Una Señora Comprometida - Cap. I-V

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​Obras Completas de Eusebio Blasco​
Tomo II, Una Señora Comprometida (Novela).
Una señora comprometida Cap. I-V
 de Eusebio Blasco

Nota: se ha conservado la ortografía original, excepto en el caso de la preposición á.

I


Primera estación.

El tren acababa de llegar a la estación de...

Los viajeros, aprovechando los veinte minutos que la empresa les concedía, comían, más de prisa de lo que quisieran, el veneno que les iban sirviendo los camareros de la fonda.

Un caballero alto, guapo, elegante, entró en el comedor cuando ya los viajeros llevaban despachada la mitad de la comida.

Saludó con un movimiento de cabeza a algunos viajeros.

Después se sentó al lado de una señora.

La señora sonrió.

Luego se apartó un poco, para que el recién venido se colocara cómodamente.

Esta es una suposición gratuíta, por cierto.

—Gracias, —dijo el viajero comiendo la sopa.— Gracias, amabilísima compañera.

—No hay de qué,—contestó ella.

—¡Vaya si hay de qué!—dijo él.

Y ella, como si no hubiera oído la frase, continuó:

—Ha llegado usted un poco tarde.
—Sí; me entretuve un instante...
—¿Con algún amigo?
—Con el jefe de la estación, que es amigo antiguo.
—Acaso no tenga usted tiempo suficiente para comer.
—Tenemos todavía siete minutos.
—Poco tiempo es.
—No lo crea usted.
—Ya veremos si se queda usted en tierra.
—¡Bah! Cuando uno sabe calcular bien el tiempo...
—¿Se precia usted de listo?
—¿Decía usted, señora?...
—Que si se precia usted de listo.
—Un poco.
—¡Hola! Bueno es saberlo.
—Veo, querida compañera, que es usted algo aficionada al equívoco.
—No lo crea usted.
—¿Me permitirá usted que le ofrezca esta aceitiina?
—Muchas gracias.

Y la señora aceptó la aceituna.

—Le serviré a usted agua,—dijo el viajero.
—Muchas gracias.

Hubo tres segundos de silencio.

—Cuidado, que se va usted a manchar con eso plato.
—Muchas gracias.
—¡Señora, por Dios, nada de cumplimientos!

Al cabo de seis horas que há que nos conocemos, creo que ya puede haber franqueza entre nosotros.

—¡Caballero!
—¿Qué?
—Que vive usted muy de prisa.

—Como usted me ha indicado que le agradaba que yo fuera un poco listo...

—No he dicho tanto.
—¿Eh?
—Ó si lo he dicho, no he querido decirlo.

—Usted ha dicho... ¿Qué fué lo que dijo usted? ¡Ah, ya! Dijo usted: «Bueno es saberlo.»

—¡Pues!
—Luego en resumidas cuentas...
—¡Basta! ¡basta! Dejemos eso ya.
—Como usted guste, señora. ¿Tomará usted café?
—Sí; adoro el café.
—Lo mismo me pasa a mí. Lo tomo tres veces al día.
—Y yo.
—¡Que casualidad! ¡A ver, muchacho!
—Señorito...
—¡Dos cafés, volando!
—¡En seguida!—gritó el mozo.

El comedor había quedado casi desierto. Solamente permanecía en él la señora, el caballero, y un joven que se disponía a salir en aquel momento.

El compañero de la señora habíase quedado callado. Ella miró al reloj, y exclamó:

—¡Faltan cinco minutos nada más!

—¿Eh?—dijo él, como asustado, saliendo del estado de reflexión en que se hallaba.

—Que faltan cinco minutos nada más.

Sonrió el viajero.

—¡Bah!—dijo.—No hay prisa.
—¿Cómo qué no hay prisa?
—En llegando a tiempo...

—¡Es que ya se han marchado todos los viajeros a los vagones!

—Bueno; déjeles usted que se vayan.
—No, no; me parece que me voy sin tomar el café.
—¡Si ya le traen!
—Pero, hombre...
—¿Ve usted? Ya está aquí el café. ¡Buena cara tiene!
—Pero...
—Voy a servirle a usted; no hay prisa.

La campana de la estación dió el aviso.

—¡Vámonos!—gritó la señora.—¡Que se va a ir el tren! —No se va, señora, no se va todavía. —Que nos va a suceder un chasco.

—Calma, calma, querida amiga. ¿Quiere usted más azúcar?
.—Sí, un poquito más.
—¿Más?
—No, basta. Gracias.

