Capítulos que se le olvidaron a Cervantes/Capítulo XVII
Capítulo XVII
Ya de miedo del uno, ya por respeto al otro, el viejo se excusó como pudo y se ratificó en la promesa de no llevar adelante una obra que en ninguna manera había juzgado digna de vituperio.
-¿Y cómo no? -dijo el obispo-; si no teníais necesidad imprescindible, no era nada católico destruir así, por puro gusto, un efecto tan hermoso de la virtud de nuestra madre tierra.
-Tengo para mí -dijo a su vez don Quijote- que los gentiles eran en muchas ocasiones más piadosos que nosotros: esa veneración por los bosques sagrados, manifiesta un mundo de religiosidad en su alma. El bosque de Delfos, la selva de Dodona, eran templos para ellos.
-No alegue vuesa merced la autoridad de los gentiles -volvió a decir el obispo-; los patriarcas de la ley antigua rendían honores casi divinos a los árboles. Abraham plantó un ciprés, un cedro y un pino, los cuales por obra del cielo se incorporaron en uno solo; de suerte que ese árbol fue mirado como un prodigio y cosa verdaderamente destinada para la Divinidad; y así, se le cortó para el templo de Salomón. ¿Y qué dice vuesa merced de la famosa encina a cuya sombra ese mismo patriarca de quien acabo de hacer mención armó sus tiendas de campaña? El pueblo se inclinaba ante ella, y hacía romería a los llanos de Mambrea por ver ese testigo de tan grandes cosas.
-Yo he leído -respondió don Quijote- que los japoneses, con ser bárbaros, respetan a los árboles tanto como a sus dioses. Plántanlos en dondequiera, y asombran con ellos los caminos; de modo que es un placer andar por esas vías frescas y verdes, en medio del sol abrasador de esas regiones.
-En algunos pueblos -dijo el obispo- se castiga con rigor a los que destruyen ciertas aves, como en Inglaterra, donde nadie puede matar águila, grulla ni cuervo. ¿Qué maravilla si los japoneses castigan al matador de un árbol?
-Si no es permitido matar cuervos en Inglaterra -contestó don Quijote fervorizándose- no es por respeto a este animal, sino por no herir en uno de ellos al rey Artús, quien anda encantado por su hermana la fada Morgaina, y con el transcurso del tiempo ha de volver a su forma genuina y a reinar sobre los ingleses; pues no fue el ánimo de aquella mágica, cuando le encantó, aniquilar a tan gran príncipe y valeroso caballero, sino librarle acaso de un peligro y hacer que los días corriesen por sobre él hasta cuando conviniera reponerlo en su propio ser y persona. Vuestra señoría sabe que esto se hace sin inconveniente, por cuanto nada puede el tiempo sobre los encantados: mil años transcurren, y no por esto salen con una cana o una arruga más de cuando obró en ellos el encanto.
-El rey Artús -dijo Su Ilustrísima-, ¿no es el que instituyó la tan célebre orden de los caballeros de la Tabla Redonda?
-No es otro, señor obispo. La famosa Tabla Redonda, a la cual no podían pertenecer sino los caballeros probados que habían muerto quinientos y aún más enemigos y cortado la cabeza a tres o cuatro gigantes. Esto tiene de particular esa orden, que el caballero que sucede al que acaba de morir ha de ser más valiente que él: de modo que el valor va siempre a más en esa gloriosa cofradía. Lanzarote y Tristán de Leonís, Galerzo y el nunca bien celebrado Galbán fueron más acometedores, mal sufridos, terribles e indomables que los que les habían dejado el lugar, y aun estoy por decir más corteses y enamorados.
-En lo de enamorados -replicó el obispo- tengo entendido que así Lanzarote como el señor Leonís se propasaron, el uno apasionándose a la mujer de su rey y compañero, el otro perdiendo el juicio de puro amor. Si ya no atribuimos estas irregularidades a las mañas y los artificios de esas pizperetas de la reina Yseo y Ginebra, y les echamos toda la culpa.
-Ginebra y la reina Yseo, señor ilustrísimo, fueron unas muy altas y aguisadas señoras que no usaron ni podían usar de superchería ninguna, filtro, poción amatoria ni amuleto para hacerse querer de esos aventureros; y así sufriré se hable mal de ellas, como que se me eche un gato a las barbas. Vuestra señoría ilustrísima rectifique los términos en que acaba de hacer mención de esas princesas, y sufrague por la paz, o por Dios Todopoderoso que habremos dado al traste con ella.
-No lo permita el cielo -respondió el obispo-: si no es más que eso, pongamos hermosas en lugar de pizpiretas, y el Señor sea con nosotros. Yo pensaba solamente que no era muy de caballeros andarse en dares y tomares con la esposa del amigo que está haciendo por la fama en la guerra o las aventuras.
-Guárdeme Dios -replicó el hidalgo- de aprobar ese desvío de Lanzarote: señoras de rumbo no le hubieran faltado: busque su dama entre las que no tenían deberes para con otros, y San Pedro se la bendiga. Pero vuestra señoría sabe que el amor es ciego, y sobre esto, malicioso. Ginebra fue mujer, reina además, y yo, como caballero andante, obligado estoy a volver por ella sin más averiguación. Respecto de Tristán de Leonís, no solamente le disculpo, mas aún le apruebo y aplaudo. Hizo bien de volverse loco. Yo mismo tengo determinado perder el juicio en obsequio de mi dama, y darle así una prueba de la pasión que no le cede un punto a la del dicho Leonís. ¿Qué piensa vuestra señoría que yo admiro más en don Roldán?, ¿la intrepidez en la batalla?, ¿la serenidad en el peligro?, ¿la fuerza y destreza en el manejo de las armas?, ¿su virtud de no poder ser herido sino por el talón? Si piensa que es algo de esto, se engaña vuestra señoría. Es el haberse vuelto loco de amor, con aquella locura admirable de arrancar encinas, desportillar los cauces de los ríos, quebrantar peñascos, y otras cosas no menos grandes que singulares.
