Una Señora Comprometida - Capítulos VI-X

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​Obras Completas de Eusebio Blasco​
Tomo II, Una Señora Comprometida (Novela).
Capítulos VI-X
 de Eusebio Blasco

Nota: se ha conservado la ortografía original, excepto en el caso de la preposición á.


VI
Siempre hay quien se trague la pildora.


Sentados ambos, uno enfrente de otro, y apoyados los brazos en una mesa del tiempo del rey que rabió, sacó el cura de un bolsillo una cajetilla de tabaco picado, de ese que hace llorar a las piedras, y un librito de papel de la Pantera y se puso a hacer un cigarrillo, diciendo al mismo tiempo:

—¡Válgame Dios, mi buen don Anastasio!

¿Quién había de pensar verle a usted por aquí a estas horas?

El interpelado no contestó, porque estaba urdiendo y combinando una sarta de mentiras para salir del apuro en que su sobrada locuacidad le había colocado.

Continuó el señor cura:

—¿Quiere usted un cigarrito? ¡Vamos, hombre, fume usted y no se ponga triste! La indisposición de la señora no vale la pena. Y a propósito: cuénteme usted, cuénteme usted...

—¡Ah, sí, sí, sí señor!... Dispénseme usted, estaba pensando... ¿Me había usted preguntado algo?

—Sí; decía que me contara usted cómo fué la muerte del tocayo, y el matrimonio de usted con mi señora doña Teresa.

—¡Bah! —exclamó Anastasio, puesto entre la espada y la pared. —¡Qué quiere usted! ¡Cosas del mundo!

—¡Pero, hombre, si el difunto estaba tan robusto y tan...

Anastasio se decidió a empezar el diluvio de embustes que había estado pensando

—Verá usted lo que pasó, —dijo. —Pues señor, el bueno de mi tocayo, que era muy aficionado...

—Ya sé lo que me va usted a decir,—interrumpió el cura. —Aficionado a la caza.

—¡Eso es! —repitió Anastasio. —¡A la caza!
—Tengo corridas muchas con él.
—¡Ya lo creo!
—Porque yo soy también muy aficionado,
mucho.

—Sí, ya sé. Pues, como digo, llevado de su extremada afición a cazar, se levantó un día muy temprano, se puso su chaqueta y su sombrero bajo...

El cura interrumpió.

—Un sombrero hongo, blanco, de fieltro, con unas alas muy anchas, ¿verdad?

—Eso es, aquel sombrero fenomenal.
—(Ya me acuerdo, ya!
—Se vistió, decía, cogió la escopeta, llamó al perro inglés...
—¡Hombre, me extraña mucho!
—¿Qué? ¿Que llamara al perro?
—Sí, porque no tenía perro inglés ninguno .
—Sí, hombre; tenía un perro inglés magnífico. Se lo regalé yo.

—¡Ah, vamos! ¿Y era tal vez un perro de esos de dos narices?

—¡De cuatro ó cinco! Un perro fenómeno que hablaba en inglés y sabía bordar en cañamazo.

—¿Qué me cuenta usted?
—Lo que usted oye.
—¿Y dónde venden esos perros?
—En París. ¿Quiere usted uno? Yo pienso ir dentro de poco...
—Hombre, sí; se lo agradecería mucho.

—Pues le traeré a usted uno, porque allí los hay que hasta escriben periódicos y son electores, y...

El cura estaba asombrado .

Lo que Anastasio quería era distraerle del objeto principal de la conversación, pero no pudo lograr su intento, porque el cura le dijo:

—Continúe usted la relación de la desgracia de nuestro pobre amigo. Salió de la casa...

—¡Ca! No señor; ahí está lo grande, en que no tuvo a lo menos el placer de morir matando...

—¿Eh?
—Matando dos ó tres liebres, quiero decir.
—¡Ya!
—Sucedió lo siguiente. La criada de su casa...
—¿La Antonia?

—¡Justamente! La Antonia había colocado la noche anterior en el patio, y al pie de la escalera, un gran barreño lleno de tierra muy blanda y mojada, donde pensaba plantar albahaca para hacer un tiesto; don Anastasio bajaba llamando al perro; el pobre animal subía la escalera precipitadamente, meneando la cola y dando saltos de alegría; la mañana estaba obscura y mi hombre, sin saber cómo, tropieza con el perro que se le enreda en los pies, pierde el equilibrio, rueda por la escalera, cae sobre el barreño, y mete la cara en barro.