—¡Ay, señora! Yo no sé en qué consiste, pero a medida que adelantamos en nuestro viaje, siento una pena y un placer a un tiempo...

—¿Pena y placer a un tiempo?

—Sí señora, sí; placer de intimar con usted, y pena de pensar que muy pronto vamos a separarnos.

—Caballero, eso es ya más que una galantería

—Es muy posible, señora. A veces suele uno traspasar los límites de la galantería y entrarse como Pedro por su casa en el terreno de la pasión.

—¿De la pasión ha dicho usted?

—¡Qué! ¿Le ha sabido a usted mal que haya dicho tanto? Pues bien, me callaré, y usted dispense; pero tiene usted unos ojos, señora...

En aquel momento se oyó un prolongado silbido.

—¿Ve usted?—gritó la señora levantándose.
—¿Qué ha sido eso?
—¡Lo que yo me temía!
—Pero ¿qué ha sido?
—¡Qué ha de ser! ¡Que el tren acaba de partir!
—¡Caramba! Pues es verdad.
—¡Me ha divertido usted!
—Lo celebro, señora.
—¿Habráse visto desfachatez parecida?

—Pero ¿no quiere usted que me alegre de haberla divertido? Eso prueba, por lo menos, que le he hecho a usted gracia.

—¡Mire usted qué demonio!
—¿En dónde está?
—¿Quién?
—Ese demonio que me dice usted que mire.
—Es inútil hablar con usted.
—Protesto.
—¡Y el tren marchándose!...

—Y lo peor es que aunque echemos a correr, me parece que no podremos alcanzarlo. ¿Eh? ¿Qué le parece a usted?

—¡Dios mío! ¡Dios mío!

—Mire usted, mire usted como se pierde de vista.

—Me parece a mí que usted es el que se pierde de vista.

—Gracias. Ea, señora, estamos en el caso do tomar una medida... gorda, una resolución heróica.

—¡Qué contratiempo!

—¿Y qué remedio? Vámonos otra vez al comedor, y ahoguemos la pena en café, si usted lo cree oportuno.

—Veo, caballero, que es usted tan listo como parecía.

—¡Señora... allá veremos!

II
Comienza la franqueza.


Volvieron, pues, los dos viajeros al comedor: mohina y cariacontecida ella, y dispuesto él a reanudar el roto diálogo.

Hubiérale reanudado sin duda, a no haberle suplicado su compañera que se informase de la hora a que pasaba por allí otro tren, en el cual pudieran seguir la interrumpida marcha.

Llamó el viajero a un mozo, y le preguntó lo que la señora deseaba saber.

—Hasta las doce de la noche no pasa otro tren que el de mercancías.

Tal fué la respuesta del mozo.

Eran las cinco y media de la tarde.

Había que esperar, pues, seis horas y media.

La viajera pareció disgustarse mucho; tanto, que su compañero de viaje renunció a decirle piropos mientras le durara la desazón de que aparentaba ser presa.

—¡Oh!—exclamaba la señora, destrozando una miga de pan con sus delicados dedos—¡Si yo me hubiera figurado esto, no bajo del vagón a fe de Teresa!

—¿Se llama usted Teresa, señora?—se atrevió a preguntar el viajero.

La señora respondió suspirando

—Sí.
—¡Precioso nombre!
—Ni precioso ni no precioso. De cualquier cosa saca usted partido.

—No, si es que a mí me seduce muchísimo un nombre bonito, porque como el mío es tan feo...

—Hombre, ¿pues qué nombre es ese?
—¡Señora, si me da vergüenza decirlo!
—¡Ave María!
—En fin, ya que usted se empeña...
—No, tío me empeño; no vaya usted a creer...

—Pues bien, no importa, lo diré. Yo, con perdón de usted, me llamo Anastasio. ¡Qué barbaridad! ¿Eh?

—¿Anastasio?—preguntó Teresa un poco sorprendida.
—Sí, señora,—dijo él, fingiendo un gracioso llanto.

Y luego añadió:

—¿No es verdad que el hombre que se llama asi parece que está obligado a ser un mamarracho?

—¡No sé por qué! Mi marido se llama lo mismo, y no le tengo por mamarracho, como usted dice.

—¡Ah! Perdone usted; yo ignoraba completamente que...

Anastasio pensó:

—¡Es casada!

Y se empezó a rascar la cabeza con el dedo índice.

—Vamos a ver, señor mío,—dijo Teresa muy seria y levantándose:—¿qué hacemos?

