Capítulos que se le olvidaron a Cervantes/Capítulo XLVIII
Capítulo XLVIII
Molidos los caminantes, adelantaban despacio, no menos muertos de hambre caballeros que caballerías. Eran las tres de la tarde cuando entraron por fin al camino real. Largo había sido el silencio: no habiendo qué comer, Sancho juzgó deletéreo el hablar; y para no debilitarse más con el uso de la palabra, hizo de necesidad virtud, ofreciendo a las ánimas benditas la obra de misericordia de venir callado.
-¿Qué te parece, Sancho -dijo por último don Quijote-, si en este prado nos diésemos una hora de reposo, y algo que pacer a nuestras caballerías?
-Mire vuesa merced -respondió Sancho- esas nubes que van como de fuga, y ponga el oído hacia la Mancha de Aragón.
-¿Ese trueno apagadizo que va trotando por lo bajo del cielo te intimida? -repuso don Quijote-. Echa pie a tierra aquí, a un lado del camino, y obedece a tu señor. Si algo se de lo que pasa en mí, ahora es cuando tu repostería me hará muy al caso: acomódame con una ala de pollo, y regálate por tu parte como quieras.
-Vuesa merced toma las cosas por donde queman -dijo Sancho-. Haga fisga de mi cara de caballo, pero no de mi necesidad. A la moza con el mozo, señor, y al mozo con el pan. Bonito soy yo -añadió desmochándose el colmillo con la uña del pulgar-: a quien dan no escoge, a quien no dan no come. Más cura la dieta que la lanceta; más desmejora el hambre que el calambre. Adiós, que me voy.
Don Quijote estaba hinchándose de cólera, y con falaz sosiego reiteró la orden de servirle. Sancho siguió respondiendo con ironía; insistió el uno, porfió el otro, y el fin de la oposición fue írsele don Quijote encima y darle tal soplamocos que la sangre corrió a borbotones de las narices del pobre escudero. Aquí fue alzar el grito el malaventurado Sancho: la injusticia, el resentimiento hicieron que se fuese en lágrimas y en tristes recriminaciones. El decoro le mantuvo todavía a don Quijote en una indignación facticia, alto y severo delante de su criado; mas cuando éste le redujo a la memoria que las alforjas eran propiedad del ciego, más de un año hacía, no estuvo en su mano reprimir su enternecimiento: arrepentido y bondadoso le echó los brazos al cuello con efusión tal, que el bueno de Sancho se tuvo por indemnizado y plenamente satisfecho. En pasándole el ímpetu que con frecuencia le daba de irse a su casa, estaba siempre resuelto a seguir al fin del mundo a señor tan noble y franco. Empezó, con todo, a maldecir al ciego, y los maldijo una y mil veces a él, a la madre que le parió y a toda su parentela, considerando los ayunos y desmayos que iba a pasar en el camino.
-Según comprendo -dijo don Quijote-, es hambre lo que tienes: esto debe de provenir de que no has comido todo el día. ¿Tan poco se te entiende de achaque de cocina? El maestro Joachim, cocinero de Carlos V, no necesitaba sino dos horas para disponer, cocer y servir la mejor comida.
-Pecador de mí -dijo Sancho-, deme vuesa merced los rudimentos necesarios, y le preparo tal guiso que en su vida ha de querer comer otra cosa.
-Guiso de rudimentos -respondió don Quijote enderezándose-; para mis barbas que no ha de ser cosa de golosinas. Quisiste decir berros, espárragos o cosa de éstas.
-No quise decir sino rudimentos -señor don Quijote-; esto es, los principios, los útiles de los manjares.
-Eso se llama elementos. Los tendrás así como se nos desencapote el cielo de la fortuna.
En esta sazón tendió la vista por el camino y añadió:
-No dirás que no es una algarada o pelotón de gente enemiga esa que por allá se nos viene aproximando. Veremos lo que nos quieren y si somos hombre que se amilana porque vengan entre ciento.
Apercibiose don Quijote a la pelea, y esta ocasión tuvo a bien esperar a pie firme al enemigo sin írsele al encuentro como era su costumbre. Puesto el yelmo de Mambrino, empuñó su rodela, y apoyado en su lanzón, se estuvo a esperar que llegasen los que a él le parecían gente adversa y bando contrario. Su seco, largo rostro, tostado por el sol y lleno de polvo, era tan singular como su porte y su armadura. Los que llegaban serían hasta ocho jinetes, la mayor parte de ellos en mulas.
