Cambio de aguinaldos
CAMBIO DE AGUINALDOS
¡Ay, qué semana! ¡Qué apuros
con los regalos malditos!
Se me han ido en regalitos
lo menos cuarenta duros.
Ninguno sin su propina
se ha escapado hasta el presente:
el limpiabotas de enfrente,
el tendero de la esquina,
la aguadora, el peluquero,
la cocinera Ramona,
el chico de la patrona,
el chico del sombrerero,
el chico de don Facundo,
el chico del impresor...
¡Si en estos días, señor,
tiene chicos todo el mundo!
¡Esto es ya abusar!
¡Si es cosa de andar a palos!
Y aún me quedan dos regalos,
a quienes no he de faltar.
Mi Rita –¡mi amor divino!–
que me esperará mañana,
y el chiquillo de mi hermana,
que es bruto, pero es sobrino.
A Rita, la pobrecita,
que es tan buena y tan hermosa,
le compraré... cualquier cosa.
¿Qué le compraré yo a Rita?
¿Un aderezo? ¡No! ¡No!
¡Eso cuesta un dineral!
Cualquier cosita... Con tal
de que se la mande yo,
la agradece, de seguro.
¿A qué gastar? ¡Tontería!
Compraré una chuchería
que no cueste más de un duro.
Yo no puedo derrochar;
sin dinero me quedé.
Voy a un bazar y veré
lo que le puedo comprar.
¡Andando! En un periquete
despacho asunto tan grave.
Al chiquillo, ya se sabe,
a ese le compro un juguete.
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Dijo Juan, y dicho y hecho;
tomó sin más dilación,
el sombrero y el bastón,
y fuese al bazar derecho.
Después de mucho pensar
y de mucho discutir,
sin saber dónde elegir
y sin saber qué comprar,
se detuvo de repente
ante una barra muy fina
de jabón de glicerina,
y pegándose en la frente
con el puño del bastón,
exclamó: –¡Ya lo encontré!
A ver, joven, déme usted
esa barra de jabón...
Mil gracias; hasta otro día...
Rita lo agradecerá.
¡Andando! Vamos a la
sección de juguetería.
(Y allí, por una peseta,
y dándose mucho tono,
se compró un mono, muy mono,
tocando la pandereta.)
–¡Muy bien, basta de juguetes!
Vamos, que me esperarán.
(Y se fue a su casa Juan
feliz con los dos paquetes.)
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Llamó a Canuto, el criado,
que es un pedazo de bruto,
y le dijo: –A ver, Canuto,
vas a llevar con cuidado
estos regalos.
–¿A quién?
–Este para mi sobrino,
y este jabón que es muy fino,
para mi novia.
–Muy bien.
Al punto a entregarlos voy.
–No te equivoques, zoquete;
ya lo sabes, el juguete
para...
–¡Sí, señor; ya estoy!
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Marchose Juan al teatro,
luego a casa y se acostó.
(Esto que cuento ocurrió
el miércoles veinticuatro.)
El jueves por la mañana
descansaba como un leño
cuando interrumpió su sueño
la visita de su hermana.
–¡Ay, Juan del alma querido!
¡Ay, Juan!
–¿Qué tienes mujer?
–¡Ay, Juan! ¿Qué hemos de tener?
¡Ay, Juan!
–Pero, ¿qué ha ocurrido?
–¡Que mi niño está muy malo!
–¿Muy malo?
–¡Sí! ¡Muy malito!
¡Todo por el regalito!
–¿Qué dices?
–¡Por tu regalo!
–Pero, ¿qué ha pasado? ¡A ver!
¿Qué tiene?
–¡Una indigestión!
¡Que se ha comido el turrón
que tú le mandaste ayer!
–¿Turrón?
–¡Su estado me inquieta!
–Pero, mujer, no me explico...
¡Si yo le he mandado un mico
tocando la pandereta!
–¡Ha sido un turrón!
–¡No hay tal!
–Si el niño me ha confesado
que se lo dio tu criado,
que le encontró en el portal.
–¡Tengo una duda maldita!...
–¡Ay, Juan! ¡Comprende mi afán!
(En esto recibió Juan
una carta de su Rita.)
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«Tu mono ayer recibí,
y te digo, sin encono,
que no vuelvas por aquí,
porque teniendo este mono,
¿para qué te quiero a ti?»
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–¡Hermana del corazón!
Resuelta mi duda está.
¡Maldita equivocación!
¡Ya lo creo que tendrá
tu chico una indigestión!
¡Acude a la medicina!
¡A ver si ella lo remedia!
Tu niño –¡Virgen divina! –
¡¡Se ha comido libra y media
de jabón de glicerina!!