-Téngome por hombre de ruin memoria -tornó a decir el obispo- si vuesa merced no dio ya a mi señora Dulcinea la más relevante prueba de locura amorosa que enamorado loco puede dar, cuando hizo por ella en Sierra Morena, de medio arriba vestido y de medio abajo desnudo, las zapatetas y cabriolas que recomienda Cide Hamete.
-Esas cabriolas y zapatetas -replicó don Quijote- no fueron sino un ensayo, o más bien el preludio de las grandes y memorables locuras que pienso hacer en honra y beneficio de la sin par Dulcinea; no locuras que duren la bagatela de tres días, como en Sierra Morena, sino de marca mayor y a la larga, hasta cuando ella me mande sosegar y comparecer en su presencia.
-Convendría sí -dijo el obispo-, que el señor don Quijote abriese un tanto el ojo, no fuese que, mientras él estaba haciendo esas locuras en un apartado monte, la otra estuviera imitando a la reina Ginebra.
-Para eso -respondió don Quijote- fuese menester que antes me convirtieran en cuervo.
-¡Albricias, que ya podan! -salió diciendo Sancho Panza-. Primero me han de convertir a mí en cigüeña que a vuesa merced en cuervo. Bonito es mi señor don Quijote para ave inmunda: pues admiremos en él ese alto vuelo. Dueña que arriba hila, abajo se humilla, señor. Mire no se deje volver eso que dicen, y si no puede rehuir el encanto, hágase convertir en gallipavo; que de hora en hora Dios mejora, y del mal el menos, y el viejo que se cura, cien años dura. Ahora deseo yo saber si me será lícito matar cuervos en lo adelante, o me debo abstener de esta dis tracción, a causa del rey Artús.
-Si alguno matares -respondió don Quijote-, cometerás quizás un regicidio; y quién sabe si yo mismo podré librarte de la horca.
-¡Plaza, plaza, que el rey llega! -dijo Sancho-; la horca allá con los ladrones. Tan rey soy yo en mi casa como el otro en su palacio. Con el hombre de bien, nada tiene que hacer el verdugo, señor, jurado ha el baño de blanco no hacer negro.
-Yo te impongo silencio so pena de azotes -gritó don Quijote con muy regular enojo, porque Sancho, a puras necedades, había trabucado la conversación de Su Ilustrísima.
-¡Oiga! -dijo el obispo-, ¿éste es el renombrado Sancho Panza, escudero de vuesa merced? ¿Conque éste es el famoso Sancho Panza que gobernó la ínsula Barataria?
-Ese mismo -respondió Sancho-: ese famoso escudero a quien, por honrarle, mantearon los perailes de Segovia; ese famoso escudero a quien dieron de palos, o más bien, de estacas los yangüeses; ese famoso escudero que anda muerto de hambre por encrucijadas y malezas; ese famosísimo escudero que tiene que darse tres mil y trescientos azotes por desencantar a una cierta señora Pirinea....
Suspenso estaba don Quijote oyendo las ironías de Sancho, y después de un instante de sorpresa, dijo:
-El que siempre anda poniendo por delante la parte mala de la vida y ocultando la buena, mucho se parece al ingrato, amigo Panza. Bienes y males, venturas y desventuras, placeres y sinsabores, de todo se compone el mundo; y lo puesto en razón es no lamentarse uno demasiado de la adversa, ni engreírse con exceso de la buena fortuna. ¿Hambre tienes en los castillos donde soy recibido? ¿Te mantean las princesas mis amigas? ¿Te dan de palos las reinas y señoras que se valen de mi espada para sus desagravios? Acuérdaste de los trabajos, pero de buena gana olvidas los triunfos que vienes alcanzando en junta mía. ¿Hasme oído una queja?, ¿has visto una lágrima en mis ojos en cuanto ha que me conoces?
-En Dios y en conciencia no lo pudiera yo afirmar -respondió Sancho-, salvo esas como garbanzos que dijo vuesa merced le manaban cuando el frailecito que nos vino con las pajarotas del puente de Mantible. Quien yerra y se enmienda, a Dios se encomienda; si en lo sucesivo me coge un ¡ay!, diga vuesa merced que no soy bueno para la caballería. La sangre se hereda y el vicio se pega: en mi abolengo debió de haber algunos Panzas cojijosos, los cuales me han pasado sus lloriqueos con la sangre. Si los vicios se pegan, se han de pegar asimismo las virtudes; y si hay en mí alguna viscosidad, en Dios confío que se me han de pegar las de mi señor don Quijote.
-Eso no será tan fácil, Sancho amigo -dijo el prelado-; los vicios suelen ser húmedos, pegadizos; las virtudes son secas por la mayor parte, y no tienen la fuerza de propagarse entre los hombres. Hay con todo en el corazón bien formado una pinguosidad fecunda que hace fructificar generosamente cuanta buena semilla se echa en él; y como el vuestro no es de los estériles, no será imposible os dejéis influir por las cualidades de vuestro amo y señor don Quijote.
Gustó por extremo la delicadeza del obispo así al amo como al criado; y el uno con sumisas demostraciones de respeto, el otro con señoriles ademanes, le ayudaron a subir al coche y se despidieron como entre buenos se acostumbra. No omitió don Quijote el ofrecer su espada a Su Ilustrísima, ni éste el corresponderle con algunas bendiciones cuando las mulas arrancaban.