—¡Jesús!
—En la caída se le dispara la escopeta.
—¿Y se hirió?

—No señor, porque la bala fué a darle en la nariz a un Garibaldi de yeso que había en el piso bajo.

—¡Hombre, me alegro!

—No paró ahí la cosa. El perro ladraba como un condenado; don Anastasio se levantó, renegando de su casta, y echó a correr furioso; pero como tema los ojos tapiados con el barro, en lugar de dirigirse a una puerta, se dirigió a una ventana muy baja, echó un pie hacia adelante, y ¡cataplum! se cayó en el pozo.

—¡En el pozo!
—Así como suena.
—¡Señor, si parece imposible!
—Pero no lo es. De allí le sacaron que daba lástima verlo.
—¡Saldría estropeado!
—¿Estropeado? ¡No, hombre!
—¿Pues cómo?
—Salió muerto.
—¡Ya decía yo!
—Figúrese usted qué disgusto para la familia
—¡Es claro!

—La pobre viuda lloró como una Magdalena; y aun ahora, cada vez que ve un pozo, cada uno de sus ojos parece una cuba.

—El caso no fué para menos; pero.... vamos, al fin y al cabo, parece que no ha tardado mucho en consolarse.

—¡Psth!
—Su boda con usted... ¿eh?
—La gratitud, amigo mío, la gratitud. Ésta ha sido una boda especial.
—Cuénteme usted, cuénteme usted...

—Yo me había encargado de hacer los funerales al difunto; yo procuré que los asuntos de la casa no se malograsen después de aquella catástrofe inesperada; en una palabra, mi comportamiento en aquella casa fué tal, que Teresita me cobró afición, y un día la declaré que la quería con buen fin.

—Pues señor, —dijo el bueno del cura, echando al aire una bocanada de humo, —yo celebro en el alma haber tenido una nueva ocasión de ofrecer a usted mis servicios, y espero que usted y su señora pasarán a mi lado...

—Perdone usted, amigo mío, —dijo interrumpiéndole Anastasio. —No podemos permanecer, aquí el tiempo que quisiéramos. En honor de la verdad, nuestra visita a su casa de usted tiene más de casual que de intencionada. Nos detuvimos más de lo necesario en la estación, se marchó el tren, y nos vimos precisados a molestar a usted por algunas horas.

—En ese caso, —continuó el cura, —no puedo permitir que se vayan ustedes hasta mañana. ¿Qué menos han de conceder a mi amistad que un día? ¡Pues no faltaba más, hombre!

Anastasio reflexionó breves momentos.

Por una parte, le parecía violento burlar segunda vez a Teresa, obligándole a retardar su viaje hasta el día siguiente.

Por otra, el deseo que tenía de seguir la aventura comenzada le inclinaba a dejar transcurrir el tiempo sin que la viajera pudiera dar se cuenta de ello, y decirle después como le había dicho antes: «El mal no tiene ya remedio; esperemos al tren, que pasará mañana temprano.»

Optó por lo segundo.

—Acepto su amable ofrecimiento —le dijo al cura.

—Ea, —repuso éste, —pues ya es hora de recogerse; yo voy a rezar mis oraciones. Nicolasa le guiará a usted al cuarto de su esposa. Que ustedes duerman bien, y hasta mañana si Dios quiere.

—Buenas noches, —dijo Anastasio.

Y se dejó guiar al aposento de su esposa.

Ésta se había acostado ya, porque no podía resistir el peso de tan fuertes emociones.

Pero todavía la esperaban otras mayores.

¡Anda, hija, anda, toma bromitas con los viajeros!


VII
¿Qué hubiera hecho el lector en este caso?


Cuando Anastasio entró en el cuarto y vió á Teresa acostada, hizo un gesto, como diciendo:

—Esto es hecho; no nos marchamos.

Y cuando Teresa le vió entrar, se arrebujó entre las sábanas y preguntó con voz dura e imponente:

—¿Adónde va usted, caballero?

—¡ChistI—hizo Anastasio, cerrando tras sí la puerta.—Nada de gritos, amiga mía, ó se descubre el pastel y hay un escándalo en el pueblo. Teresa bajó la voz y dijo:

—¡Salga usted de aquí!
—Pero...
—¡En seguida!

