Capítulos que se le olvidaron a Cervantes/Capítulo IV
Capítulo IV
-¿Y ahora adónde vamos? -preguntó Sancho-. Si todas las aventuras han de correr como la de esta noche, ya puede vuesa merced llevarme al fin del mundo. Hemos comido bien, no hemos dormido mal, y ni la fada Urganda ni el mago Alquife nos han perjudicado en lo más mínimo.
-Si esta resolución dura en ti -respondió don Quijote- no veo lejano el día en que te halles conde de Oropesa o pertiguero mayor de Santiago. El buen semblante que ponemos a los sucesos de la vida parece modificarlos en favor de los ánimos serenos, a quienes el pasado no aflige, no desconcierta el presente ni pone cavilosos el porvenir. Pero si los quebrantos y las desgracias encuentran en ti la filosófica resistencia del sabio, ten cuidado de no salir de madre al primer viento propicio que te sople: harto dejas conocer que así te ensoberbece la próspera como te hace desmayar la adversa fortuna. ¿Qué motivo de alborozo es el que hubieses comido y dormido bien una noche? Más digno de nosotros sería haberla pasado en vela y en ayunas para seguir mejor nuestra profesión de andantes.
-Yo supongo -replicó Sancho- que no porque uno satisfaga sus necesidades, será menos caballero ni escudero. Antes pienso que los a quienes compete la fuerza y cuyo asunto es la espada, se han de alimentar mejor. Para vivir ayunando, tanto valiera dar en ermitaños, o de una vez en santos milagrosos, a quienes les bastan cinco habas crudas o tres hojas silvestres por comida.
-¿Y no compensamos -repuso don Quijote- las penurias de nuestro estado con los festines que nos ofrecen las reinas y emperatrices a quienes vamos reponiendo en sus dominios?
-El pan de Dios dádnosle hoy como todos los días, reza nuestra santa madre Iglesia -dijo Sancho.
-Tendríaste por hereje -respondió don Quijote- si no embaulases cuanto puedes haber a las manos. A tu parecer, Sanchico, bueno es aquel negocio; y será mejor si añades los mandamientos de hurtar los bienes ajenos y codiciar la mujer de tu prójimo. Pues, ¡voto al demonio!, que te hallas apto para recibir las órdenes sacerdotales. En la primera ciudad adonde lleguemos, te hago tonsurar, y si tienes capellanías, a dos tirones te ves cura de Tordesillas o canónigo de Toledo.
-Quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija, señor don Quijote: uno que anda al servicio de vuesa merced no puede parar en menos. Viénesme a deseo, huélesme a poleo: ¿a vuesa merced he oído que Maripapas hubo en Roma?
-Como Marisanchas en tu pueblo -respondió don Quijote-: pudieras haber dicho papisas. Sí, señor; y se llamaba Juana la más notable de ellas.
-Sea -dijo Sancho- que el tiñoso por pez vendrá.
-¡Válate el diablo, Sancho excomulgado!, ¿a qué viene el tiñoso en el asunto que tratamos?
-Viene a que todos somos unos; y con el mazo dando y a Dios llamando; y que así como hubo en Roma una papisa Juana, así ha de haber en el Toboso una obispa Dulcinea. Si la mujer del alcalde es alcalda, y la del testigo testiga, la del obispo ha de ser por fuerza obispa. Y a quien Dios se la dio a San Pedro se la bendiga; que yo con la mía me contento, aunque regaña y aconseja más que un abad. Pero a mujer brava, soga larga; y holgad, gallinas, que es muerto el gallo.
-Si por algo quisiera yo sobrevivirte -repuso don Quijote- sería por grabar sobre tu losa en indelebles caracteres este epitafio que parece hecho para ti:
- Y es tanto lo que fabló
- Que aunque más no ha de fablar,
- Nunca llegará el callar
- Adonde el fablar llegó.
¿De dónde sacas ese chorro de refranes, parlanchín desesperado? Tú eres mejor para dueña que para escudero, y no estoy lejos de ponerte con faldas y tocas blancas al servicio de una reverenda viuda.
-Eso sería echar margaritas a los puercos, señor don Quijote; sobre que mi silla había de quedar vacante, supuesto que vuesa merced me destina para el coro.
-Señor prebendado -dijo don Quijote-, si vuestra dignidad no me lo estorbara, os había yo de refrescar ahora los lomos con el asta de mi lanza. Pero dad por recibida esta demostración y seguidme, cosidos los labios más que si fuerais mudo de nacimiento.
