos de Ejército, en Santa Bárbara de Oteiza, La Solana y línea del río Egea, entró en Estella el 19 de Febrero del 76. Tan importante suceso y la victoria alcanzada por el General Blanco en Peña Plata determinaron la desbandada de las tropas carlistas. Estas gritaban ¡traición, traición! y en grupos salían por pies hacia el Pirineo.

Segismundo García Fajardo, después de hablar con su tío el Marqués de Beramendi, me refirió las opiniones de este sagaz hombre de mundo que sabía poner la realidad por encima de los engañosos convencionalismos. Según el Marqués, las ventajas obtenidas se debían en primer término a la eficacia de las armas liberales, después al influjo de la plata repartida entre los pobres carlistas, descalzos, hambrientos, aburridos ya de un heroísmo inútil. Viendo ya seguro el fin de la guerra, Cánovas dispuso que don Alfonso fuese al Norte a recoger abundante cosecha de laureles. Entró el Rey en Tolosa el 21 de Febrero, aclamado por alfonsinos y carlistas. Un batallón guipuzcoano se sublevó en Leiza a los gritos de ¡Mueran los traidores! ¡Nos han vendido!, teniendo que retirarse Carasa con su Estado Mayor y escolta, no sin que le insultaran. El batallón de Guernica se insurreccionó contra sus jefes, y en todas partes se repetía: Esto se ha concluido.

Completo esta página histórica con otra que me dictó Segis. Dando a tal página toda la importancia que merece, la copio al pie de la letra: «Mi tío Pepe me recibió con benévola conmiseración. Oyó el relato que tuve que hacerle de mis andanzas y miserias, y al reprenderme por mi vida borrascosa, atenuaba su severidad con inflexiones regocijadas. Harto conocía yo la rebeldía interna, así en lo político como en lo social, de mi señor tío; pero yo era pobre y él rico, yo no tenía casa ni hogar y él vivía en la dorada farsa de un mundo artificioso. Por esta fundamental diferencia, la rebeldía y el dogmatismo revolucionario de Beramendi eran no más que un adorno mental, florecillas del espíritu que el buen prócer sacaba a relucir tan sólo en la intimidad de sus amigos.

»También María Ignacia, que al oír mi voz entró en el despacho, mostrose conmigo indulgente y compasiva. Tratando ante mí de aliviar mi desdichada suerte en la forma más práctica, Beramendi me notificó que estaba dispuesto a pagarme pupilaje decoroso y buena comida en cierta casa de huéspedes regida por una señora llamada doña Leche. Añadió que hoy mismo daría a Telesforo del Portillo las órdenes oportunas para que fuera yo recibido sin dilación en mi nueva morada, Relatores, 4. Acto seguido, María Ignacia puso en mi mano dos dobloncitos de a cuatro, para mis gastos menudos de tabaco y café, advirtiéndome con sequedad melindrosa que si yo no era económico y sensato no repetiría la dádiva».

Cuando esto decía el buen Segis, sacó las moneditas de oro con el aleve intento de pasarlas de su bolsillo al mío. Como yo me resistiera enérgicamente, intentó ponerlas en la mano de Casianilla; pero esta rechazó la oferta con más jovialidad que indignación, diciendo: «Eso es para usted, don Segis; Tito y yo somos ricos por nuestra casa, ya usted lo sabe, y del amigo queremos la amistad y el cariño, no el vil metal, como dice don José cuando se le habla de oro».

Pasados unos días, el 20 de Marzo de 1876, propuse a Segismundo que fuésemos los tres a presenciar la entrada de Alfonso XII en Madrid al frente de las tropas victoriosas en el Norte, pues según anunciaba la Prensa tendríamos un acontecimiento grandioso, vibrante, solemne, un himno a la paz cantado al unísono por el pueblo y las altas clases sociales. Esta indicación mía dio motivo a un sustancioso juicio histórico del rebelde, que merece el honor de la letra de molde. Ahí va:

«Detesto la guerra civil dinástica, y es tan vivo mi odio a ese medio siglo de lucha fratricida sin gloria y sin fruto, que nada encuentro en él que pueda contentarme. Tanto me amarga esa guerra que me incomodan hasta las victorias, me carga el heroísmo y me revientan los laureles. Para mí, la contienda de familia debió quedar acabada y finiquita el mismo 34, a los pocos meses de entrar en España por Elizondo el inmenso mentecato don Carlos María Isidro, cuando Martínez de la Rosa lanzó la frase de un faccioso más. En este desdichado país no había entonces sentido político ni militar sentido, ni el vigoroso estímulo de la conservación nacional. Por la flaqueza de estos sentimientos, los españoles no supieron extirpar el mal aplicando con dureza implacable el procedimiento quirúrgico. La querella dinástica se hizo crónica, y la repugnante dolencia creció invadiendo el cuerpo social en el curso del siglo. Todavía ¡pobre España!, todavía tienes sarna que rascar para largo tiempo.