Anastasio sonrió de una manera especial.

—Ello no tiene remedio,—exclamó sentándose en una silla, a respetable distancia de la cama.

—Paciencia, y aguardemos a que salga el sol.

—¿Sale usted de aquí ó no?—decía Teresa más exasperada que nunca.—Caballero, me ha colocado'usted en una situación gravísima, y mi marido lo sabrá todo, yo se lo aseguro a usted.

—No, señora; un marido no debe saber nunca ciertas cosas. Además, ¿está usted segura de que él no ha faltado a su deber mientras ha estado usted ausente de su lado?

—¿Eh? — respondió Teresa, como diciendo: «Puede ser.»

Pero luego hizo otro gesto, que quería decir: «Es demasiado feo para que le quieran.» Anastasio volvió a tomar la palabra.

—Teresita,—dijo,—necesariamente esta aventura ha de tener un desenlace. Si no paso la noche en este cuarto, el señor cura y su ama creerán que somos uno de esos matrimonios a la moda. Así pues, de aquí no me muevo; ó mejor dicho, me muevo.

Y adelantó un paso hacia Teresa.

—¡Atrás!—gritó ella.

Y se hizo un ovillo.

—¡No grite usted!—dijo Anastasio.

Y Teresa, de miedo, calló.

Su alevoso compañero esperó dos minutos la solución de situación tan grave.

A poco rato oyó la respiración entrecortada de Teresa.

Luego oyó un gemido, luego otro, luego varios sucesivos.

Por último, vió que Teresa se agitaba violentamente en el lecho, y ya no pudo quedarle duda de que aquello era una convulsión, pero una convulsión horrorosa.

¿Qué iba a hacer Anastasio en tan apurado trance?

El asunto se complicaba de un modo lamentable.

Nada hubiera sido más sencillo que llamar al ama del cura, ó al cura mismo.

Pero Teresa parecía dispuesta a no sostener por más tiempo su fingido papel de esposa, y Anastasio tuvo miedo de una catástrofe. En aquel momento se apagó la luz.

Teresa pataleaba y se retorcía cada vez más.

Anastasio no tenía fósforos.

El remedio corría prisa.

Se dirigió a tientas hacia la puerta, la abrió sin hacer ruído y se dirigió por la derecha, con las manos hacia adelante, para no tropezar. En toda la casa reinaba una obscuridad espantosa.

Allá, a lo lejos, Anastasio creyó distinguir la luz de una brasa.

—Allí está la cocina,—pensó.

Y se dirigió de puntillas a aquel sitio.

Sin darse cuenta de lo que hacía, porque estaba ya mareado, dirigió la mano hacia aquel objeto.

Un largo bufido se dejó oir, y Anastasio sintió que le agarraban por las narices. Lo que parecían brasas no eran sino los ojos del gato del cura, que acababa de divertirse con las narices de nuestro hombre.

Desesperado, confundido, arañado, tembloroso y hecho una lástima, Anastasio volvió a poner las manos hacia adelante y continuó su camino buscando la luz tan deseada.

A los tres pasos tropezó con una puerta.

—Aquí debe ser.—murmuró.

Y abrió en seguida.

La misma obscuridad; el mjsmo silencio. Dió tres pasos más, y oyó un débil quejido. Entonces calculó que se hallaba otra vez en el cuarto de Teresa.

Extendió la mano, la bajó... ¡y cogió una cara! No bien había hecho esto, cuando le descargaron tan soberana puñada en el rostro, que todo se lo bañaron en sangre.

—¡¡¡Ay!!!--gritó ya sin poderse contener, furioso y dolorido.

Y comenzó a sacudir el brazo a derecha e izquierda.

—¡Al que pille debajo lo parto!—seguía gritando. —¡Ay! ¡Socorro! ¡socorro!—exclamó una voz.

Era el ama del cura, a quien Anastasio le había dado una bofetada de mucho mérito.

—¡Aquí, señor cura, que me están matando! —gritaba el ama.

—¡Aquí, aquí, —decía Anastasio tocándose la cara por todas partes,—aquí es donde me has dado, grandísima bribona!

—¡Alto!—repuso otra voz entonces.—¡Al que se mueva le pego un tiro!

Y era el señor cura, que venía armado de todas armas.

