Capítulos que se le olvidaron a Cervantes/Capítulo XX
Capítulo XX
- «Libertad e soltura non es por oro comprado»,
dijo D. Quijote; y dando de espuelas a su caballo, salió del camino por ser de la caballería no seguirlo siempre, sino al contrario, ir por lugares sin senda, por despoblados, montes y valles obscuros, donde suelen toparse doncellas andantes, jayanes enanos, moros encantados y malandrines a quienes despanzurra en un santiamén.
-Esto de salir uno cuando le viene en voluntad, amigo Sancho; entrar cuando está cansado, ponerse de nuevo en movimiento, ir y venir sin dar cuenta de sus acciones a nadie, es gran cosa para el hombre que gusta de gobernarse a sí mismo. Pregúntame cuál es el mayor de los males, y me oirás responderte: el cautiverio. ¿Cuál el más infeliz de los nacidos? El esclavo, el preso. La flor del viento, la luz matinal tomada en la campiña, son manjares que el alma saborea con ahínco; y hasta la verdura de los prados, la obscuridad de lo montes lejanos contienen un delicioso alimento para el espíritu y el corazón del hombre que puede gozarlos segura y libremente. Estos bienes son de aquellos cuyo precio no conocemos sino cuando por desgracia los venimos a perder: si te supones metido en un calabozo, privado del sol y el aire, verás que el ir por estos campos, libre y sin cautela, caballero en tu jumento, es para ti la tierra prometida.
-Vuesa merced -respondió Sancho- no es tan libre como todo eso, ya que no puede usar del camino real ni dormir en poblado.
-Las leyes de mi profesión -replicó el caballero- no me prohíben los caminos, ni se las traspasa con dormir en poblado alguna vez. Puedo seguir el camino, pero conviene más a las armas ir fuera de él; puedo dormir bajo tejado, mas el cielo raso con su alta y anchurosa bóveda es el abrigo natural de los aventureros. Ahora dime, Sancho, ¿cómo vamos de municiones de boca? O yo se poco, a son más de las doce del día, según las advertencias del estómago.
-Yo le hice ya un presente al mío -respondió Sancho-, en tanto que vuesa merced hablaba con Su Ilustrísima. Las alforjas no están muy desmedradas; y a fe de escudero que yo las rellene en la primera coyuntura, porque soy o no soy mozo de buen recado.
-En esto de la bucólica -dijo don Quijote- tú llevas la batuta. Cambises te hubiera hecho proveedor de sus ejércitos, como a uno que de la arena saca pan. Eres más listo que Cardona, Sancho; en tratándose de comer, tú no te andas en repulgos, y todos tus males se remedian con un cuarto de gallina. ¡Dichoso aquel cuyos sinsabores se endulzan con una empanada, cuyas lágrimas se enjugan con una bota de vino!.
Apeáronse en esta sazón, y sentados debajo de unos árboles, amo y mozo comieron lo que Dios quiso, dándole gracias por su misericordia.
-Ten hambre, Sancho -dijo don Quijote-, y no codicies la mesa del rico, pues tan bien te sabrá la carne sin condimento como un faisán lampreado.
-No sé a lo que sabe el faisán -respondió Sancho-: deme vuesa merced una uña de vaca o una costilla de carnero bien tostada, ítem pan frito y cebollas en caldo picante, y le hago donación entre vivos de cuanto faisán y gallipavo crían las Indias.
-Con eso pruebas tu humildad -repuso don Quijote-. Has de saber que entre la modestia y el orgullo, entre la sabiduría y la ignorancia hay más relaciones que nadie se imagina. El filósofo se contenta con lo que da de sí la naturaleza, y no anda importunando a la fortuna sobre que no le hace nadar en lo superfluo; exactamente como el campesino que se mira satisfecho con algunas pobres raíces y los granos que produce su diminuta heredad.
-Y los santos -dijo Sancho- que lo pasan en ayunas, y si comen es un par de habas crudas o algunas hojas sin substancia.
-Así va el mundo -respondió don Quijote-: a la virtud acendrada casi siempre le cabe en suerte la miseria: los buenos lo suelen pasar mal. Pero el hombre superior se levanta en cierto modo sobre las exigencias de la materia y se ríe de la gula; lo cual no es pasarlo mal, si la temperancia es obra de virtud y no de necesidad. Si todos los que padecen escasez fueran superiores a los que rebosan en comodidades, la gran mayoría del género humano vendría a merecer la corona de Sócrates. Filósofos hay que lo son mientras no pueden otra cosa; pero si de repente les sonríe la fortuna, ya no piensan sino en holgarse. Come, Sancho, come lo que te ofrece Dios hoy día, que ya llegará tiempo en que presidas tus banquetes, si no de rey, por lo menos de grande de primera clase.
-¿Entonces no será preciso ser humilde, señor don Quijote, y me mantendré como un marqués?