El aludido se la quedó mirando y respondió:

—¡Lo que usted quiera!

Teresa comenzó a pasearse muy agitada a lo largo del comedor. Estaba impaciente, desesperada, nerviosa.

Anastasio pagó el importe de los dos cubiertos y de los dos cafés y se dirigió a su compañera de viaje con aire resuelto.

Su compañera de viaje le miró asustada.

—Son cerca de las seis,—dijo él.—El sol comienza a ocultarse y la noche se acerca a buen paso. Si a usted le parece, podernos acercarnos a la habitación del jefe de la estación, que, como he dicho a usted antes, es un antiguo amigo mío, y allí podremos aguardar la llegada del tren de la noche. Esta es mi opinión; ahora, si usted ha pensado otra cosa, yo estoy completamente a sus órdenes.

—Me repugna entrar en la habitación del jefe, a quien no conozco,—dijo Teresa secamente.

—Pero si es una persona muy fina y muy...

—¡No importa! No está bien que yo entre ahí... por muchas razones.

—¿Quiere usted decirme una siquiera?

—Sí, señor. Yo soy de un pueblo cercano a éste, y es muy posible que el jefe me conozca, porque cruzo la línea con frecuencia, y porque... ¡Nada! ¡nada! Piense usted otra cosa.

—Usted es quien ha de mandar y yo quien ha de obedecer.

—Pues bien, la noche será serena, creo yo, porque a fines de Agosto como estamos, no puede hacer mucho frío.

—Es verdad.

—Lo más prudente es alejarme de donde me puedan conocer.

—Perfectamente.

—Y evitar un disgusto en mi casa, porque ya le he dicho a usted que soy casada.

—Admirabilísimamente.

—Y entretener el tiempo hasta que venga el otro tren.

—¡Extraordinariamente admirable!... Señora, tiene usted más talento que un arzobispo metropolitano.

—¡Jesús qué hombre! Podemos dar un paseo hasta el pueblo que está allí a la falda de ese montecillo. Desde aquí se ve. ¿Le parece a usted que poquito a poco vayamos y volvamos?

—Me parece extrajudicialmente admirable y fenomenalmente pensado.
—¡Vaya, acabará usted por hacerme reir!
—De eeo trato, porque yo no deseo más que proporcionarle a usted alegrías.
—Muchas gracias, caballero; es usted muy amable.
—Usted podía serlo conmigo haciéndome un favor.
—Si es posible...
—¡Ya lo creo!
—Veamos.
—En lugar de decirme a cada momento «caballero», podía usted decirme «Anastasio». ¿Eh? . ¿Se aprueba ó no se aprueba?
—¿Continúa usted siendo partidario de la franqueza?
—¡Siempre!
—Pues si no es más que eso, comencemos nuestro paseo, señor don Anastasio.
—Suprima usted el señor y el don, porque no me sirven.
—¡Já! ¡já! ¡já!

Y Teresa soltó la carcajada sin poder contenerse.

—¡Se ríe usted!—exclamó Anastasio.—¡Oh, qué fecilicidad! ¡Oh, qué ventura! ¡Oh, qué gozo! Oh, qué cosa tan grande!

—¡Basta, hombre, basta! ¿Conque comenzamos nuestro paseo?

—En seguidita. ¿Quiere usted el brazo?

—Gracias.

—¡Que hay muchas piedras por el camino! Apóyese usted, hágame usted el favor.

—Por no oirle a usted hay que acceder a su deseo: me apoyo, pues.

—¡Eso es! Así se hace menos penoso el camino. Andiamo.


III


El marido.

Mientras la pareja se perdía en la obscuridad de un estrecho sendero que conducía al pueblo, el tren donde debieran haber seguido su camino llegaba al pueblo inmediato.

En la estación había varias personas, esperando viajeros, sin duda. Llegó el tren, se paró y comenzó el movimiento, y el ir y venir, y el subir y bajar.

—¡Tres minutos!—gritaron los empleados varias veces.

Dos ó tres viajeros bajaron de los vagones y fueron a reclamar sus equipajes.

Un señor gordo, viejo, muy colorado y muy feo, se acercó al andén y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Teresa! ¡Teresita!

Ya puede figurarse el lector quien era el indivíduo que iba y venía desde la locomotora al furgón y desde el furgón a la locomotora, gritando:

—¡Teresa!

Pero Teresa no respondía. ¿Cómo había de responder?

—¿Estás ahí?—volvió a gritar el hombrecillo, mirando a un vagón y preguntando a todo el mundo por el objeto de sus gritos.

