Cánovas/19

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XVIII
Cánovas
Capítulo XIX​
 de Benito Pérez Galdós
XIX
XX

Puestos los puntos de la pluma sobre el papel, rápidamente fue tomando estado caligráfico la vida de Elena Sanz. De las notas que aparté, creyéndolas de escaso valor para mi objeto, se me antoja sacar alguna en estas páginas para que los lectores se hagan cargo de la grandeza de alma de mi heroína. «Hallándose de paso en París durante la tremenda explosión revolucionaria de la Commune, apareció en los sitios de mayor peligro recogiendo y curando a los heridos, y cuando las tropas de Thiers acometieron y destrozaron a los valientes comunistas, la intrepidez de la diva tocó los linderos de lo sublime. Más tarde le concedió la villa de París distinciones y diplomas por su ejemplar conducta, y de permitirlo la ley se la hubiera condecorado con la Legión de honor. Añadiré a esto que en todo tiempo distinguió a Elena Sanz una generosidad inaudita; no se presentaba a sus ojos ningún infortunio que no fuese al momento espléndidamente socorrido; el pueblo la titulaba, con sobrada razón, la madre de los pobres.

»De un brinco me planto en el año 79 para deciros...». Al llegar este punto advertí que no necesitaba de la milagrosa pluma para continuar historiando, pues los hechos que ahora relataré fueron apreciados fácilmente por mi propio conocimiento, o por fidedignas referencias de los amigos. Guardé en lugar seguro el cálamo de la verdad, y con el mío, vulgarísimo y comprado en la tienda, seguí pergeñando los anales de la vida hispana, sin distinguir lo interno de lo externo.

Según los verídicos informes de Segis y de su madre, en Sevilla dejaron de ser platónicas las relaciones de Alfonso XI con Doña Leonor de Guzmán. Durante algún tiempo permaneció esquiva la hechicera cantatriz, encendiendo más con sus desdenes la exaltada pasión del Monarca. Pero al fin, de tal modo extremó Alfonso sus delicadas artes de seducción, artes realmente soberanas, que la pobre Elenita, quebrantada en su tesón de mujer y de artista, cayó del lado de la libertad.

Declaro que al saber esto tuve lástima de la hermosa y popular artista. A mi modo de ver, fue gran necedad preferir el título de favorita del Rey al de favorita del público. Pronto habría de serle imprescindible el abandono de su brillante carrera teatral. Ved aquí el triste balance: pérdida de doscientos o trescientos mil francos anuales con que le pagaba el público sus gorgoritos; ganancia de una obvención de amor relativamente miserable. A este desnivel lastimoso habría de añadir la obscuridad, la social anulación a que fatalmente la condenaba el implacable principio de la Razón de Estado.

¡Oh, la Razón de Estado! Esta pícara norma del vivir de los Reyes, no siempre compatible con los sentimientos humanos, vino a truncar la dicha de la bella del Rey. Cánovas, y todos los hombres importantes que con él dirigían la política de la Restauración, creyeron indispensable para la felicidad de España que Alfonso XII contrajera segundas nupcias, y que estas fuesen con Princesa católica de la más alta estirpe reinante. Busca buscando, encontraron en la familia de Hapsburgo una joven Archiduquesa de la empingorotada parentela del Emperador de Austria Francisco José. Nuestros palaciegos se hacían lenguas de la distinción, talento y virtudes de la que habían elegido para compartir con Alfonso el solio de España.

Entabladas las negociaciones, pronto se llegó a un felicísimo acuerdo. Decidiose celebrar las acostumbradas vistas que preceden a los desposorios regios, y este trámite tuvo efecto en Arcachón, a donde acudió la novia con su madre la Archiduquesa Isabel, y don Alfonso con el séquito correspondiente a su alta jerarquía. Resultaron las vistas conforme a lo previsto en el Protocolo, es decir, que fuéronse gratos el uno al otro. ¡Ya teníamos Reina!

Un detalle que no debe preterirse es que el Rey fue a la entrevista de Arcachón con el brazo derecho en cabestrillo. En la temporada estival de La Granja sufrió Alfonso aquel año un accidente de caza, que le estropeó la mano, imposibilitándole para escribir durante muchos días. Por cierto que Su Majestad, hombre poco sufrido y algo voluntarioso, no quería someterse al sistema de quietud y recogimiento que le impusieran los médicos para curarle. Ninguna de las personas que le rodeaban conseguía que el Rey refrenase su impaciencia por lanzarse a la vida ordinaria.

Sólo el criado de confianza de Alfonso, llamado Prudencio Menéndez, discreto mediador en las relaciones del Monarca con Doña Leonor de Guzmán, logró someter a su Señor a las prescripciones facultativas, gracias a este arbitrio de mágico efecto. Escribió a La Favorita una sentida carta. Entre otras cosas, le decía: «Cumpliendo mi primer deber os comunico, doña Elena, la verdad sobre la importancia que tiene el accidente sufrido por el Señor, para vuestra tranquilidad y para que no creáis tantas mentiras como os contarán. Le ruego, señora mía, que cuando le escriba le encargue por Dios no haga ningún esfuerzo hasta que la cura esté echa, pues de hacer ensayos podría quedar mal, digáselo usted por Dios, que a usted le hará caso». Para mayor exactitud no he querido alterar la ortografía arbitraria del documento.

