Cánovas/26

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XXV
Cánovas
Capítulo XXVI​
 de Benito Pérez Galdós
XXVI
XXVII

La nieve que blanqueaba el cabello de la viuda de Halconero no era estorbo de su belleza, que se defendía bravamente contra la edad, frisante ya en los cincuenta años si no fallan mis cómputos cronológicos. Apenas me vio en la calle, honrome Lucila con expresivo saludo, presentándome incontinenti al clérigo, mocetón elegante, limpio, y cumplido galán por su melosa cortesía.

«El Padre Garrido -dijo La Celtíbera en la ceremonia de la presentación-. Don Proteo Liviano...».

Al pronunciar Lucila mi nombre se arrancó el jesuita con estas hiperbólicas alabanzas: «¡Ah, el señor Liviano! Mucho gusto en verle. Ya le conocía y le admiraba como historiógrafo eminente. Yo también soy aficionado a la Historia, y en el nuevo Colegio de Chamartín tendré a mi cargo esa importante asignatura. Mi ciencia es corta; pero supliré la escasez de conocimientos con mi firmeza de voluntad, imitando en lo posible al maestro que me escucha...».

Intervino Lucila con esta donosa corrección: «No se achique, Padre Garrido... Y usted, amigo Tito, no le haga caso, que la más alta virtud de este santo varón es la modestia, una modestia verdaderamente angelical».

Al protestar el clérigo de los elogios de La Celtíbera, llegó hasta ruborizarse, y yo, penetrando en la médula de aquel carácter más fino que el coral y con más conchas que un galápago, le devolví sus lisonjas con este golpe de incensario:

«Bien sé con quién hablo, reverendo Padre. He leído en el Iris de Paz la respuesta que da usted a las diatribas con que La Ciudad de Dios, el periódico de los agustinos, trata de mermar las glorias de La Compañía. Es usted escritor de primer orden y dialéctico formidable. Así como suena... En esfera humilde, hago yo lo que puedo por la ilustración del pueblo español, tan católico como desgraciado... Esta señora que a mi lado está es mi esposa, doña Casiana Coelho, insigne pedagoga, maestra en todas las artes y ciencias, de quien tomo ejemplo, apropiándome su saber al mismo tiempo que imito sus virtudes... virtudes excelsas, noble señora y caballero tonsurado, pues en mi dulce cónyuge se confunden y amalgaman la prudencia, la castidad, la paciencia, la caridad, las artes caseras, el filosofismo más espiritual y el don de escudriñar las obscuridades del porvenir...».

Colorada y balbuciente, Casianilla quiso desmentir los embustes que en honor suyo desembuché, y en el rostro del clérigo advertí un ligero mohín de desconfianza: sin duda interpretaba en sentido burlesco mi lenguaje hiperbólico. Lucila, también un poquito recelosa, inició la marcha hacia la calle del Prado. Detrás fuimos los tres, y yo, arrimándome al Padre Garrido, de quien no quería separarme sin soltarle alguna barbaridad, acaricié su tímpano con esta blanda ironía:

«Dios me ha deparado el placer de ofrecer a usted hoy mis respetos, Padre Garrido... Ya sé, ya sé que ayer llegó usted de un corto viaje a París, a donde fue con el mandato de organizar la nueva traída de jesuitas para el Colegio de Chamartín de la Rosa, institución educatriz que será el coronamiento de la sublime longanimidad de la señora Duquesa de Pastrana.

-El objeto de mi viaje a Francia no está bien que yo lo diga -replicó el clérigo un tanto amoscado-. Sólo indicaré a usted que hace tres días estaba ya de regreso en la Villa y Corte, donde seguiré hasta que lo disponga quien puede hacerlo, consagrado al servicio del Señor y a la salvación de las almas españolas.

-A lo mismo nos dedicamos nosotros -dije, poniéndome la mano, no precisamente en el corazón, pero muy cerca de él-. Mi esposa y yo también servimos a Dios y salvamos almas cuando se tercia... En la persona de usted, Padre Garrido, reverenciamos a la milicia cristiana, a quien el Altísimo otorga el mandato de gobernar a los pueblos y conducirlos a la eterna gloria. Ya nuestra España es de ustedes. Aquí no reina Alfonso XII sino el bendito San Ignacio, que a mi parecer está en el cielo, sentadito a la izquierda de Dios Padre... Los españoles somos católicos borregos, y sólo aspiramos a ser conducidos por el cayado jesuítico hacia los feraces campos de la ignorancia, de la santa ignorancia, que ha venido a ser virtud en quien se cifra la paz y la felicidad de las naciones... Nos prosternamos, pues, ante el negro cíngulo, y rendimos acatamiento al dulcísimo yugo con que se nos oprime ad majorem Dei gloriam».

No se le escapó al ladino y sutil clérigo el saborete irónico que ponía yo en mis palabras. Con forzada sonrisa y frunciendo el ceño, doble y equívoca expresión facial de su índole solapada, el joven Padre me alargó la mano buscando la fórmula de despedida. También Lucila mostraba deseo de cortar nuestra conversación, poniendo tierra entre los dos grupos, y así me dijo:

«Sigan ustedes paseando, Tito; el Padre y yo tenemos que ir a la Nunciatura para un asunto...

-La Virgen les acompañe, reverendo caballero y señora ilustre -dije yo destapando mi cabeza-. Y si se acuerdan de estos pobres pecadores, tengan la bondad de implorar para nosotros la bendición apostólica, por mediación del santísimo Nuncio... Adiós, adiós».