Cancionero (Petrarca)/Es tan sutil el hilo del que pende
Es tan sutil el hilo del que pende
mi insoportable vida,
que, de no socorrida,
será pronto su curso terminado;
y así después de la cruel partida
que de ella me desprende,
el alma sólo atiende
una esperanza por que aún soy salvado,
y dice: «Aunque apartado
de tu adorada vista,
tu triste alma resista.
¿Qué sabes si otro tiempo lisonjero
vendrá como el primero,
o si un perdido bien no se conquista?»
Esta esperanza me sostuvo un tiempo;
mas falta ya conforme falta el tiempo.
Tan presto el tiempo hace que hoy afronte
el más extremo instante,
que no hay tiempo bastante
de ver cómo a la muerte me encamino;
que apenas ves que un rayo haya en levante,
cuando, por otro monte
del opuesto horizonte,
verás que el sol arriba a su destino.
Tan corto es el camino
y tan frágil el velo
de los hombres del suelo,
que, cuando sé que estoy del bello gesto
en muy distante puesto,
junto al deseo incapaz de alzar el vuelo,
consumo mi consuelo acostumbrado,
e ignoro cuánto viva en tal estado.
Triste soy allá donde no veo
aquella lumbre suave
que hurtó la única llave
del alma, alegre, mientras Dios quería;
y porque el duro exilio sea más grave,
si duermo, ando, o me apeo,
ya nada otro deseo,
y todo vengo a hallar cosa baldía.
¡Cuánta corriente fría,
cuánto mar, cuánta cumbre
me esconden esa lumbre,
que hizo del oscuro más horrible
un mediodía apacible,
por darme ahora sin él más pesadumbre!
ìY cuánto fue mi vida antes gustosa
como hallo la presente hoy enojosa!
¡Ay triste! Si al tratarlo se refresca
aquel deseo encendido,
el día aquel nacido
que atrás dejé de mí la mejor parte,
y se va Amor por dilatado olvido,
¿qué me lleva a la yesca,
con que mi mal se engresca?
¿Por qué, piedra, no callo ante este arte?
Que nunca en todo o en parte
color que dentro hubiera
mostró tan claro fuera
el vidrio como el alma triste muestra
toda la lucha nuestra,
y esa en el corazón dulzura fiera,
por ojos que desean llorar tanto,
que siempre buscan ocasión de llanto.
Ese extraño placer, que todo humano
frecuentemente prueba,
de amar la cosa nueva
conduce a que mayor dolor se acoja.
Soy de esos que el llorar ama y aprueba;
y así creen que me afano
en llenar inhumano
de llanto el gesto, el pecho de congoja;
mas porque a esto me arroja
tratar de cada ojo
(y nada me da enojo
ni alivio que me toque más adentro),
corro a menudo y entro
allá donde dolor más áncho acojo,
y un castigo se dé a las lumbres mías
que en la senda de Amor me fueron guías.
Las trenzas de oro fino que mirara
el sol de envidia lleno,
y aquel mirar sereno,
en que el rayo de Amor arde de modo
que en él antes de tiempo muero y peno;
y la palabra clara,
única al mundo o rara,
que ya en mi oído halló tierno acomodo,
robadas son del todo,
y fuera más ligera
ofensa otra cualquiera,
que no perder saludo así benigno,
que a afán más puro y digno
alzaba el corazón y el alma entera;
de suerte que no pienso oír ya cosa
que no me arrastre a pena lastimosa.
Y, porque llore aún con más contento
la blanca sutil mano,
el brazo soberano,
el ademán suavemente altanero,
aquel desdén altivamente llano,
y aquel pecho opulento,
torre de entendimiento,
me veda este lugar alpestre y fiero;
y no sé ya si espero
verla antes que alce el vuelo;
porque a veces del suelo
se yergue la esperanza y luego achica;
y, en el caer, publica
que no he de ver a la que honra el cielo,
donde hay Honestidad y Cortesía
y ruego yo también verme algún día.
Canción, si el dulce hato
de nuestra dama vieras,
bien creo que creyeras,
que te habría de dar la hermosa mano,
de la que estoy lejano.
No la toques; hincada en donde fueras
dile que en cuanto pueda haré el regreso,
o alma desnuda u hombre en carne y hueso.