Anastasio, viéndose perdido, cogió a tientas vina silla y la arrojó adelante; después agarró la mesa como Dios le dió a entender y la puso también delante del sitio por donde sonaba la voz del presbítero, y éste que no se paraba en barras, comenzó a disparar tiros a diestro y siniestro, gritando:

—¡Fuego! ¡Ladrones! ¡Vecinos! ¡Socorro! ¡Que hay veinte hombres en casa! ¡Socorroooo!

El gato bufaba, lloraba el ama, blasfemaba Anastasio, y Teresa en su cuarto, con su convulsión cada vez más grande, daba pataleos y hacía zapatetas, y se había quedado en pelota encima de la cama. Todo era ruido y confusión, y obscuridad, y zambra, y jaleo. Aquello era la fin del mundo, como dice la gente.

Por fin entró la vecindad en la casa.

Uno de los ciudadanos más valientes del pueblo se resolvió a subir por la ventana y penetró en el aposento con un trabuco naranjero en la mano y una ¿linterna atada a la cintura.

Entonces se vió el cuadro que presentaba el cuarto.

El ama estaba debajo de la cama con la cabeza metida en un cofre sin tapa.

El cura, con la escopeta amartillada y en calzoncillos y con las piernas en figura de A, ocupando todo el ancho de la puerta. Anastasio, con los pelos en los ojos, la cara ensangrentada y las narices como un melón, y defendiendo el cuerpo con un barreño que tenía entre las dos manos.

El gato encima de un San Joaquín de madera. Quiso Dios que se restableciera la calma.

Se retiraron los vecinos, ofreciendo sus servicios con grande urbanidad y cortesanía.

El señor cura, escamado de una manera muy visible, le dijo a su huésped, que saliera inmediatamente de aquella casa.

Anastasio quiso disculparse y decir... ¡que sé yo lo que hubiera dicho! Pero el cura no atendía á razones, y Teresa, que había vuelto en sí y se había vestido a toda prisa, daba ídem para lar- garse de allí con viento fresco.

No hubo, pues, más remedio que liar el petate.

Anastasio iba rechinando los dientes de rabia, y sin hacer caso de Teresa, que comenzaba de nuevo a reconvenirle agriamente, murmuraba con un acento de convicción profunda:

—¡No, pues la mano que a mí me dió el guantazo era demasiado pesada!

Y no cesaba de pensar en ello.-


VIII
Sigue la desolación de D. Anastasio el feo.


La tarde que todo esto había sucedido en casa del señor cura, un hombre embozado en una ancha capa, y aún más que ancha larga, había llegado a la estación donde comenzó esta historia, y había dirigido varias preguntas a los empleados.

Como eran las once y media y el hombre había venido a pie. pareció sospechoso a la pareja de la guardia civil.

Así es que se le pidió su cédula de vecindad con gravedad amenazadora.

Pero el hombre venía prevenido.

Sacó su cédula y la presentó a los guardias.

Después recorrió toda la extensión del edificio y entró en la casilla del guarda-aguja.

Después recorrió la vía a buen paso, se alejó como unos cien, anduvo por el campo en todas direcciones, y manifestó con varios movimientos de cabeza el estado de su espíritu.

Por último, se dirigió hacia el pueblo. El hombre menos observador hubiera comprendido, al contemplar al que nos ocupa, que buscaba algo.

—¿Se le ha perdido a usted algo?—le preguntó un guarda-aguja.

—¡Sí, señor, mi mujer!—gritó el hombre desesperado.

Ya puede figurarse el lector quién era aquel sujeto.

¡Pobre don Anastasio!

¡Pobre Anastasio segundo!

¡Venía a pie, desde su pueblo, a ver qué le pasaba a su mujercita.

Diez minutos hacía que había sucedido la catástrofe en casa del señor cura, cuando don Anastasio se dirigía a la misma puerta por donde acababan de salir su mujer y el otro.

¡Oh, desdichado mortal! ¿Por qué no te los has encontrado en el camino?

¿Por qué no te has detenido un poco más en la estación para verlos venir juntos y del brazo?

El silenció se ha restablecido, el pueblo está tranquilo, el desconocido da dos fuertes aldabonazos en la puerta de la casa del cura.

El ama del cura, que todavía no las tiene todas consigo, sospecha que Anastasio quiere volver a las andadas.

Sin consultar con su amo lo que debe hacer, se dirige a la cocina y coge un cántaro de agua.