Algunas horas habían andado hasta cuando desembocaron en una carretera por donde fueron siguiendo callados y con hambre. Don Quijote mismo no hubiera puesto reparo en desayunarse, aunque sus deseos ordinarios eran de aventuras antes que de otra cosa. Como si todo ocurriera para dar asunto a su profesión, sucedió que por ahí se viniesen acercando tres personas, no de pies como racionales, sino a modo de cuadrúpedos. Todos venían descubiertos y descalzos, con señales de estar cumpliendo una penitencia, según la humildad de la postura y la compunción con que se arrastraban.
-¿Y eso qué diablos es? -dijo don Quijote al verlos-. Yo me los voy encima, Sancho, y a punta de lanza escudriño este que parece misterio, si no es más bien una entruchada de algún sabio burlón que quiere darme una cantaleta.
Sin añadir otra cosa, apretó los talones contra los ijares de su caballo, bajó la lanza, arremetió, desbarató y dispersó la tropilla de esa gente a gatas. No debían de ser paralíticos los mezquinos, porque tan luego como sintieron esa estantigua sobre ellos, se pusieron de pies y echaron a correr de modo que no los alcanzara un galgo. Librolos la Virgen a los dos; el tercero fue víctima de don Quijote, pues en el punto en que se enderezaba cayó de nuevo en tierra, sin más ánimo que el que hubo menester para encomendarse a Dios y sus santos.
-Yo le volviera la vida a este malandrín -dijo don Quijote-, sin perjuicio de quitársela por segunda vez, para que me explicara lo que significaba el ir así por estos caminos, y adónde iban en cuatro pies que no pudieran ir en dos.
-Habrán sido baldados -respondió Sancho.
-Eres un sandio que se pierde de vista -replicó don Quijote-: a tus ojos se disparan como ciervos y piensas que serán baldados.
-Pues si no son baldados -volvió a decir Sancho- serán pícaros que están haciendo de inválidos para beneficiar nuestra bolsa. Mátelos vuesa merced a todos, señor don Quijote, que estos ciegos y estos cojos fingidos perjudican a los verdaderos.
-Tengan piedad, hermanos -dijo el difunto-: no somos pícaros ni inválidos de industria, sino gente de bien y católicos, que hemos hecho voto de ir arrastrándonos a un santuario a cinco leguas de aquí.
-¿No estáis en la otra, buen hombre? -preguntó Sancho.
-Me parece que no -respondió el peregrino.
-¿Mirad no os equivoquéis? -insistió Sancho.
-Como hay Dios -replicó el peregrino- que soy poco amigo de lo ajeno. Íbamos a lo que dije, y por más señas, era requisito de la promesa que hasta cuando llegáramos al monte no nos habíamos de poner en pie si nos mataban. Hágame la caridad de avisarme si mis cofrades son muertos.
-Idos son... -respondió Sancho-. ¡Cómo que a los penitentes se les desmadejaron las piernas!
-El amor a la vida, hermano -dijo el romero sentado ya.
-¿Cuántas heridas tenéis? -preguntó Sancho.
-Según los dolores no deben de pasar de cuatro -respondió el devoto-; o es sólo una contusión, porque en verdad no veo sangre. Milagro, señores, milagro. ¿Promete vuesa merced a la Virgen Santísima, señor caballero, no matarme otra vez?
-Si es como habéis dicho, lo prometo -respondió don Quijote-. ¿Os hallábades en la vía purgativa o en la iluminativa?
-¿Qué vías son esas? -preguntó el penitente.
-La purgativa -respondió don Quijote- es el primer estado del alma que desea llegar a la perfección por medio de lágrimas, golpes de pecho y disciplinas.
-Algo más, señor, algo más -dijo el romero.
-Luego estábades en la vía iluminativa: este es el segundo estado del alma que desea llegar a la perfección, y se ocupa en amar y servir a Dios, profundamente metida dentro de sí misma.
-Algo más, señor, algo más.
-Ya comprendo, vuestra vida era la unitiva: este es el último estado del alma, que pasando por los dos primeros, ha hecho, en cierto modo, acto posesivo de la beatitud divina, y ha venido a ser una misma cosa con los bienaventurados y los ángeles.
-En esa estábamos, señor caballero -respondió el santo gateador. Sancho Panza no quiso callar más y dijo:
-Vuesa merced, señor don Quijote, se ha echado sobre la conciencia la mala obra de haber desviado a estos hombres; y fuera menester enderezarles el tuerto que se les ha hecho.
-Engáñaste por la barba -respondió el caballero-: lejos de desviarle con dos o tres palos al que está haciendo penitencia, se le da algo más en que ejercite el sufrimiento y el perdón, virtudes sin las que no hay salvarse. Pláceme veros sano y salvo, hermano peregrino, sea ello efecto de un milagro, sea de no haberos yo cogido de lleno con mi lanza. Perdonad, y buena manderecha.
