Cánovas/16
Al abrirse las Cortes el 15 de Febrero ya pude yo decir que había recobrado completamente la salud. Pero como me enojaba el barullo del Congreso no asistí jamás a las sesiones. Las únicas noticias parlamentarias que puedo daros son que, por renuncia de Posada Herrera, fue elegido don Adelardo López de Ayala Presidente de la Cámara popular, y que desde los primeros días arreciaron su oposición los sagastinos. Todo ello es, históricamente considerado, flojo, anodino y sin substancia.
Más interés tuvo la conspiración zorrillista, que desde París enviaba sordos mugidos, llenando de zozobra los corazones monárquicos. Hablábase mucho de los Generales Villacampa y Lagunero, y los más timoratos les veían aparecer aquí y acullá como fantasmas sediciosos, capitaneando soldados o paisanaje. Renegaba yo de la vana y artificiosa política de aquellos tiempos, y cuidábame tan sólo de darme buena vida y de pasar el tiempo plácidamente en teatros y honestas diversiones. El 30 de Marzo fui con Casiana al estreno de la comedia de Ayala, Consuelo, en el Español, y ocupamos dos modestas delanteritas en el anfiteatro principal. La sala rebosaba de selecto público, descollando en sus palcos los Reyes, los Duques de Montpensier y un lucido acompañamiento de magnates y fantasmones.
Casianilla y yo no apartábamos los ojos de la simpática Merceditas, que en el teatro como en la Plaza de Toros, en los paseos y en todas partes, se llevaba tras sí los corazones. La obra del gran Ayala gustó mucho, sin llegar al éxito clamoroso y entusiasta de El tanto por ciento. Pasaje culminante de la representación fue el monólogo del actor segundo, que dijo Vico de un modo magistral. Aclamado el insigne poeta con aplauso ardoroso se presentó en el palco escénico, no ciertamente cogido de la mano de los actores como es costumbre en estas solemnidades, sino solo, enteramente solo, pues su categoría de Presidente de las Cortes le obligaba, según se dijo, a recibir los homenajes teatrales en un decoroso aislamiento. La eminente actriz Elisa Mendoza Tenorio subió a las más altas cumbres del arte en la creación del carácter de la protagonista.
Como antes indiqué, yo no perdía ripio para gozar de todo espectáculo artístico de noble cultura. En años anteriores fui parroquiano ferviente de la Sociedad de Conciertos, que celebraba sus fiestas los domingos de Cuaresma en el Teatro-Circo del Príncipe Alfonso. La incomparable orquesta que primero dirigió Barbieri, luego Monasterio, Mariano Vázquez y otros maestros, ha sido y es la gran educadora del pueblo de Madrid en el clásico y supremo arte musical. Por ella han venido a ser el más puro recreo de nuestras almas las monumentales, las soberanas sinfonías de Beethoven y lo mejor del repertorio de Haydn, Mozart, Mendelssohn, Weber, Handel, Schubert, y demás genios de la gloriosa pléyade germánica. Después de educarme yo quise iniciar a Casiana en los misterios de la santa religión de Euterpe. Durante las primeras audiciones, la pobrecilla no lograba tomar gusto al intrincado lenguaje de aquella teología del sonido. Pero poco a poco iba entrando, y acabó por deleitarse con el andante de la Sinfonía Pastoral y el allegretto scherzando de la Octava.
Cuidábame yo mucho de dar al espíritu de Casianilla un matiz de cultura, sacándola de la rusticidad y ordinariez en que se había criado. Sus nobles sentimientos, y los estímulos de su alma querenciosa de un vago ideal, me ayudaron en mi tarea. Firme en mi propósito, llevábala con frecuencia al Museo del Prado, y a los tres o cuatro días de andar por aquellas salas mi compañera se asimiló el valor estético de la pintura, supo apreciar a los maestros, y distinguía perfectamente a Velázquez del Tiziano y a Murillo de Rubens, dando a cada uno lo suyo.
Una mañana, cuando nos hallábamos en la Rotonda recreándonos en la variada colección de obras capitales, que no tiene igual en el mundo, sorprendiome la presencia de Vicentito Halconero, que con su mujer y su suegra se deleitaba como nosotros en aquel Olimpo pictórico. En cuanto me vio el simpático amigo vino a saludarme muy cariñoso, y me presentó a su familia; yo, naturalmente, no les presenté a Casiana, y esta se mantuvo cohibida y avergonzadita, fijos los ojos en el suelo, cual si quisiera recatarse con el invisible manto de su modestia.