»En vez de resolver a rajatabla el problema Vendeano, diose tiempo a los carlistas para que se tomaran la beligerancia, para reclutar hombres y allegar dinero formando ejércitos casi regulares, para proveerse de una pequeña Corte y erigir un Estado minúsculo, dotado con todos los engorros burocráticos y administrativos. Los liberales, a su vez, se preparaban apercibiendo los resortes complejos del viejo mecanismo histórico. En seguida empezaron los encuentros, las batallitas, el correr y perseguirse por los ásperos montes y los verdes oteros, que fueron y son campos del fanatismo. Para mayor desdicha de la Patria, ambos Ejércitos eran valientes, incansables. Los triunfos y los descalabros se compartían por igual. El heroísmo flameaba en uno y en otro bando; victorias hubo aquí, victorias allá, mas ninguna bandera logró desgarrar definitivamente la bandera contraria.

»En el rápido crecimiento de la grey militar, muchos veían ventajas positivas. Si acertaban estos ilusos España era un país felicísimo y envidiable, pues en los fatídicos tiempos de la guerra civil, las frecuentes concesiones de grados por méritos efectivos multiplicaron profusamente la cifra de Oficiales y Jefes. Muchos, hermanando el valor con la fortuna, pasaron muy pronto de Tenientes a Generales. De esta categoría teníamos caudillos bastantes para mandar los Ejércitos de Napoleón. Naturalmente, bromas tan sangrientas en el campo de la Historia no podían ser de larga duración. A los siete años de un batallar tenacísimo, los dos Ejércitos, fatigados y anhelantes de la paz, cayeron en la cuenta de que lo más conveniente y positivo para entrambos era pactar franca reconciliación, abrazarse y lanzar el Todos somos unos. Tal como lo pensaron lo hicieron, conviniendo en mantener y dar valor efectivo a los grados, empleos y condecoraciones ganados por una y otra hueste en siete años de rabiosa porfía. ¿Por qué, Señor, a santo de qué? Por si debía reinar varón o hembra.

»El huevo de Vergara fue ciertamente un huevo de paz. Pero de él, al calor de nuestras incurables tonterías políticas, ha salido una gusanera que es incubación de todo aquello que creíamos muerto y sepultado. Te dije antes que en las guerras intestinas me cargan los heroísmos, los laureles marchitos apenas ganados, y ahora te digo que me carga también la paz, porque aquí la paz es el huevo de que sale otra generación con la misma estúpida manía del pleito familiar dinástico, de la demencia bélica, de la multiplicación de Generales... Ya ves lo que ha pasado en los últimos años. Otra vez parece que tenemos paces. Pero no te fíes...

-En este momento entra don Alfonso en Madrid -dijo Casiana-. ¿No oyen ustedes los tambores y cornetas que suenan lejos, lejos?

-Oímos, sí -prosiguió Segis-. Además de oír, desde aquí veo yo el contento del Rey y el júbilo del pueblo inocente y confiado que le aclama. ¡Pobrecitos! Llaman paz a una tregua cuya duración no podemos apreciar todavía.

-Tienes razón -afirmé yo-, y es posible que los carlistas no vuelvan a tomar las armas, porque verdaderamente no lo necesitan. Los vencedores se han traído acá las ideas de los vencidos, creyendo que en ellas consolidarán el trono flamante.

-Todo queda lo mismo -continuó García Fajardo, con gran seguridad en su juicio-. El Borbonismo no tiene dos fases, como creen los historiadores superficiales, sino una sola. Aquí y allá, en la guerra y en la paz es siempre el mismo, un poder arbitrario que acopla el Trono y el Altar para oprimir a este pueblo infeliz y mantenerlo en la pobreza y en la ignorancia. Lo único positivo en ese cortejo brillante que ahora atraviesa las calles de Madrid es un sinfín de Generales, Jefes y Oficiales nuevos, agregados a los que ya teníamos, una caterva de funcionarios viejos o novísimos que fundarán sobre el doble catafalco, Altar y Trono, una política de inercia, de ficciones y de fórmulas mentirosas extraídas de la cantera de la tradición. Todo esto va decorado con el profuso reparto de honores, distinciones y títulos nobiliarios. Pronto veréis, amigos míos, el Anuario de la Grandeza empedrado de Condes y Marqueses. En lo de acuñar nobles al por mayor y en la prodigalidad de los Excelentísimos, Ilustrísimos y Reverendísimos, no hay país en el mundo que nos iguale. ¡Oh desmedrada España! Cada día pesas menos, y si abultas más atribúyelo a tu vana hinchazón».