Diciendo esto, picó su caballo, le siguió su escudero, y a poco andar tomó otra vez la palabra.
-Ahí tienes, Sancho, un héroe de poema épico, o por mejor decir, tres protagonistas de otras tantas epopeyas. ¡Aquí de Cristóbal de Virués! Un asesino y pirata que se acoge a buen vivir y se traslada en cuatro pies de Roma a Cataluña, es en verdad asunto de un poema de marca. ¿Qué ideas sublimes ha de inspirar un bribón que no halla manera de venderse por bueno, sino echarse a tierra y arrastrarse como bruto? Rara concepción la del bueno de Virués, ¡un héroe que gana en cuatro pies la ermita más elevada de un monte, a contar en los dedos los robos y las muertes en que ha pasado la vida! Las ideas poéticas encarnadas en expresiones magníficas pasan de siglo a siglo. Homero y Virgilio las conciben; mas no pueden sugerirlas sino héroes excelsos, Aquiles y Héctor, Eneas y Turno. El cuadrúpedo Garín, ni respeto ni veneración infunde: un innoble matador, o un fanático menguado que imagina ponerse a derechas con el Todopoderoso, si se vuelven jumentos, no son personajes de poema. ¿Es por ventura concepto razonable pensar que con ir a gatas algunas leguas alcanzamos el reino de los cielos? Dios es altísimo, santísimo: hónrale con decoro, adórale con majestad. Lo que envilece su obra no le agrada; lo que la embrutece le irrita. El hombre de virtud eminente es el que le ama con uno como orgullo celestial; orgullo que no es sino con vencimiento de su propia excelencia. Unirse al Infinito por la luz, sentirle en los afectos propios, buscarle con las buenas obras, esto es ser santo. Pero somos de condición los españoles, que, como un frailecico por ahí nos diga que labramos para el alma, sin sombrero nos vamos al infierno, andando de rodillas.
Tocábale la respuesta a Sancho Panza, y Dios solamente sabe las sandeces que hubiera ensartado, si hubiera tenido tiempo; mas cuando ya se le pudrían las palabras en la lengua, una aventura que se le ofreció a su amo vino a ponerlas en olvido. Y fue que un hombre llegaba ahí trote trote por una costezuela, trayendo a otro atado a la cola de su caballo. Echaba ya el corazón este infelice, acezando y sudando de modo de caerse muerto; y sin duda le reventara la hiel a cuatro pasos, a no presentarse allí don Quijote en ademán de batalla.
-Poneos con Dios y apercibíos para la muerte, si al punto no os apeáis y desatáis a este mezquino.
-Le llevo preso -respondió el hombre- y no le soltaría si me lo mandase el Santo Oficio.
-¿A virtud de qué mandamiento -repuso don Quijote- le lleváis preso y aherrojado? ¿Sois por dicha cuadrillero de la Santa Hermandad, alguacil o corchete?
-Andaos a decir donaires -respondió el caminante-: apártese, buen hombre, o buen diablo, y no sea tan mosca. ¿Está su merced de chunga? Eso de soltar a este pillo, será lo que tase un sastre. Sepa que le llevo a la cárcel con mis manos, porque soy su acreedor.
-¡Acreedor sois vos a cuatrocientos palos! -dijo don Quijote; y le asentó un mandoble tal en la cabeza, que dio con el atrevido sin conocimiento en el suelo. Porque no saliese el caballo, le tomó por la brida y mandó a Sancho apearse y desatar de la cola al hombre. Sancho, que de suyo era propenso a la compasión, obedeció de buena gana y lo despachó todo por la posta.
-Os hago dueño del caballo de vuestro opresor -dijo don Quijote al cautivo redimido- como despojo ganado en buena guerra. Vuestro es sin condición ni restricción, tan luego como hubiereis cumplido la orden que voy a daros.
Mandole en seguida cómo de ese camino enderezase para el Toboso, se presentase a la sin par Dulcinea, e hiciese todo lo demás que él acostumbraba mandar a los que iba venciendo, o favoreciendo y libertando. Juró el villano cumplir esas órdenes a la letra, montó de prisa, y sin despedirse del menor don Quijote del mundo, tomó el largo y desapareció por esos trigos. Sancho Panza iba llegándose al cadáver, no sin tiento:
-Veamos -dijo- lo que reza este muerto.
Y fue a tomarle un pie a fin de darle pasaporte para la sepultura, si de veras había fallecido.
-¡El diablo es el muerto! -respondió el difunto con grandísima cólera, y dio una patada que si le coge de lleno al ex gobernador, no hubiera quien le arrendara la ganancia. Llevó éste el mayor susto que en su vida había llevado; y tirándose sobre el rucio desatinadamente, voló tras su amo, quien andaba ya a buena distancia.