Insinuante y efusivo, Halconero me dijo así: «¡Caramba, Tito, cuánto me alegro de verle! Hasta hace muy poco no supe que ha estado usted enfermo de los ojos... Ya me extrañaba a mí no encontrarle por ninguna parte... Pero lo que es ahora, ya no se me escapa usted, querido. Tenemos que hablar. Usted es un hombre que vale mucho, y no debe estar obscurecido, huyendo de la gente y malogrando en la inacción sus extraordinarias dotes de talento y cultura. Eso no puede ser, no puede ser. Es preciso que hablemos, amigo mío».
Contestele yo, con mi habitual llaneza, que me encontraba muy bien en la obscuridad y que me infundía temor la idea de salir de ella. Disertamos un rato, y al llegar el momento de la despedida me dijo Vicente: «Mala cosa es la obscuridad, y ello tiene usted ejemplo en la dolencia que acaba de padecer. Los hombres que valen deben vivir en plena luz. De eso hemos de tratar detenidamente. ¿Quiere usted que vaya yo a su casa, o vendrá usted a la mía?». Le contesté que tendría mucho gusto en visitarle, y con esto nos despedimos. Casiana y yo continuamos admirando a Van Dick, Correggio, Velázquez, Rafael y el delicioso y minúsculo cuadro del Mantegna Las exequias de la Virgen.
Ocurrió esto a fines de Abril o principios de Mayo, no me acuerdo bien. En lo restante de Mayo llevé a Casiana a la Armería Real, donde le fui mostrando uno por uno los soberbios arneses, y dándole a conocer los altos héroes que habíanlos llevado sobre su cuerpo en famosas batallas. Visitamos también el Museo Naval, y allí vio Casianilla despojos gloriosos de Trafalgar y los modelos de las antiguas y modernas naves de guerra. En el Museo de Artillería contemplamos recuerdos agradables o lastimeros de la vida de la Patria, y en el de Historia Natural, mi compañera se deleitó contemplando los fósiles gigantescos y el rico muestrario de la fauna felina, de la ornitológica y de los organismos inferiores.
Continuando la Historia de España os diré que la mozuela que yo recogí del arroyo adelantaba con seguro paso en sus conocimientos. Dominada prodigiosamente la lectura y escritura, don José y yo le dábamos lecciones de Aritmética, de Geografía y de Historia compendiada. Había leído ya el Quijote, el Gil Blas y algunos libros modernos de poesía o amena literatura. Su instrucción era gradual, lenta y práctica; expresaba su gozo por cada conocimiento recién adquirido huyendo de las demostraciones pedantescas, todo ello sin olvidar los trajines caseros que constituían su mayor deleite. Modista de sí propia, vestía con suma sencillez, evitando las formas llamativas y de relumbrón. Como yo, se encontraba muy bien en la obscuridad y le infundía temor la idea de salir de ella.
A principios de Junio circularon por Madrid rumores de que la Reina Mercedes no gozaba de buena salud. En nuestras divagaciones por la Castellana y el Retiro, Casiana y yo la veíamos pasar en coche con su esposo, y en efecto, notamos en su linda carita palidez, tristeza, un indeciso mohín que a mí me pareció algo como despego de la vida. Nos interesábamos por la joven Soberana como si fuera de nuestra familia, y el propio sentimiento creo yo que alentaba en todo el pueblo de Madrid. Vino Mercedes al trono de España como símbolo de paz, sin odios por su parte, sin ningún recelo por parte de la Nación. Merecía reinar, merecía vivir...
Después de San Antonio, festividad del padre de la Reina, fue más denso el rumor de la enfermedad de esta, y ya no se ocultaba lo grave del caso. Quién decía que era una afección al pecho, quién que una fiebre maligna; muchos recordaban que otros hijos de Montpensier habían muerto en plena juventud, de calenturas infecciosas, contra las cuales nada pudo la ciencia; algunos, desviando los hechos del terreno lógico al de las conjeturas supersticiosas, afirmaban que sobre don Antonio de Orleáns pesaba una maldición: no podía ser feliz en su vida doméstica el que había sido en la pública desleal, ingrato y locamente ambicioso. Era el Duque una capacidad administrativa, hombre ordenadísimo, económico, buen esposo, buen padre, y a despecho de estas apreciables dotes nadie le quería. En la mente popular se claveteaba con remaches duros la idea fatalista de que los hijos inocentes han de expirar las culpas de los padres pecadores.
