Capítulos que se le olvidaron a Cervantes/Capítulo LVIII
Capítulo LVIII
No a mucho andar llegaron a unos escombros donde el musgo, cabellera de las ruinas, está sobresaliendo entre hierbas silvestres y plantas espinosas. Don Quijote de la Mancha y su escudero, atadas a un árbol sus caballerías, se habían metido entre esas difuntas piedras, hasta que dieron con una elipse anchurosa, que manifestaba haber sido teatro de gladiadores ahora ha dos mil años. Apoyado en su lanza don Quijote, dejó venir a la memoria los sucesos de las edades pasadas, y dijo a su escudero:
-Estas, sin duda, son las ruinas de Itálica. Aquí, en este sepulcro olvidado, nacieron tres señores de la tierra: Trajano, el vencedor de los Partos; Adriano, el príncipe curioso que quiso remedar en Italia las grandes cosas de la Grecia; y Teodosio, emperador de los buenos y grandes. Este circo donde nos hallamos sirvió de arena a los atletas, y no poca sangre ha bebido la tierra que están hollando nuestras plantas.
-¿Quiénes eran atletas, señor? -preguntó Sancho.
-Algo se ha de conceder a tu ignorancia -respondió don Quijote-: atletas eran unos hombres fuertes que luchaban en presencia del emperador y el pueblo, hasta cuando uno de los dos campeones perdiera la vida. La pelea no se hacía con armas, sino a puño cerrado; de modo que se fracasaban el pecho y desbarataban la cabeza.
-¿Entre cristianos sucedía eso? -preguntó Sancho-; ¿y qué era de la Santa Hermandad?
-¿Qué Santa Hermandad, cuando te he dicho que esas eran fiestas públicas? ¿Querrías que los gendarmes le hubieran echado mano al coleto al emperador?
-Pesia mí -replicó Sancho- si el emperador mismo hacía eso, ¿a quién se queja?
-¡El emperador no se queja a nadie, malandrín! Tú eres capaz de enturbiar el más claro entendimiento: mucho me temo que si yo tratara contigo un año más, acabara por ser tan menguado como tú. Un tonto me deprava, me pervierte la inteligencia: en plática, disquisición u oposición, él lleva el gran partido de su pesadez y su porfía. No me pongas más dificultades, y mira el socavón formado por esas grandes piedras: ¿quién dice que no habrá sido allí el templo de Júpiter o el de todos los dioses?
-Si vuesa merced me da licencia -volvió Sancho a decir- le he de poner una dificultad: ¿cuántos dioses había antiguamente?
-Habíalos en gran número, pero se fueron. El que hoy reina es tan alto, ancho, profundo; tan grande en todas direcciones, que llena cielo, espacio, tierra, y no hay lugar para otros. Ahora contempla estos peldaños carcomidos, vestigios de graderías donde el pueblo se sentaba a deleitarse viendo correr la sangre de sus semejantes. ¡Cuántas damas principales y cuántos señores, cuánta flor y nata de la nobleza y cuánto vulgo ruin, cuántas gentes de todo linaje acudieron a este recinto y aplaudieron los golpes de los gladiadores, llenando de horrible animación estos ahora desiertos campos! Todos yacen, grandes y pequeños, ricos y pobres, amontonados unos sobre otros en los senos profundos de la eternidad, sin amarse ni aborrecerse, sin estrecharse ni molestarse, quietos y callados para siempre. En el mundo gritan los mortales y levantan un ruidoso torbellino; allá, al fin del tiempo y de la vida no se hace sino dormir, buen Sancho, y sueño largo, intenso, imperturbable, sin quimeras ni pesadillas, sin anhélito ni convulsiones. Se duerme de una pieza, de siglo a siglo, en medio de tal silencio, que no se oyen ni los pasos de los que van llegando, porque todos llegan sin ruido: los monarcas sin alabarderos y maceros, sin postillones ni trompetas; los príncipes sin comitivas de parciales ni aduladores; los ricos sin boato, los sabios sin sabiduría, los valientes sin valor, los héroes sin hazañas, los jóvenes sin juventud, las bellas sin belleza. Está en los umbrales de la otra vida un comisario invisible que todo lo secuestra en provecho del olvido. Bienes de fortuna, títulos, veneras y condecoraciones; poder, orgullo, vanidades, allí son consumidos por un fuego oculto, sin que de esos combustibles queden ni cenizas. La muerte nos mide a todos por un mismo rasero, nos mete debajo de la tierra y nos olvida en esa prisión universal. Aquí suelen quedar resonando los nombres de esos que se llaman héroes, conquistadores, genios; a la eternidad no llega el retintín de la fama. Las ciudades mueren como los hombres, las naciones como las ciudades: para la muerte, lo mismo es emperador que mendigo, aldea que metrópoli de un reino.