—A ver, señores, ¿hay en ese vagón una señora?

Nadie respondió.

—Llámenla ustedes. ¡Tal vez estará dormida!

—Aquí no hay más señora qué yo,—dijo una tía asomándose por la ventanilla de un vagón de tercera.

El atribulado sujeto fué a otro vagón.

— ¡¡¡Teresaaaaaa!!! — gritó ya escandalizando.

Un joven se asomó a la ventanilla de un vagón de primera.

Casi todos los viajeros estaban asomados a las ventanillas, porque el viejecillo había llamado ya la atención de todos.

—¿Ha perdido usted algo?—le preguntó uno.
—¡Sí, señor; mi mujer!—respondió el angustiado marido.
—¡Dichoso usted!—exclamó un viajero riendo.
—¡Quién pudiera decir otro tanto!—dijo otro.
—¡Póngala usted en el Diario de Avisos!— añadíó un tercero.
—¡Viajeros al tren!—gritaban los mozos de «estación.

Y se oyó la campana.

—¡Hola, don Anastasio!—exclamó un individuo extraordinariamente gordo, desde un vagón.—¿Usted por aquí? ¿Qué es eso?

—Que mi señora debía venir en este tren, y .no la veo.
—¿Debía llegar hasta aquí?
—¡Es claron
—¡Pues mucho me choca!
—¿Por qué?
—Porque como la he visto quedarse en la estación inmediata...

—¿Qué está usted diciendo, hombre?

—Lo que usted oye. Que se ha quedado en la otra estación con un caballero.

—¡¡¡Con un caballero!!!—exclamó el marido.

—¡Bueno, bueno, bueno!—gritáronlos viajeros de buen humor.

—¡Eso es mentira!—decía don Anastasio, poniéndose de color de chocolate.

—¡Hombre, muchas gracias! Después que le aviso a usted, todavía me insulta. —¿Y quién era ese caballero? —¿Qué sé yo? Yo creí que era de la familia. Comían juntos...

—¿Ha oído usted eso, amigo?—le dijo al marido un estudiante desde el interior de su vagón Don Anastasio estaba verde.

La locomotora, como si le hiciera burla, dió al aire dos ó tres silbidos, y el tren partió como alma que lleva el diablo.

Varios viajeros que vieron quedarse a don Anastasio con un palmo de lengua fuera, le gritaron al marcharse:

—¡Mucho ojo, amigo, mucho ojo!
—¡Oh! ¡Qué situación tan grave!


IV
¡Cuando le digo a usted que la adoro!


—¡Qué hermosa noche! ¿Verdad, Teresa?
.—¡Magnífica!
—Con esa luna tan grande y tan clara...
—Es un precioso adorno para noche tan tranquila.
—No hay tal cosa.
—¿No hay tal cosa?

—No; el más bello adorno de esta noche es la diosa que la preside, y que en este momento se apoya en mi brazo.

—Veo, amigo mío, que no puede usted pronunciar una palabra, sin que esta palabra sea una galantería.

—¿Y sabe usted en qué consiste eso?
—No sé.
—Pues consiste en que usted me inspira.
—¿Y qué le inspiro a usted?
—¡Psth! Palabras, amiga mía; nada más que palabras.

—Siento no poder inspirar más que eso; pero no es mía la culpa, ¿verdad? Si una ha nacido así...

—¡Hola! Me pone usted en el caso de decir lo que no he dicho antes por temor de ofenderla.

—¡Cuidado con lo que se dice!

—No hay cuidado. Algo más que palabras me ha inspirado usted, desde que he tenido el gusto de conocerla, pero aquél ¿qué? con que ha interrumpido usted la frase que yo había comenzado a pronunciar, me ha obligado a desviarme de la senda que yo me había trazado.

—¿Es usted periodista?

—¿Por qué es la pregunta?

—Porque eso de la senda que usted se había trazado, es frase de periódico.

—¡Já! ¡já! já! ¡Tiene gracia! ¿Lee usted periódicos?

—Algunas veces.

—¡Pues crea usted que mi lenguaje era exacto, acerca de la senda y del sendero; ó si no, repare usted en donde estamos y verá que la senda que seguíamos ha desaparecido.

—¡Calla! ¡Es verdad! ¿Dónde me lleva usted, caballero?

Estas palabras las pronunció Teresa con cierta gravedad; es decir, con gravedad no, concierta expresión de miedo.

Pero al autor le parece que era un miedo... hasta cierto punto. Puede que ésta sea una suposición gratuita, como la del capítulo primero.