El 22 de Junio aumentó tanto la gravedad de la Reina infeliz, que se desconfiaba de salvarla. En la Mayordomía de Palacio agolpábase el gentío aristocrático y oficial, cubriendo de firmas tal número de pliegos que pronto se formaron montes de papel en las anchas mesas. El pueblo soberano, que no firmaba porque no sabía o no le dejaban, hizo pública demostración de su afecto a la Reina ocupando silencioso y triste la Plaza de Oriente y sus avenidas. Casiana, Segis y yo recorríamos los grupos de aquella plebe consternada y ansiosa que, clavando sus ojos en los balcones de Palacio, firmaba según su peculiar modo de escritura. Las impresiones que recogimos aquí y allá pueden ser sintetizadas en esta forma: Merceditas era la cándida paloma que trajo a España el ramo de oliva. Mientras ella calentó el nido huyeron espantadas las víboras de la trágica escandalera dinástica en el siglo XIX.
El día 23 llegaron de París los Duques de Montpensier, llamados por un angustioso telegrama del Rey Alfonso. Ante la hija herida de muerte disimularon su consternación, y a espaldas de Mercedes pidieron que fuese llamado a consulta el célebre médico republicano Federico Rubio...
El 24 arreció la gravedad de la enferma con síntomas y caracteres que inducían a la desesperación; se creyó que la Reina terminaría su vida en el aniversario de su natalicio: el día de San Juan Bautista cumplía Mercedes de Orleáns diez y ocho años. Contra este horrible sarcasmo del Destino protestaron la familia de la moribunda, el mundo palatino, las clases altas y bajas de Madrid y el pueblo entero de España, elevando al cielo todas las formas de plegaria, desde las más solemnes a las más humildes. Hiciéronse rogativas en innúmeros templos, catedrales, parroquias, conventos, santuarios y ermitas; enronquecieron frailes, monjas, capellanes y canónigos de tanto pedir a Dios la vida de la joven Reina; y hasta las pobrecitas presas de la Cárcel de Mujeres reunieron, cuarto a cuarto, suma bastante para mandar decir una misa rezada con el mismo piadoso objeto.
En la noche del 24 al 25 se inició ligera remisión en la enfermedad. Las salas próximas a la regia alcoba parecían un campamento; aquí y allá, recostados en los lujosos divanes, daban descanso a sus fatigados huesos Montpensier, la Princesa de Asturias, los Cardenales Moreno y Benavides, y los palatinos de servicio. Las personas que no se movían a ninguna hora de junto al lecho de Mercedes eran don Alfonso, la Marquesa de Santa Cruz y la Infanta Luisa Fernanda.
El 25 renació la confianza. Federico Rubio dijo que no se debía tener por imposible la salvación de la Reina. A propósito del doctor Rubio referiré las voces que aquel día corrieron por Madrid. Según el rumor público, el famoso médico se presentó en Palacio vestido de americana y se le dijo que no podía penetrar en la Cámara Real sin ponerse levita, a lo que don Federico respondió que él no entraba en aquella casa por su voluntad, que le habían llamado para ver un enfermo, y que iba con el traje que usar solía en el ejercicio de su profesión... Después supe por el propio Federico Rubio que todo aquello era una fábula, que fue a Palacio como le exigían su dignidad, su educación y el respeto a los compañeros.
Llegada la noche del 25 al 26 disipáronse las esperanzas rápidamente. No había salvación para la Reina. Extendida la triste noticia por todo Madrid, el público abandonó los teatros, los cafés y los círculos de recreo. Grandes muchedumbres acudieron a Palacio, invadiendo el patio y galerías bajas. La guardia exterior tuvo que desalojar el edificio; pero el gentío siguió estacionado en la Plaza de la Armería y en la de Oriente...
Desde las primeras horas de la mañana del 26, entrañaba la situación de Mercedes una definitiva, inevitable desesperación. Todas las personas que rodeaban el lecho mortuorio, hijas de Reyes las más, magnates o Príncipes de la Iglesia las otras, presenciaron enmudecidas por la congoja el lento descender de la Reina a la región de la eterna sombra... Mercedes expiró a las doce y cuarto.