En seguida abre la ventana que da a la calle y pregunta:

—¿Es usted don Anastasio?

—¡Sí!—contesta él, como diciendo: «¡Abra usted pronto!»

Apenas ha acabado de dar el sí fatal, el ama le suelta el más espantoso roción que ha llevado hombre nacido.

¿Quién pudiera pintar la desesperación de aquel excelentísimo sujeto, al verse lo mismo que una rana?

En vano sería describirlo.

Don Anastasio gritaba, ladraba, mugía sí señor, mugía como un toro.

—¡Abra usted, grandísima indecente!—gritaba.—¡Abra usted, que le voy a enseñar educación a garrotazos!

El ama dijo para sí:

—¡Caramba! Pues ésta no es la voz del otro. ¿Quien será?

Y llamó en seguida al cura.

—¡Señor! ¡señor!—exclamó.—¡Que hay ahí un hombre que es don Anastasio y no es don Anastasio!

—¡No puede ser!—dijo el bueno del cura.—¡O lo es, ó no lo es!

—¡Pues venga usted corriendo!

El cura fué corriendo a la ventana.

—¿Quién es?—preguntó.
—¡Soy yo! ¡Don Anastasio Botín!

—¡Jesús!...—exclamó el cura, dando un paso hacia atrás y cayendo medio desmayado sobre el ama.—¡Es un alma del otro mundo! ¡Don Anastasio resucitado! ¡Trae el hisopo, hija mía, trae el hisopo!

Y el ama fué y trajo el hisopo, y el cura, des- de la ventana, comenzó a hisopear y a decir:

—¡Fugite! ¡fugite!

—¡Los fúgites serán ustedes!—gritaba don Anastasio, hecho una pantera.—¡Abran en seguida la puerta, y no me hagan perder la paciencia, que no estoy para bromas!

—Pero, hombre de Dios,—exclamó el cura desde la ventana,—¿no se había usted muerto?

—Hombre...no me haga Vd. tragar más saliva!

—Entérese usbed bien, don Anastasio. ¿Está usted vivo?—dijo el ama.

—¡Por vida de mi padre, que ya no aguanto más!

Y ésto diciendo el desesperado marido comenzó a pedradas con el ama, que si no se retira pronto, creo que sale con algo roto. Por fin el señor cura, queriendo llegar a una explicación pacífica, gritó:

—¡ Alto el fuego! Hablemos en calma. Don Anastasio cesó de apedrear la casa.

—Mire usted,—dijo,—estoy en una situación desesperada. Vengo a pie desde mi pueblo... por que me ha sucedido una gran desgracia.

—¡Ya lo creo!
—¿Qué quiere decir eso de... ¡Ya lo creo?
—Que efectivamente es una gran desgracia morirse.
—¿Volvemos otra vez a las bromas?

Y don Anastasio buscó una piedra por el suelo

—¡No, hombre, no! Siga usted hablando.
—Pues bien, ábrame usted la puerta.
—No en mis días,—dijo para sí el cura.

Y luego añadió en voz alta:

—Es el caso, que se ha llevado la llave... ¿A que no sabe usted quién?

—¿Quién?

—¿Quién? Su mujer de usted.

Esto fué un rayo de luz para el pobre don Anastasio.

Él, que no habiendo encontrado a su mujer en la estación se había dirigido a casa del cura, único amigo que tenía en el pueblo, para descansar y esperar el día, ¿cómo podía figurarse que allí le habían de dar noticias de lo que venía buscando?

—¿Qué me cuenta usted?—preguntó muy asombrado.
—Lo que usted oye.
—¿Mi mujer ha estado aquí?
—Sí señor.
—¿Sola?
—No.
—¿Con quién?
—Con su marido.
—¿Qué marido ni qué ocho cuartos? ¡Pues si yo vengo ahora!
—Pues ella trajo marido.
—¿Y cómo se llama?
—¿Quién, ella? Teresa. ¿No lo sabe usted?
—¡Eí marido, hombre! ¡Ese sujeto a quien usted llama el marido!
—¡Ya! Pues se llama Anastasio.

—Hombre, si no mirara su estado de V. y el en que yo me encuentro, le pegaba fuego a la casa. —¡Canastos!

—¡Es claro! ¡Si parece que se quieren ustedes divertir conmigo! ¡Pues conmigo no se divierte nadie!