—¿Dónde me lleva usted?—había preguntado Teresa.

Y Anastasio respondió.

—A dar un rodeo delicioso. Conozco este sitio como si fuera mi país natal. Sé de un lugar un poco apartado donde hay una fuente.

—Poetizamos, ¿eh?—dijo Teresa sonriendo.

—Una fuente—continuó él—murmuradora como una portera, y clara como un chocolate de convite.

—¡Jesús! ¡Qué imágenes tan detestables.

—¡Ah! ¿Prefiere usted lo de siempre? ¿Lo que están diciendo los poetas desde que existe la poesía? ¡Bueno! En ese caso, le diré a usted que la fuente murmura como...

—¡Basta! ¡basta! Comprendo hasta donde lleva usted su originalidad.
—¿Me cree usted original, señora?
—¡Mucho!
—En cambio, usted es una copia...
—¿Cómo?
—Una. copia de la Virgen de Murillo, ó de la Venus de Milo.
—Es favor...

—Es justicia. Ea, ya hemos llegado. Dígame usted ahora si este sitio no es delicioso.

En efecto, el lugar donde los dos nuevos amigos se encontraban no podía ser más agradable.

De lo alto de una peña brotaba el agua, saltando de piedra en piedra hasta perderse en la corriente de un arroyo que de la fuente misma naciera.

Juncos y cañas crecidos alrededor de la fuente formaban una plazoleta pequeña, que era como el centro de varias sendas, que los pies de los aldeanos habían formado, en fuerza de ir éstos cuotidianamente a buscar el agua que de la peña brotaba.

El ruído monótono, pero agradable, de aquella cascada en miniatura; el silencio de la noche, interrumpido solamente por algún cantar lejano; la luz de la luna, que inundaba el campo, y la soledad del campo mismo, eran capaces de inspirar pensamientos atrevidos a cualquier español, aunque este español se llamase Anastasio.

Teresa se sentó sobre una piedra que cerca del arroyo había, y lanzó un suspiro.

Anastasio se figuró que Teresa respiraba de cierto modo y manera, ó quiso hacer que se lo figuraba, para dar más expresión a las palabras que pronunció, y que fueron éstas:

—¿Qué tiene usted? Ese suspiro...

La interpelada cargó sobre el suspiro la responsabilidad de lo que iba a decir, y contestó:

—¿Le parece a usted que no tengo motivo? Mi marido me estará esperando, y cuando llegue el momento, para él tan deseado, ¿cual no será su extrañeza?

—Sí, es verdad,—dijo Anastasio, contrariado al ver que el marido empezaba a servir de pantalla en la conversación;—es verdad, su esposo de usted la estará esperando con los brazos abiertos...

—¡Caballero!

—¡Ahí ¿No? Dispense usted. Su marido, he querido decir, estará esperando con los brazos cruzados...

—¡Anastasio!

—¡Ah! ¿Tampoco es eso? Pues bien; ese feliz espose, que espera a su mitad con las manos en los bolsillos...

—¡Basta de bromas! ¡No consiento que mi esposo sirva de pretexto para decir tonterías!

—Perdóneme usted, Teresa, y no me hable de una manera tan dura. Al oír hablar de un marido en momentos como éstos; al oír el nombre del que me impide decirle a usted lo que me callo, crea usted que no he podido menos de disgustarme, y él ha sido la víctima de una broma con que ho sustituído palabras más inconvenientes acaso que han estado a punto de salir de mis labios.

—Suplico a usted qne hablemos de otra cosa.

—¡Ah! ¿Le repugna a usted hablar de su esposo? Lo comprendo, y no sé por qué, adivino que es usted la víctima inocente de algún oso con pantalones.

—¡Acabará usted de disparatar?

—¡Ah, señora! ¡Hay tantas en el mismo caso que usted! Conozco a una mujer que está casada con un empleado de rentas estancadas, y que no puede saludarme cuando me encuentra en la calle.

—¿Por qué?

—Porque su marido, que es muy celoso, le ha prohibido que salude a ningún hombre; y una noche en que yo tuve la malhadada ocurrencia de regalarle una pera en dulce, tuvo valor el muy caribe de pegarla un pescozón en pleno café Suizo, que le hizo arrojar cuanto había comido. ¡Y esto a la vista de todo el mundo!

—Pero...

Y continuó Anastasio:

—¡Ya ve usted que esto es horrible! Pues no paró ahí, sino que en cuanto llegaron a casa la encerró... ¿Dónde dirá usted que la encerró? ¡Vamos, si no lo quiero decir!

