Capítulo VI: Plateamiento del problema político. Principio de solución
Si el lector ha seguido algo cuidadosamente la exposición que acabo de hacer, no podrá menos de ver en la sociedad humana una creación fantástica llena de asombros y misterios. Recordemos en breves palabras las diferentes lecciones que hemos recogido:
a) El orden político descansa en dos principios conexos, opuestos e irreductibles: la autoridad y la libertad.
b) De esos dos principios se deducen paralelamente dos regímenes contrarios: el régimen absolutista y el régimen liberal.
c) Esos dos regímenes son tan diferentes, incompatibles e irreconciliables por sus formas como por su naturaleza; los hemos definido en dos palabras: indivisión, separación.
d) Ahora bien: la razón indica que toda teoría debe desenvolverse conforme a su principio, y toda existencia realizarse según su ley: la lógica es la condición, tanto de la vida como del pensamiento. En política sucede justamente lo contrario: ni la autoridad ni la libertad pueden constituirse aparte, ni dar origen a un sistema que les sea exclusivamente propio; lejos de esto, se hallan condenadas en sus respectivos triunfos a hacerse perpetuas y mutuas concesiones.
e) Síguese de aquí que no siendo posible en política ser fiel a los principios sino en el terreno teórico, y habiéndose de llegar en la práctica a transacciones de todos géneros, el gobierno está, en último análisis, reducido, a pesar de la mejor voluntad y de toda la virtud del mundo, a una creación híbrida y equívoca, a una promiscuidad de regímenes, rechazada por la severa lógica, ante la cual no puede menos de retroceder la buena fe. No se salva de esta contradicción ningún gobierno.
f) Conclusión: entrando fatalmente la arbitrariedad en la política, la corrupción llega a ser pronto el alma del poder, y la sociedad marcha arrastrada sin tregua ni descanso por la pendiente sin fin de las revoluciones.
Tal es el estado del mundo. No es efecto ni de una malicia satánica, ni de una imperfección de nuestra naturaleza, ni de una condenación providencial, ni de un capricho de la fortuna o de una sentencia del destino. No hay que darle vueltas; así son las cosas. A nosotros nos toca ahora ver de sacar de esa singular situación el mejor partido.
Consideremos que hace más de ocho mil años -no van más allá los recuerdos de la historia- todas las especies de gobierno, todas las combinaciones políticas y sociales, han sido sucesivamente ensayadas, abandonadas, tomadas de nuevo, modificadas, desfiguradas, agotadas, y que el mal éxito ha venido constantemente a recompensar el celo de los reformadores y a burlar las esperanzas de los pueblos. La bandera de la libertad ha servido siempre de abrigo al despotismo; las clases privilegiadas se han rodeado siempre, en interés de sus mismos privilegios, de instituciones liberales e igualitarias; los partidos han faltado siempre a sus programas; y los Estados, reemplazada siempre la fe por la indiferencia, el espíritu cívico por la corrupción, han perecido por el desarrollo de las mismas nociones en que habían sido fundados. Las razas más vigorosas e inteligentes han consumido en ese trabajo sus fuerzas: la historia está llena de sus luchas.
Alguna que otra vez, gracias a una serie de triunfos que han permitido ilusiones sobre la fuerza del Estado, se ha podido creer en la excelencia de una constitución o en la sabiduría de un gobierno, que no existían. Pero restablecida la paz, los vicios del sistema han saltado a los ojos, y los pueblos han ido a descansar en las luchas civiles de las fatigas de la guerra extranjera. La humanidad ha ido así de revolución en revolución; no por otro medio se han sostenido ni aun las naciones más célebres, ni aun las que más han durado.
Entre todos los gobiernos conocidos y practicados hasta el día, no hay uno que hubiese podido vivir lo que vive un hombre, si se le hubiese condenado a subsistir por su virtud propia. Y, ¡cosa extraña!, los jefes de las naciones y sus ministros son, de todos los hombres, los que menos creen en la duración del sistema que representan; ínterin no llegue el reinado de la ciencia, los gobiernos están sostenidos por la fe de las masas. Los griegos y los romanos, que nos han legado sus instituciones con sus ejemplos, al llegar al punto más interesante de su evolución desesperaron y se hundieron; y la sociedad moderna parece haber llegado a su vez a esa hora suprema. No confiéis en las palabras de esos agitadores que gritan: ¡Libertad, igualdad, nacionalidad! No saben nada; son muertos que tienen la pretensión de resucitar a otros muertos. El público los escucha un instante, como hace con los bufones y los charlatanes; luego pasa con la razón vacía y desolado el corazón.
Una señal cierta de que nuestra disolución está próxima y va a abrirse una nueva era es que la confusión del lenguaje y de las ideas ha llegado a tal punto, que el primer recién venido puede llamarse a su antojo republicano, monárquico, demócrata, burgués, conservador, liberal, y todo a la vez, sin temor de que nadie le acredite de impostor ni de iluso. Los príncipes y los barones del primer imperio habían dado hartas pruebas de sansculotismo. La burguesía de 1814, repleta de bienes nacionales, única cosa que había comprendido de las instituciones del 89, era liberal y hasta revolucionaria; 1830 la volvió conservadora, y 1848 la ha hecho reaccionaria, católica, y más que nunca monárquica. Actualmente los republicanos de febrero trabajan por la monarquía de Víctor Manuel, y los socialistas de junio se declaran unitarios. Antiguos amigos de Ledru-Rollin se adhieren al imperio, considerándolo como la verdadera expresión revolucionaria y como la más paternal forma de gobierno. Verdad es que otros los acusan de estar vendidos, pero desatándose a su vez con furor contra el federalismo. Esto no es ya más ni menos que el desorden sistemático, la confusión organizada, la apostasía permanente, la traición universal.