—Pues yo le digo a usted que su mujer ha venido aquí con un amigo mio, persona muy formal, que me ha dicho que se había casado con ella, y que usted se había caído en un pozo.

—¿Y en dónde están, en dónde están esos infames?
—¡Se han ido!
—¿Cuánto hace?
—Un cuarto de hora.
—¡Abur!
—¡Divertirse!

Y don Anastasio echó a correr como un loco, y el cura cerró la ventana, diciendo al ama:

—Vámonos a dormir, y allá se las compongan. ¡Y si yo vuelvo a abrir a nadie de noche, que doscientos demonios me lleven!

IX
¡Siga la broma!


Teresa había salido de aquella casa en tal estado de agitación, que apenas podía darse cuenta de lo que a su alrededor pasaba.

A pesar de los motivos de enojo que con su compañero de viaje tenía, se apoyó en el brazo de éste y le preguntó varias veces:

—¿Llegaremos a tiempo?
—¿A tiempo de qué?—decía él.
—De poder alcanzar el tren de las doce.
—Se hará lo posible.

Y esto diciendo, Anastasio se dirígió a un arroyo para lavarse la cara, que todavía la llevaba bañada en sangre.

Aprovechemos este momento para dar la última pincelada al retrato de Anastasio.

Mis lectores habrán podido juzgar a su gusto el carácter de este extraño personaje.

Sin embargo, el autor se cree en el deber de decir lo que se ha dejado en el tintero.

Anastasio era uno de esos hombres en los cuales el amor, más que una pasión, era una enfermedad, un vicio, como el de fumar ó de ir á los toros.

Enamoradizo hasta la pared de enfrente, y propenso a aburrirse al mismo tiempo, se encontraba siempre en el caso forzoso de amar á cuantas mujeres se le ponían a tiro.

A pesar de su carácter decidor, alegre y travieso, era muy desgraciado.

Y su desgracia capital, la desgracia magna de su vida, consistía en que una vez que se aburrió menos que de costumbre, cometió la debilidad de casarse.

Sí, lector: Anastasio era casado, y casado con una mujer hechicera que se llamaba Luisa.

Al poco tiempo de haberse casado con ella, se hastió y pensó en el divorcio.

Pero dijéronle sus amigos que el divorcio daría pasto a la maledicencia, y no se divorció.

Hizo algo todavía peor.

Hastiado de su mujer, y con ánimos bastantes para amar a otras, vivió con la propia para que el mundo no murmurase, pero amó a las demás, sin importársele gran cosa de lo que dijera el mundo.

Hay mujeres que soportan con la paciencia del mártir las infidelidades de sus maridos. Pero hay otras que no están por eso, y pagan al marido en la misma moneda.

Luisa era de las primeras.

Amaba a su marido, adoraba en él, y sufrió con heroica resignación los deslices de aquel pícaro.

Todos los pícaros tienen fortuna.

¿No debía Luisa haberle pagado en la misma moneda?

Anastasio profesaba una máxima muy especial.

—¡Si siempre lo he dicho!—murmuraba.— Las mujeres son los entes más caprichosos de la tierra. No hay más que presentarse a ellas de un modo original y raro para que le quieran á uno.

Estas palabras de Anastasio harán comprender al lector por qué nuestro héroe, al intentar la conquisto de Teresa, había comenzado por presentarse en toda la desnudez de su carácter, en lugar de aparecer como un hombre verdaderamente apasionado y capaz de amar a una sola mujer por toda la vida.

Confiaba en que la descripción que de sí mismo había hecho, inspiraría simpatías a la viajera.

Y... ¡qué sé yo, qué sé yo! Puede ser que no se equivocara Anastasio.


X
Ahora si que la cosa es grave.


Llegaron a la estación nuestros dos personajes; mohína como nunca ella, cariacontecido él como nunca.

En aquel mismo momento llegaba el tren deseado, y los empleados anunciaban tres minutos de detención.

Anastasio corrió al despacho de billetes y dijo precipitadamente:

—¡Dos de primera para Morata!

En seguida le fueron entregados.

Ya estaba Teresa en un vagón.

Anastasio la buscaba en la obscuridad y la llamaba en voz alta.

—¡Aquí!—gritó ella.

su compañero subió al vagón, y el tren echó a andar en aquel momento.

Anastasio no se atrevía a decir nada.