En pleno día, el vecindario de Madrid llenaba las calles; se oían más las pisadas que las voces... A punto de las tres de la tarde, el insigne Ayala, desde su sitial de la presidencia del Congreso, pronunciaba una corta oración fúnebre, de la cual entresaco lo que a mi parecer expresa con más delicadeza y ternura el duelo de España en aquel luctuoso día:
«Ya lo oís, señores Diputados: nuestra bondadosa Reina, nuestra cándida y malograda Reina Mercedes, ya no existe. Ayer celebramos sus bodas; hoy lloramos su muerte. Tan general es el dolor como inesperado ha sido el infortunio; a todos alcanza; todos lo manifiestan; parece que cada uno se encuentra desposeído de algo que ya le era propio, de algo que ya amaba, de algo que ya aumentaba el dulce tesoro de los afectos íntimos; y al verlo arrebatado por tan súbita muerte, todos nos sentimos como maltratados por lo violento del despojo, por lo brusco del engaño.
»Joven, honesta, candorosa, coronada de virtudes antes que de la Real diadema, estímulo de halagüeñas esperanzas, dulce y consoladora aparición... ¡quién no siente lo poco que ha durado!... No sé, señores Diputados, si la profunda emoción que embarga mi espíritu en este momento me consentirá decir las pocas palabras con que pienso, con que debo cumplir la obligación que este puesto me impone. No es porque yo crea sentir más vivamente el funesto suceso que ninguno de los que me escuchan; porque son tan variadas, tan acerbas las circunstancias que contribuyen a hacer por todo extremo lamentable la desgracia presente, que no hay alma tan empedernida que le cierre sus puertas. Pero concurre una tristísima circunstancia, que nunca olvidaré, a que yo la sienta con más intensidad en este momento.
»Testigo presencial de los últimos instantes de nuestra Reina sin ventura, aún tengo delante de mis ojos el lúgubre cuadro de su agonía; aún está fresca en mi mente la imagen de la pena, de la horrible y silenciosa pena que, con varios semblantes y diversas formas, rodeaba el lecho mortuorio: he visto el dolor en todas sus esferas. Allí, nuestro amado Rey, hoy más digno de ser amado que nunca, apelaba a sus deberes, a sus obligaciones de Príncipe, a todo el valor de su magnánimo pecho, para permanecer al lado de la que fue la elegida de su corazón, y para reprimir, aunque a duras penas, el alma conturbada y viuda que pugnaba por salir a sus ojos. Allí, los aterrados padres de la ilustre moribunda, viva estatua del dolor, inclinaban su frente ante el Eterno, que a tan dura prueba les sometía, y con cristiana resignación le ofrecían en holocausto la más honda amargura que puede experimentarse en la vida. Incansables en su amor, la Princesa de Asturias y sus tiernas hermanas seguían con atónita mirada todos los movimientos de la doliente Reina, como ansiosas de acompañarla en la última partida. Allí, la presencia del Gobierno de Su Majestad representaba el duelo del Estado; los Presidentes de los Cuerpos Colegisladores el luto del país...».
A estas expresiones elevadas, patéticas, que revelaban al orador elocuente y al poeta eximio, añadió Ayala otras que podríamos llamar de literatura oficial, proponiendo que enmudeciera la tribuna parlamentaria hasta que el cuerpo de la infortunada Reina recibiese cristiana sepultura.
El suceso del día siguiente fue la exposición pública del cadáver de Mercedes en el Salón de Columnas. No exagero al decir que medio Madrid desfiló por la capilla ardiente. Las apreturas fueron horribles; se entraba por la Plaza de la Armería y se salía por la puerta del Príncipe. El sentimiento, derivando a la curiosidad, convertíase en fuerza irresistible que todo lo arrollaba: hubo desmayos, síntomas de asfixia, magulladuras y estrujones tan violentos que muchas personas hubieron de ser auxiliadas en la Casa de Socorro o en las farmacias próximas.
Casiana y yo llegamos a la Plaza de Oriente, y viendo el tumulto no nos atrevimos a meternos en tan terribles angosturas. Minutos después nos encontramos a Celestina Tirado que salía de Palacio, desgreñada, sudorosa, jadeante. Antes que yo le hablara, llegose a nosotros con esta retahíla:
«La he visto, la he visto. ¡Qué dolor de niña! Está ya medio descompuesta, vestidita con el hábito de la Merced, en una caja de tisú de oro. Por cierto, Tito salado, que cuando en la Plaza de Toros solté la profecía, sacada de los signos y céteras que nunca fallan, me equivoqué en el santo, nada más que en el santo... Quise decir San Pedro y dije San Juan... Desde que ando en este oficio se me trabucan los santirulicos»