—¡Hombre, por Dios, basta.

—Bien, señora, me callaré; pero hágame usted el favor de decirme si mi tocayo es uno de esos maridos moscas que no dejan vivir a sus mujeres.

—Mi marido es un buen marido, y nada más.
—¿Y nada más? Pues eso no es bastante.
—A mí me basta.
—¡Oh! Si yo fuera su marido de usted...
—¿Qué haría?

—Obsequiarla, cuidarla, complacerla en sus más insignificantes caprichos; adorarla, en una palabra.

—¡Oiga! No es eso lo que más abunda por ahí...
—Yo sería un modelo.
—¿Es usted soltero?
—Sí señora, soltero.
—¿Y lo siente usted?
—Con toda mi alma.
—Cásese usted, pues.
—¡Imposible!
—¿Por qué?
—Porque me divorciaría a los dos meses de matrimonio.
—Pues ya no lo entiendo.

—Teresa, voy a ser franco con usted, como pudiera serlo con una hermana.

—Soy toda oídos.

Anastasio se acercó un poco más a la viajera, y dijo lo siguiente:

—Yo tengo un carácter sumamente variable. Lo que hoy me distrae, me aburre mañana. Hoy como a la española, mañana a la francesa, pasado mañana a la oriental, y al otro a la hotentote. Hoy me acuesto temprano, y dentro de dos días no me acuesto, y al día siguiente duermo veintidós horas. No puedo ir dos semanas al mismo café, ni al mismo teatro, ni a la misma reunión, ni al mismo paseo. En cuanto paso dos meses en una población, me aburro soberanamente y me veo precisado a marcharme a otra parte. En una palabra: yo detesto la rutina, odio la monotonía, no puedo hacer una misma cosa dos veces. Obligarme a vivir con una persona eternamente, en la misma ciudad, bajo el mismo techo, sería matarme. No puedo, por consiguiente, ser casado.

Teresa exclamó:

—¡Cuando digo que es usted un ente original!...
—Lo seré tal vez, pero no es menos cierto que soy muy desgraciado.
—Lo creo. Eso de no poder vivir como vivimos todos los mortales...

—¡Oh! Es muy triste. Por eso cuando llega una ocasión en que puedo aprovechar algunas horas para ser dichoso, no la pierdo. Para mí, la dicha está comprendida en un número de horas determinado. En pasando del límite que me impone mi carácter mudable, la dicha se convierte a mis ojos en hastío. Por eso hoy, cuando he entrado en el vagón y la he encontrado a usted, tan bonita, tan hechicera, tan amable; cuando he comprendido que podía sentir por usted esa pasión que por tantas otras he sentido, y que nunca ha hecho noche en mi corazón, he dicho para mis adentros: «Ea, Anastasio, se te presenta una ocasión propicia, si el viaje es largo y tu compañera va contigo hasta el final de tu carrera; vas a ser completamente feliz, supuesto que esas doce ó catorce horas que suele durar tu entusiasmo, las vas a pasar a medida de tus deseos. Pero si tu compañera no va hasta donde tú piensas ir, si por desgracia se queda en el camino, eres hombre perdido.» Usted me indicó que pensaba quedarse en el pueblo inmediato; fragüé mi plan, la detuve a usted en esta estación, y de aquí a los doce dela noche... faltan seis horas.

—¡Qué infamia!—exclamó Teresa, levantándose y queriendo huir del lado de Anastasio.

—¡Perdón!—dijo éste aproximándose a ella ¡Perdón!—Y si alguna simpatía he podido merecer de usted en el corto tiempo que há que nos conocemos, concédame el último favor que voy a pedirle. Teresa miraba con los ojos muy abiertos al viajero.

Estaba asombrada, confundida, estupefacta.

—¿Será un loco?—pensaba.

Anastasio la contemplaba extasiado, embelesado.

Estaba esperando una palabra de los labios de aquella mujer, a la cual (créanlo ustedes ó no) amaba ya con toda su alma.

—¿Qué desea usted, en fin?—preguntó Teresa.

—Que me ames por algunas horas tan sólo,— contestó el original viajero, arrodillándose sobre las piedras que formaban el cauce del arroyo.

No era Teresa una mujer vulgar, ni se dejaba llevar, como casi todas, de la impresión del momento.

Si todas las mujeres reflexionaran, mejor andaría el mundo.

Porque es preciso que se desengañen ustedes, amigas mías: piensan ustedes poco, y ese poco, de prisa.