Pertenece esta incidencia al ser interno de España. Ved de qué manera tan chusca el cabestrillo de Alfonso entrelaza la protocolaria etiqueta del ser externo, en las vistas de Arcachón, con el influjo decisivo de Elena Sanz. Después de lo que relatado queda, el Duque de Bailén partió para Viena al frente de una lucida Embajada, con objeto de pedir al emperador Francisco José la mano de la Archiduquesa María Cristina. Mientras tanto, se preparaban en Madrid los imprescindibles y tan acreditados festejos reales, con iluminaciones, fuegos de artificio, corridas de toros con caballeros en plaza y demás requilorios que los esponsales de la Majestad requieren.

Enorme angustia produjo a toda España la inundación de Murcia, en la noche del 14 al 15 de Octubre de 1879. Desde que reventó el pantano de Lorca en el siglo XVIII, no se había visto en aquella comarca catástrofe tan terrible. Innumerables familias perecieron arrastradas por las aguas. Fue una especie de parodia del Diluvio Universal, sin arca de Noé, pero con aluvión de suscripciones, rifas, espectáculos, y sinfín de arbitrios que se idearon en toda Europa y en América, para socorrer a los infelices huertanos supervivientes de aquel espantoso cataclismo. Aún duraban las tómbolas y las cuestaciones cuando la Razón de Estado, y su inseparable compañera la Iglesia, unieron con lazos indisolubles al Rey don Alfonso de Borbón y a la archiduquesa doña María Cristina de Hapsburgo-Lorena.

Suprimo la cansada letanía de los festejos: el coruscante cortejo nupcial, las áureas carrozas, los pintorescos palafrenes, el derroche de percalinas, arcos de embadurnadas lonas, farolillos pitañosos y demás garambainas para recreo de transeúntes aburridos. Apenas efectuadas las nupcias mayestáticas 5, Martínez Campos y Silvela, que no habían hecho cosa de fundamento en la esfera gubernamental, se retiraron por el foro, volviendo Cánovas a ocupar el Poder con su inseparable acólito Romero Robledo. Reanudadas las tareas parlamentarias, empeñáronse vivas discusiones políticas por si fuiste o no fuiste, y por si hicimos o dejamos de hacer. En una de aquellas sesiones ocurrió el famoso incidente llamado el sombrerazo. Hallábase no sé qué diputado contendiendo con don Antonio Cánovas, cuando este, dejándose arrebatar de su altanería, agarro el sombrero, y con mirada despectiva y ademán impropio de aquel lugar que algunos llamaban augusto, salió del Salón seguido de los demás Ministros, dejando al orador con la palabra en la boca. Gran escándalo, desenfreno de vocablos no muy parlamentarios, y retirada de todas las minorías.

Quedaron los ánimos un tanto agriados... La muerte no quiso que terminara el año sin arrebatarnos algunas personalidades ilustres. El 29 de Diciembre murió el General Zabala, una de las glorias más puras de nuestro Ejército, y el 30, Adelardo López de Ayala, Presidente del Congreso y figura culminante en el Parnaso español. Más le lloró la Patria como poeta que como político. El mismo día 30 quiso hacer de las suyas el fanatismo sectario: al entrar en coche por la Puerta del Príncipe del Palacio Real Alfonso XII con su esposa María Cristina, les disparó dos tiros un vesánico, Francisco Otero González, natural de Santiago de Nantín, aldea de la provincia de Lugo. Las alevosas balas no tocaron a los Reyes. El criminal fue detenido en el acto. Revelose como un inconsciente, incurso cual su precursor Oliva en el pecado de estupidez. Repito que los regicidas de aquellos tiempos, en que hasta la exaltación política era rutinaria y pedestre, más bien parecían engendros del Limbo que del Infierno.

En los comienzos del año 1880, hízose más patente la invasión del positivismo en las almas de los afortunados políticos que entonces estaban en candelero. El sabio consejo de un estadista francés que dijo a sus contemporáneos enriqueceos, que ningún hombre público agobiado por la pobreza puede hacer la felicidad de su Patria, fue tomado al pie de la letra por los que aquí pastoreaban el rebaño nacional. El bendito Monsieur Donon, a quien se adjudicó en concurso la terminación de las líneas férreas del Noroeste, dio pruebas de ser hombre sagaz, y al propio tiempo muy agradecido. Al constituir su Consejo de Administración repartió las plazas de Consejeros, dotadas espléndidamente, entre lo más granado de la Situación conservadora, dando también su poquito de turrón a los liberales, y mucho más a la gente palatina.

Recuerdo ya las caras risueñas y complacidas que tenían en aquel tiempo todos los agraciados con los premios gordos de la lotería Dononiana. Recuerdo también que un conspicuo gacetillero hizo un chiste que ha quedado de repertorio. Disputaban varios amigos en el Salón de Conferencias del Congreso para determinar cuáles eran los segundos apellidos de las dos ramas borbónicas. Alguien dijo que todos llamábanse Borbón y Este, y nuestro gacetillero contestó en el acto que el Rey de España se llamaba don Alfonso de Borbón y del Noroeste.