-Amigo -preguntó el que venía adelante-, ¿sabréis decirnos si la venta del Moro se halla lejos de aquí?
-Un caballero andante no es amigo -respondió don Quijote-. El que se llama don Quijote de la Mancha sabe a cuáles preguntas responde con la boca, a cuáles con la espada. Aunque si he de juzgaros por vuestra catadura, primero sois notario que hombre de armas.
-Y de los más honrados -replicó el de la mula-. ¿No es amigo éste que debe ser Sancho Panza, puesto que vuesa merced es el afamado don Quijote de la Mancha?
-¿Me conocías antes de hoy? -preguntó don Quijote.
-¿Y quién no conoce al caballero cuya historia anda en todas las manos y todas las lenguas? ¡Ea, señores, apearse y descansar en compañía del valiente con quien nos topa la fortuna! Soy del parecer que en este verde sitio hagamos una comida ligera, proporcionada a la hora y a la necesidad.
Apeáronse los pasajeros a instancias de don Quijote, vuelto una seda con las adulaciones del escribano; y desenfrenados caballos y mulas para que se aprovechasen de la hierba del campo, se sentaron todos o se recostaron, conforme les pedía el cuerpo. La cabalgata podía llamarse judicial, y su asunto era una vista de ojos respecto de cierta litispendencia entre dos comunidades que se disputaban los términos de una heredad: alcalde, notario, jurisconsultos y peritos. Era el alcalde uno de esos que nunca rebuznan de balde, admiten regalos de ambas partes contendientes, y todo lo sujetan a la ley del encaje. Magistrado sin sabiduría, juez sin rectitud, hombre sin conciencia, y de imponderable cargazón, nacido para alcalde de pueblo, o más bien, alcalde de nacimiento. Nunca es uno sobrado tonto e ignorante para la profesión del Sabio.
El escribano por su parte merecía ser el preboste de su gremio. Hombre de malas carnes, por comido de remordimientos, si remordimientos caben en pecho de escribano; gafas verdes, patillas sin bigotes, peluca y lo demás. Hombre de esos que oyen misa todos los días, comulgan por Pascua florida y de Resurrección, asisten a la escuela de Cristo, suplantan firmas, esconden escrituras, forjan documentos, rezan su rosario por la noche y cenan su chocolate, poniéndolo todo a la cuenta de Dios y el Papa. San Antonio por la castidad, San Buenaventura por la humildad, San Vicente por la caridad, es un fardo de pecados con el cual Satanás no carga todavía por falta de fuerzas. De los jurisconsultos, el uno es un grande hombre que, si a dicha sabe leer, no sabe otra cosa. Semejante a esos que, no siendo buenos para ninguna profesión científica, se gradúan en varias ciencias y son doctores en jurisprudencia, teología y otras hierbas: así éste, en casa ya la fama de buen jurista, echó por el camino de la elocuencia parlamentaria y dio en la política puntadas de tal magnitud (con aguja de amortajar suegras), que vino a ser el terror del gobierno y el primero de los oradores, aunque decía la testiga en sus discursos, y su retórica era ponerse la mano en la bragadura y herir con los pies el pavimento. Eloquentia corporis. Este viene por la una de las partes litigantes, caballero en una alfana, grande y soberbio como don Jaime el Conquistador. Cide Hamete afirma que este personaje se llamaba Absalón Mostaza. No es vaciado en el propio molde el otro jurisconsulto, el cual frisa más bien con el escribano, por ser de su misma escuela: devoto, codicioso, flaco y feo como Judas, es buen abogado y viene por la parte contraria. Su nombre, Casimiro Estraús; pero generalmente es conocido con el de Estradibaús, por ciertas nubes de astrólogo y adivino que le bañan la conciencia, sin perjudicar un punto a su acendrada ortodoxia. Sus parientes y amigos le llaman Extracorto, aludiendo a esa su distinción y superioridad, que hacen de él la flor o crema de la especie humana; y como él se juzga el más feliz de los mortales, todo está dicho con llamarle Extrafeliz, según le llaman, en efecto, los que más le quieren y admiran. Los peritos eran cualesquiera: el historiador no se para a describirlos, y sigue adelante a referir lo que sucedió entre los señores jurisconsultos y los aventureros.