Cancionero (Petrarca)/Oh esperada en el cielo alma bendita

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Oh esperada en el cielo alma bendita,
que vas vestida de este pobre velo,
no como a los demás carga pesada,
por que sea la senda que hasta el cielo
conduce más liviana y expedita,
sierva obediente a Dios por Dios amada,
he aquí otra vez tu barca desanclada,
que ya nada del mundo aprecia y nota,
para andar a mejor puerto,
de un viento occidental dulce cubierto,
el cual por medio de esta senda ignota,
donde se llora ajeno y propio tuerto,
la guiará, libre ya de antigua tira,
por derecha derrota,
al oriente veraz hacia el que vira.

Quizás tanto devoto ruego junto
que acompañan con llanto los mortales
la suprema piedad de Dios consterna;
quizás fueron jamás tantos ni tales
que pudieran mover siquiera un punto
fuera de curso la justicia eterna;
pero aquel benigno Rey que allá gobierna,
el lugar sacro en el que en cruz fue puesto,
por gracia suya mira;
y al nuevo Carlos en el pecho inspira
venganza cuyo atraso es tan funesto
que tiempo hace que Europa la suspira.
Así socorre a su adorada esposa
el que con sólo el gesto
hace Persia temblar y andar medrosa.

Todo el que habita entre Garona y monte
y entre Ródano y Rin y mar salado
las enseñas cristianas acompaña;
todo el que halló en la gloria un bien preciado
del Pirineo al último horizonte
siguiendo al de Aragón vaciará España.
A Inglaterra y demás islas que baña
el Océano entre el Carro y el Estrecho,
allá donde se entona
el credo del santísimo Helicona,
varias en lengua, al fin, en arma y hecho,
la caridad en esta acción persona.
¿Qué amor que la mujer o el hijo inspira
dio alguna vez derecho
más justo que el que abona nuestra ira?

Una parte del mundo hay que yace
siempre entre hielo y entre heladas nieves
del camino del sol bien apartada;
allá, en la oscuridad de días breves,
belicosa y contraria de paz, nace
gente que vida y muerte estima en nada.
Si esta, por devoción no antes usada,
con tedesco furor la espada ciñe,
Turco, Árabe y Caldeo
y todo aquel que ignora al Dios hebreo
de acá del mar que roja el agua tiñe,
verás qué son indigno y pobre empleo:
pueblo desnudo, torpe y sin aliento,
que nunca a hierro riñe,
pues confía sus golpes siempre al viento.

Tiempo es de desuncir el cuello hoy solo
del yugo antiguo, y de romper el velo
que sumió nuestros ojos entre brumas;
y que del noble ingenio que del cielo
por gracia tienes del eterno Apolo,
y la elocuencia su virtud presumas,
ya con la lengua o celebradas plumas;
pues, si el leer lo de Anfïón y Orfeo
ningún pasmo te arroja,
menos será que Italia se descoja
y arreste al son del santo sermoneo,
tanto que por Jesús la lanza coja;
porque, si atenta mira nuestra madre,
ningún guerrero empleo
tuvo argumento que más justo cuadre.

Tú que, por tomar ciencia, has leído
papel antiguo y nuevo parte a parte,
ascendiendo hasta el cielo con la mente,
conoces (desde el hijo aquel de Marte
a Augusto que el laurel esclarecido
tres veces triunfador ciñó a la frente)
cuán generosa en sangre fue a otra gente
Roma, cuando prestaba a ellos defensa;
¿Por qué ahora no tendría,
no generosa, sino ardiente y pía,
que vengar toda despiada ofensa
contra el Hijo glorioso de María?
¿Qué puede esperar, pues, nuestro adversario
de su legión inmensa,
si Cristo hace milicia en el contrario?

Recuerda cómo Jerjes, atrevido,
ultrajó, por llegar a nuestra orilla,
con nuevos puentes la región marina;
y vistiendo verás negra mantilla
toda persa mujer por su marido,
y tinto en sangre el mar de Salamina.
Y no sólo esta mísera rüina
de ese pueblo infeliz del Orïente
victoria te asegura,
que también Maratón y la angostura
que aquel león cerró con poca gente,
y mil más que conserva la escritura.
Y así conviene a Dios, prestando ofrenda,
doblar rodilla y frente,
pues tan grande tarea te encomienda.

Verás tú Italia y su gentil ribera,
canción, que a mí me aparta de su senda,
no mar, no río, no alteza,
más sólo Amor, que a aquel al que tropieza
anima el alma dónde más encienda;
y al uso vence mal Naturaleza.
No pierdas tus iguales, y ve ahora;
que no sólo en la venda
habita Amor, por quien se ríe y llora.