Otra mujer, en el caso de Teresa, Dios sabe lo que hubiera hecho: alguna tontería, probablemente.

Pero Teresa obró con talento.

En aquellos momentos apuradísimos para ella, pensó lo que podría sucederle si se oponía a los deseos de Anastasio.

Pensó que acaso éste era un maniático, cuyos accesos podían ser terribles.

Pensó que si huía de él, él echaría a correr detrás de ella.

Pensó que si perdía el tiempo en palabras inútiles, en declamaciones ó en lágrimas de rabia; si, en una palabra, no se acomodaba al carácter de su compañero de viaje, acaso no podría emprender de nuevo el camino cuando llegara el tren de las doce, y... ¡quién sabe lo que podría sucederle!

Así pues, en cuanto vió a Anastasio arrodillado, lo primero que hizo fué prorrumpir en una estrepitosa carcajada.

—¡Qué!—dijo.—¿No era más que eso lo que usted deseaba?
—Nada más.
—Pues bien; accedo.

Y alzando suavamente al enamorado, que estaba todavía de rodillas, se apoyó en su brazo.

—¡Ah! ¡Gracias! —exclamó Anastasio brincando de gozo.—Soy feliz, refeliz, recontrafeliz, estrepitosamente feliz.

Teresa dijo:

—Me es usted simpático, porque no se parece a ninguno de los hombres que hasta la fecha he conocido.

—Eso me satisface y me enorgullece.
—¿Y dónde vamos ahora?
—Al pueblo.
—Es muy tarde.

—No; faltan cinco horas todavía para las doce. Podemos entrar en el pueblo y visitar al cura, que es un antiguo amigo mío.

—¡Pero, hombre, por el amor de Dios! ¡Dice usted unas cosas tremendas! Eso es imposible.

—¿Por qué razón?
—¿Cómo he de entrar yo en casa del cura?

—¿Qué importa? Podemos decir que viene usted recomendada a mí desde... —No, hombre, no; eso es un disparate.

—Entonces... ¡Ah! Ya sé, ya sé. El cura no me ha visto hace dos años... Le diré que me he casado.

—¡Anastasio!
—Eso es lo mejor.
—¡Que no quiero!
—Sí, sí; vas a pasar por mi mujer.
—¡Calla! ¡Y me tutea!

—Sí, te tuteo, porque entramos ya en el pueblo y es preciso que nos ensayemos.

—Pero...
—Cállate, mujercita, cállate.
—¡Señor, esto es horrible!
—¡Qué ha de ser horrible!
—Yo no puedo consentir...
—¡Chist! ¡Que estamos ya cerca!
—¡Dios mío! ¡Y mi marido que me estará esperando!
—Que espere sentado.
—¡Y estará incomodadísimo!
—Que beba agua.
—Yo no paso de aquí.

—¿Pues no has de pasar, boba? Te lo suplica tu marido, tu maridito, que soy yo.

—¡Por favor!
—Cállate, hija mía.
—¡Por piedad!
—Ea, ya estamos en la casa.
—¡Anastasio, es usted un miserable!

—¡Silencio, vida mía, silencio, por las once mil vírgenes y unas pocas más!

Y al decir estas palabras, Anastasio llamó a la puerta.

—¿Quién es?—preguntó una mujer desde la ventana.
—¿Está el señor cura?
—Aquí está.
—Dígale usted que un amigo antiguo desea darle un abrazo.

Y se retiró de la ventana.

—¡Anastasio,—exclamaba Teresa, presa ya de la mayor inquietud,—esto no puede ser, esto me repugna, esto es abusar de mi debilidad!

El viajero, que parecía cuidarse muy poco de las palabras de su compañera, tarareaba una canción italiana y sonreía maliciosamente mirando a la víctima de sus extravagancias.

Teresa sudaba.

Se había resignado ya a no decir nada; sin duda había comprendido la imposibilidad de convencer a un' hombre, que, según ella creía, estaba loco de remate.

La mujer que antes desapareció de la ventana, volvió a asomarse.

—¡Eh!—dijo.—¡Caballero!

Anastasio miró hacia arriba.

—¿Cómo se llama usted?
—Anastasio Pérez.
—¿Cómo?
—¡Anastasio Pérez!
—Voy a avisar al señor cura.
—¡Bueno!

La mujer se retiró otra vez, y a los cuatro minutos abrióse la puerta de la casa, y Teresa y Anastasio subieron a la presencia del cura. Como se ve, la cosa se iba complicando de una manera notable. La situación no podía ser, ni más cómica, ni más dramática. Teresa subió las escaleras respirando fatigosamente.