Aquí se detiene el historiador para advertir de nuevo que nadie tenga por cosa extraña este modo de expresarse en un loco; pues, como se ha dicho más de una ocasión, no lo era don Quijote sino en lo concerniente a la caballería, mostrándose, por el contrario, cuerdo y hasta sabio en lo que no tocaba a su negro tema.
-¿Según esto -dijo Sancho-, nuestras aldeas han de desaparecer también con todas sus casas y sus habitantes?
-¿Qué duda cabe en eso? -respondió don Quijote.
-Se me hace cosa dura -replicó Sancho- el considerar que dentro de cincuenta años no hemos de vivir ni yo, ni mi mujer, ni mi hija, y que hasta mi pueblo habrá desaparecido del haz de la tierra.
-Aflíjate la consideración -dijo don Quijote- de que dentro de cien años no vivirá ninguno de los hombres que hoy pueblan el globo, y no el temor personal de que dentro de cincuenta habrás perecido con tu mujer y tu hija. ¿Cuántos serán los que han muerto desde nuestro padre Adán hasta nuestros días? Hazme, Sancho, este cálculo curioso que no he visto en ninguna parte.
-Desde nuestro padre Adán -respondió Sancho- habrán muerto hasta unos quinientos.
-Unos quinientos Sanchos Panzas, puede ser -replicó don Quijote-; y el mundo aún no se ve libre de ellos. ¿Qué sandez me tendrás guardada para mañana? ¿Ni lo grande de la escena, ni lo triste del paraje, ni los recuerdos que este lugar despierta en la memoria te harán proponer una idea sensata? Di lo que quieras; mas yo he de impedir que se difunda error tan craso como el pensar que desde nuestros primeros padres hasta hoy no hubiesen muerto sino quinientas personas. ¿Los que se van recién nacidos; los que sucumben al año climatérico; los que no vencen los peligros de la pubertad; las víctimas del hambre y la peste; los que caen en el campo de batalla; los que se rinden a los sinsabores, congojas y miserias; todos estos, me parece, compondrán algo más que quinientos honrados difuntos? ¿Y cuántos se llevan las innumerables cohortes de enfermedades que nos tienen como sitiados de día y de noche? Desde que existe el género humano han desaparecido tantos hombres cuantos han de desaparecer hasta cuando el globo terrestre desocupe el espacio. Fenicios, babilonios, filisteos, todos se han desvanecido como sombras. Medos, persas, tirios se han disipado como vapor de agua. Griegos, romanos, judíos, nadie existe. Y nuestros padres mismos, ¿dónde están? ¿Los godos, los visigodos, los vándalos? Si se alzaran del sepulcro cuantos son los hombres que han vivido, y se vinieran hacia ti a darte la desmentida, ¿en qué pararas tú? Mira esa muchedumbre inmensa cómo surge de los abismos y se aproxima a nosotros llenando montes y valles; oye ese tropel profundo de los que en confusas legiones adelantan a decirte en tu cara que mientes cuando afirmas que desde el principio del hombre no han muerto sino quinientos individuos.
-Haga vuesa merced que se dispersen y no lleguen -respondió Sancho, fingiendo una inquietud que realmente no sentía-; sin necesidad de esa desmentida, creo y confieso que han muerto hasta hoy más personas que pelos tengo en la barba.
-Déjalos llegar -repuso don Quijote- y verás lo que no has visto, y conocerás a los que no has conocido. Largo fuera el contar los pueblos y naciones que ya no viven. ¿Pues las ciudades? Babilonia, Tebas la de las cien puertas, Menfis, Amatonte, Gerra, y otras tan opulentas como célebres. Los arqueólogos rastrean hoy los lugares donde fueron, o un montón de piedras indica el sitio donde se levantó cada una de esas magníficas moradas de los hombres. ¿Qué mucho si de Itálica no quedan sino estos vestigios trabajados por el tiempo, que desaparecerán a su vez? De Sagunto sobra menos, y nadie sabe dónde fue Numancia. Nuestros descendientes harán las mismas reflexiones, de aquí a dos o tres mil años, cuando en su melancolía contemplen los vestigios de las ciudades hoy vivas y robustas. Aquí fue Zaragoza, dirán unos; aquí fue Gades, dirán otros. ¿Oyes cómo la corneja rompe este silencio con su grito fatídico? Es el habitante de las ruinas, triste como la muerte. Vámonos, Sancho; el corazón se me está llenando de una tristeza que no es la mía.
-Cuanto y más que ya obscurece -respondió Sancho, y añadió-: ¿No puede el rey levantar y reedificar esta ciudad, y poblarla de nuevo como estaba antes?
- -«El pueblo destruido, los muros trastornados
- Nunca jamás non fueron fechos nin restaurados»,
-respondió don Quijote con Gonzalo de Berceo, y salió de los escombros en busca de su caballo.