Se trata de saber si la sociedad puede llegar a algo regular, equitativo y estable que satisfaga la razón y la conciencia, o si estamos condenados por toda una eternidad a esta rueda de Ixión. ¿Es el problema irresoluble? Un poco de paciencia, lector: si no te hago pronto salir del embrollo, tendrás derecho a decir que la lógica es falsa, el progreso una añagaza, la libertad una utopía. Dígnate tan sólo raciocinar conmigo unos minutos, por más que en negocios semejantes raciocinar sea correr el riesgo de engañarse a sí mismo y perder con su razón su tiempo y su trabajo.
1. Conviene por de pronto observar que la historia nos presenta, en sucesión lógica y cronológica, los dos principios autoridad y libertad, de los que procede todo el mal de que nos lamentamos. La autoridad, como la familia, como el padre, genitor, es la primera que aparece: toma desde luego la iniciativa, es la afirmación. Viene después la libertad razonadora, es decir, la crítica, la protesta, la determinación. Resulta este orden sucesivo de la definición misma de las ideas y de la naturaleza de las cosas: nos lo atestigua la historia toda. No hay aquí inversión posible; no hay el menor vestigio de arbitrariedad.
2. No es menos importante observar que el régimen autoritario, paternal y monárquico se aleja tanto más de su ideal cuanto más numerosa es la familia, tribu o pueblo, y cuanto más crece el Estado en población y territorio; de suerte que cuanto más extensión toma la autoridad, tanto más intolerable se hace. De aquí nacen las concesiones que se ve obligado a hacer a la libertad, su antagonista. Por el contrario, el régimen de la libertad se acerca tanto más a su ideal y tiene tantas más probabilidades de buen éxito, cuanto más aumenta en población y territorio el Estado, cuanto más se multiplican las relaciones, cuanto más terreno va ganando la ciencia. Pídese al principio en todas partes una constitución, y se pedirá más tarde la descentralización. Espérese un momento y se verá surgir la idea de la federación. De suerte que puede decirse de la libertad y de la autoridad lo que de sí y de Jesús decía Juan Bautista: Illam oportet crescere, hanc autem minui.
Ese doble movimiento, el uno de retrogresión, el otro de progreso, que se resuelve en un solo fenómeno, resulta igualmente de la definición de los principios, de su posición relativa y del papel que los dos desempeñan; en esto no hay aún equívoco posible ni lugar alguno para lo arbitrario. El hecho es de evidencia objetiva y de certidumbre matemática; es lo que llamaremos una ley.
3. La consecuencia de esta ley, que cabe llamar necesaria, se halla en sí misma. Consiste en que siendo el principio de autoridad el que primeramente aparece, y sirviendo de materia elaborable a la libertad, a la razón y al derecho, queda crecientemente subordinado al principio liberal, racionalista y jurídico. El jefe del Estado, que empieza por ser inviolable, irresponsable, absoluto, como el padre de familia, pasa a ser justiciable ante la razón, es luego el primer súbdito de la ley y termina al fin por ser un mero agente, un instrumento, un servidor de la libertad misma.
Esta tercera proposición es tan cierta como las dos primeras, está también al abrigo de toda contradicción y todo equívoco, y viene altamente atestiguada por la historia. En la eterna lucha de los dos principios, la Revolución francesa, lo mismo que la Reforma, se presenta como una era diacrítica. Marca en el orden político el momento en que la libertad ha tomado oficialmente la delantera a la autoridad, del mismo modo que la Reforma había marcado en el orden religioso el momento en que sobre la fe había prevalecido el libre examen. Desde los tiempos de Lutero, la fe se ha hecho en todas partes razonadora: la ortodoxia, como la herejía, han querido llevarnos, por medio de la razón, a la creencia; el precepto de San Pablo: rationabile sit obsequium vestrum (sea razonada o racional vuestra obediencia), ha sido ampliamente comentado y puesto en práctica. Roma se ha puesto a discutir como Ginebra; la religión ha tendido a convertirse en ciencia; la sumisión a la Iglesia ha aparecido rodeada de tantas condiciones y reservas que, salvo la diferencia en los artículos de fe, no ha habido ya diferencia entre el cristiano y el incrédulo. Todo está en que son de distintas opiniones; fuera de esto, pensamiento, razón, conciencia, siguen en ambos la misma marcha. Una cosa semejante ha sucedido en lo político después de la Revolución francesa. Ha menguado el respeto a la autoridad; no se ha deferido sino condicionalmente a las órdenes del príncipe; se ha exigido del soberano reciprocidad, garantías; ha cambiado el temperamento político; los más fervorosos realistas, a la manera de los barones de Juan Sin Tierra, han querido una constitución, una carta; y hombres como Berryer, de Falloux, de Montalembert, etc., pueden llamarse hoy tan liberales como nuestros demócratas. Chateaubriand, el bardo de la Restauración, se vanagloriaba de ser filósofo y republicano; no se había constituido en defensor del altar y del trono sino por un acto de su libre albedrío. Se sabe a lo que vino a parar el violento catolicismo de Lamennais.
Así, mientras que la autoridad, de cada día más precaria, está en peligro, el derecho se precisa, y la libertad, a pesar de ser siempre sospechosa, adquiere más realidad y fuerza. Resiste el absolutismo lo mejor que puede, pero al fin abandona el campo; la República parece, por el contrario, irse acercando, a pesar de estar constantemente combatida, afrentada, traicionada, proscrita. ¿Qué partido podemos sacar de este hecho capital para la constitución del gobierno?