Ella estaba callada.

Ninguno de los dos sabía qué decir.

Ninguno de los dos sabía cómo disculparse.

Y la verdad es que los dos necesitaban disculpa.

Él pensaba:

—¿Qué le voy a decir a esta mujer, cuando yo he sido el que la ha comprometido y la ha obligado a hacer mal papel a los ojos de su marido?

Ella pensaba:

—¿Qué le voy a decir a este hombre, cuando yo tengo la culpa de todo lo que sucede? La verdad es que si yo no le hubiese hecho caso y hubiera seguido mi camino, ahora estaría en mi pueblo al lado de mi esposo.

Los dos tenían razón.

Seguía el silencio.

Anastasio respiraba con fuerza.

Teresa parecía que sollozaba.

Como la noche estaba obscura, gracias a la inoportuna ocurrencia de una nube que se echó encima de la luna, nuestros viajeros no pudieron reparar en sus compañeros de viaje.

Y eran dos nada menos.

Eran un caballero y una señora.

Un caballero y una señora, que hacían dúo al tric-trac, tric-trac, de la máquina, con el ¡grrr! ¡grrrl de sus ronquidos.

¡Qué cosa tan poética es un ronquido! ¿Verdad, lector?

El farolillo del vagón estaba... como es uso y costumbre, casi apagado.

Estos vagones de los ferrocarriles españoles son muy cómodos.

Su luz no estorba nunca para dormir.

Teresa seguía haciendo tristes reflexiones.

Anastasio, ídem ídem.

Y a ella le empezaba a gustar él.

Y a él hacía mucho rato que le gustaba ella. Porque desengañémonos: al cabo de tantas horas juntos y de tantos sustos y quebrantos, ya era hora de tomarse cariño.

El trato lo engendra, según el proverbio.

Y a Teresa le iba ya gustando el desembarazo de Anastasio, y la sans facón de Anastasio, y los ojos de Anastasio, y los bigotes y la perilla de Anastasio.

En fin, que le gustaban a ella las cosas de Anastasio.

Eso no se puede remediar.

En cuanto a él, pensaba, pensaba, pensaba y no cesaba de pensar.

Aquella mujer, encontrada así, de aquella manera, en aquellas condiciones; aquella mujer parecía sensible, parecía buena; no era tosca en sus modales, ni mucho menos; tenia buena conversación.

—¡Qué lástima de mujer! Encerrada en un pueblo, casada con un vejestorio...—pensaba Anastasio.

Luego... ella empezó a ver figuras siniestras delante de sí.

Veía a su marido en mangas de camisa, con cabeza de jabalí y un palo en la mano, corriendo de un lado a otro dando bufidos.

Veía al rededor una porción de amigas suyas, riéndose estrepitosamente.

Y en los aires, blanca, muy blanca, una figura rara y misteriosa que se parecía a ella: una figura que enviaba un beso con la mano a un joven muy guapo, que se veía en lontananza. Anastasio también era presa de mil extrañas visiones.

Se veía en medio de una rueda de mujeres cuyas fisonomías recordaba.

Eran sus novias de tiempos anteriores. Todas le decían denuestos, y le enseñaban cartas, y retratos, y mechones de pelo. Pero él no hacía caso.

Tenía los ojos fijos en una figura medio velada por una extraña neblina; una figura que era una copia fiel de Teresa.

Anastasio quería avanzar hacia ella, pero no podía, porque sentía que unos dedos delgados y fuertes le apretaban el cuello y le destrozaban la nuez.

Eran los dedos de una mujer.

¡De la suya!

Anastasio quería gritar; pero no podía, y la figura velada y misteriosa se alejaba un poco, luego un poco más, luego más todavía...

De pronto un golpe y un ruido despertaron á Teresa y a su compañero.

Habían estado soñando.

Cuando abrieron los ojos, un torrente de luz inundaba el paisaje.

—¿Dónde estamos?—preguntó Teresa anta todo.

Pero antes de que Anastasio contestara, se oyó en el andén esta frase:

—¡Tres minutos, Vallecasl

Figúrese el lector la cara que Teresa pondría.

Estaba a treinta leguas de su pueblo Distaba de Madrid nada más que media hora. Anastasio quiso morirse de repente.

Pero no se murió, ni mucho menos.

Convengamos en que lo que desde ahora va a pasar, merece capítulo aparte.