Platicando yo un día de tales cosas con mi amigo Segis, recordamos el caso de doña Baldomera. La sagaz arbitrista, cuya fuga relaté a su tiempo, había vivido tranquila en Ginebra, comiendo el fruto de sus ardides financieros. Libre, feliz e independiente permaneció en Suiza amparada por las leyes de aquel país, donde no había extradición. Alguien le hizo creer que en España ya no se acordaban de ella, y que podía recorrer a su antojo toda Europa si así le venía en gana. Alucinada por esta idea marchó a París. En mal hora lo hizo. Cuentan que por denuncia de su hermana Adela, la dama de las patillas, fue doña Baldomera Larra detenida y puesta a buen recaudo. Tramitada la extradición, trajeron a la pobre señora a Madrid entre gendarmes y guardias civiles.

Díjome Segismundo que solía visitar a la cautiva en la Cárcel de Mujeres, por agradecimiento a las bondades que tuvo con él en los días felices del Banco Popular. Últimamente habíala encontrado sosegada, risueña, expresándose con el donaire y afabilidad que usar solía tiempos atrás en su conversación. Creyó entender Segismundo por el tono y actitud de la sutil financiera, que esta, repartiendo con arte y discreción los dineritos que aún poseía, esperaba ser absuelta libremente. «Pues nada más justo -dije yo-. ¿Qué razón hay para condenar a esa señora? La cárcel debe ser para todos o para ninguno. Sí; que la absuelvan, y en cuanto esté libre que restablezca su Banco, y otra vez se le llenará la casa de dinero».

Los progresos del positivismo en nuestra sociedad conocíanse, no sólo en las caras sonrosaditas y alegres de los que se procuraban enormes sueldos para dulcificar la vida, sino en las incorporaciones de diversos grupos al Partido Constitucional, de que resultó el inmenso conglomerado llamado Fusionismo. Antes de esto, Martínez Campos, procediendo con gallardo desinterés y harto de las arrogancias de don Antonio Cánovas del Castillo, se agregó a la hueste sagastina.

Tales movimientos del ánimo pertenecen al ser interno de la Nación, preferente objeto de mis investigaciones en la tarea histórica. Cultivando gozoso el huerto de la vida intrínseca seguiré el cuento de Elenita, que en este año de 1880 me ofrece particularidades de incitante interés. Ya sabía yo que la simpática y bondadosísima doña Isabel II no veía con malos ojos los deslices de su hijo Alfonso con Elena Sanz, y que no había retirado a esta el cariño que le profesaba desde que fue lucida colegiala en las Niñas de Leganés. Nacido el primer hijo de aquel idilio morganático, doña Isabel hizo manifestaciones muy sinceras y expresivas, aunque reservadas, en favor de Elena Sanz. A este primer vástago le pusieron el nombre de Alfonso.

Robustecí mi conocimiento de tales cosas requiriendo la maravillosa péñola, que un día me escribió este trozo de palpitante verdad: «La Reina Madre Isabel II comisionó a un venerable sacerdote que había sido su confesor, don Bonifacio Marín, para que visitase a don Alfonso XII, interesándole por la que ella llamaba su nuera ante Dios. El dichoso cura expresó a Elena Sanz sus impresiones de la visita en una carta fechada en 4 de Abril, de la que transcribo este sustancioso parrafito: 'He sido recibido y oído con gratitud y amabilidad inexplicables, cuyo júbilo particular le comunico por orden expresa, a la par que con toda mi espontaneidad'».

La pluma me ha suministrado referencias de otra carta del criado y confidente del Rey, Prudencio Menéndez, en la que este, después de notificar a Elenita que el Señor se proponía escribirle con extensión, terminaba así, haciendo referencia al bastardo Alfonso: «Celebro mucho que esté tan bueno el Señorito, y que la distraiga a usted, que bien lo necesita...». La péñola me dio asimismo noticia de otra epístola del Marqués de Alta Villa, fechada en el Palais de Castille de París, en la que se lee un membrete que dice: Grand Maître de la Real Casa de doña Isabel II. En esta epístola, el Grand Maître pide a Elena Sanz que recomiende con eficacia al Rey una porción de cosas de mucho interés para él, para el señor Marqués, naturalmente. Luego hace referencia a una cestilla de dulces que Elenita le envió para doña Isabel, y concluye con estas cariñosas admoniciones: «Adiós, Elena. Tengan ustedes juicio. Acuérdese usted y tenga él presente que puede usted perder su voz y su carrera... y esto tiene consecuencias bien desagradables».

La Razón de Estado, sorda y ciega ante los casos idílicos tocantes al augusto fuero de la pasión humana, continuaba elaborando tranquilamente la vida externa de España, ora con hechos de carácter político, ora con otros de un orden familiar. Entre estos debo señalar el parte que publicó en la Gaceta la Facultad de Medicina de la Real Cámara, notificando al país con tonos jubilosos que Su Majestad la Reina doña María Cristina se hallaba en estado interesante.