Estaba la pobre sin saber lo que le pasaba, y pensando en lo que le podía pasar.

Veamos lo que le fué pasando.


V
Trescientos embrollos en un minuto.


Si alguno de mis lectores se ha visto alguna vez en una situación verdaderamente comprometida, puede figurarse el apuro que pasaría Teresa al encontrarse en presencia del señor cura.

Fué una impresión de las más tremebundas que recibió en su vida la buena de Teresita.

—¿Y por qué?—me preguntará el lector ahora.

¿Por qué? Figúrese usted qué sorpresa recibiría la infeliz al reconocer en la cara risueña del presbítero la misma risueña cara del sacerdote que dos años antes había estado de párroco en el pueblo donde ella residía con su marido!

Pues no fué ésto lo peor.

Lo peor fué que el demonio de Anastasio, de buenas a primeras, y después de saludar al cura, dándole cuatro ó cinco abrazos que me lo estropeó, le dijo con la mayor desfachatez del mundo:

—Tengo el gusto de presentarle a usted mi esposa...

Y la esposa... se quedó fría y quieta, y sin movimiento, como una estátua.

El caso no era para menos.

El cura abrió un palmo de boca.

Un palmo de boca, que agregado a dos que tenía, eran tres.

—¿Cómo puede ser eso?—exclamó.—Señora doña Teresa, ¿cuándo ha muerto su marido de usted?

Esta vez fué Anastasio el que se quedó como un rey de aquellos que hay en el Retiro.

Lo comprendió todo en el momento, y se vió perdido. Pero en otro momento se resolvió a jugar el todo por el todo, porque Anastasio era así; perdido por mil, perdido por mil quinientos.

Si Anastasio hubiese sido criminal, habría empezado por robar un pañuelo y hubiera concluído por comerse un administrador de loterías en ayunas.

Así es que antes de que Teresa pudiera hablar ó el cura recelar, le dijo a éste:

—¡Pues qué, amigo mío! ¿ignoraba usted la desgracia?

—Si señor, ignoraba completamente...

—¡Pues si hace dos años que Teresa es viuda, y dos meses que se ha casado conmigo!

Teresa, que ya no sabía qué hacer ni qué decir, y estaba que se la podía ahogar con un cabello, se echó a llorar como una desesperada.

Entonces Anastasio, acariciándola con toda la honestidad que el caso requería, exclamó:

—¡No te afectes, pobrecita mía! ¡Si ello ya no tiene remedio! Y dirigiéndose al cura:

—¿Ve usted? Siempre que se acuerda de su difunto, se pone que da pena verla.

El cura tragó la pildora perfectamente.

—Venga usted, señora mía, venga usted,— díjo a Teresa.—Tal vez el cansancio y la fatiga, y... todo puede contribuír... ¡Eh! ¡Nicolasa!

El ama del cura apareció en el cuarto; es decir, no apareció, entró por la puerta.

—Conduce a esta señora a otra habitación y cuídala como a mí mismo.

Llevóse el ama a Teresa consigo, y la pobre viajera, confundida, casi exánime, se dirigió al aposento que con tanta amabilidad le ofrecían, no sin lanzar antes una desesperada y expresiva mirada a su esposo prestado; mirada que el autor traduce al lenguaje vulgar de este modo:

—Señor don Anastasio ó don Porra, me está usted haciendo pasar la pena negra, y me está usted dando una desazón de padre y muy señor mío. Si esto dura mucho, estallo.

Y ya no se acordaba Teresa ni de la hora, ni de que se iban a quedar otra vez en tierra, ni de nada.

Estaba trastornada

Verdad es que el paso no era para menos.

El autor cree, sin embargo, que todo lo que le pasaba a esa señora le estaba muy bien empleado.

Porque ninguna necesidad tenía de haber empezado a gastar bromitas con Anastasio en el comedor de la fonda, ni de darle franqueza, ni de celebrar sus chistes.

Ustedes, señoras mujeres, son muy propensas a las bromitas y a la conversación.

Y luego resulta... lo que resulta.

¡Pues anda, Teresa, toma bromitas!

¡Bonita noche vas a pasar!

Y no es eso lo más malo, sino que me parece a mí que tu marido te va a dar un solfeo que te va a poner azul.

Todo por dar alas a los hombres. ¡Ah, mujeres, mujeres, mujeres! Continuemos la historia. Oigamos la conversación del cura y de su amigo.