-El decoro -respondió don Quijote- exige que cada cual acorte o alargue sus gastos según su calidad y puesto. La templanza es virtud muy avenidera con las riquezas: te es dado practicarla, sin que por esto se eche de ver mezquindad en tu servicio. Haz cuenta con la hacienda: si posees bienes de fortuna, un cierto rumbo gobernado por el buen juicio no te sentará mal; si eres corto de medios, ríndase tu orgullo a la humildad de tus haberes. Uno como resplandor ilumina también la pobreza, y es la decencia, el aseo, esa atildadura que tanto se hermana con la escasez como con la abundancia. El agua nada cuesta: mírate la cara en tus vasos, que este es el lujo del pobre. Si no te es dado sentarte a mesa cubierta con primoroso alemanisco que pregona el fausto de tu casa, procura que el barato lienzo esté resplandeciendo de limpio, sin mancha ni arruga; y si no tienes para darlo a lavar y aplanchar, lávalo y aplánchalo con tus manos. Hubo un antiguo que, por no valerse de nadie para nada, aprendió cuantos oficios se relacionaban con sus necesidades, y más aún por hacerlo todo con limpieza y esmero. Cocinaba sus alimentos, cosía sus vestidos, lavaba su ropa, siendo nada menos que miembro de una famosa escuela de filosofía: cocina, cose y lava, Sancho, primero que verte descuidado en tu persona y tus cosas. Llegando yo un día a casa de un amigo pobre, sucedió que no hubiese mantel en ella: ¿sabes cómo acudió la señora a reparar esa falta? Cubrió la mesa con hojas de verde, fresco plátano, y comimos cual pudieran las ninfas en sus grutas. Esta es la sabiduría de la pobreza. Personas aprensivas hay a quienes todo parece mal, y tan delicadas, que si las sábanas tienen costura, ya no duermen.
-A mala cama, colchón de vino -dijo Sancho-: si la mía tiene costuras, ¿qué habrá sino que yo me eche al coleto una buena porción de Rivadavia, y me deje caer a un lado o a otro?
-Ves aquí que te emborrachas como príncipe -respondió don Quijote-: sobre el Rivadavia empina el Alaejos, y duerme a tu sabor, Panza dichoso. No digo -prosiguió el caballero tomando el hilo de su discurso- que un grande para ser modesto haya de mantenerse como ruin: todas las cosas tienen modo: la sabiduría está en no salir de los términos de la moderación. ¿Qué dices de ese antiguo para cuya mesa se derribaban doce jabalíes diarios?
-Digo que ese tal hacía bien -respondió Sancho- y que tenía buen gusto. Yo derribara veinticuatro si fuera antiguo.
-Y no es todo -prosiguió don Quijote-: si cuando estaba puesta la mesa no sentía hambre el personaje, se derribaban otros doce y se preparaba otra comida para más tarde.
-En eso no convengo -dijo Sancho-: cuando está la comida, yo siempre tengo hambre, y antes muchas veces. Para mí serían un desperdicio los segundos doce jabalíes, si yo no los guardase para la cena.
-Tú eres, sin duda, más hacendoso -replicó don Quijote-; y aun los guardaras para otro día. Pero te sé decir que el guardar las sobras para mañana es de cutres y canallas: ¿faltan criados, conocidos en tu casa?, ¿no tienes pobres a la puerta? Si eres noble, haz por que tu modo de proceder no empañe el lustre de tu alcurnia: la liberalidad, en el pobre, es carta ejecutoria; en el rico viene a ser decoro, pundonor. Mira si tú debes guardar para mañana los doce jabalíes que te sobran.
-Afuera, caballeros que no respetan fueros -dijo Sancho-: póngame vuesa merced en la cumbre que me anda señalando, y vea si soy la honra de mi casa.
-Pláceme esta manifestación de los sentimientos de tu ánimo -repuso don Quijote-. Ahora ve esotro que no quiere vivir sino de sesos de avestruz; y como esta ave los tiene más escasos que animal en el mundo, preciso es se mate un gran número de ellas para cada plato.
-Pues yo le había de quitar esa maña -volvió Sancho a decir- con hartarle de avestruces un día, de modo que las asquee hasta el fin del mundo; y si no engulle cuanto le doy, menudito con él.
-Imposible -replicó don Quijote-; ese era un poderoso monarca, y cruel y sanguinario.
-Pues haga lo que quiera -tornó a decir el bueno de Sancho-: yo no me expongo porque él devore más o menos sesos. Tenga yo los míos en su lugar, y mátense cuantos jabalíes y avestruces hay en la Mancha.
-¡En la Mancha no hay más avestruz ni jabalí que tú, pazguato! -gritó enojándose don Quijote-. Alza estos manteles, y ponte a caballo. Según trasluzco, aventura tenemos.
Y era que había oído el son de un cuerno con que un pastor estaba llamando a sus puercos, y al punto le pasó por la cabeza que instrumento como ése no podía sino ser el cuerno de Astolfo. Habiéndole vencido él en singular batalla, cuando se le presentó con nombre de el caballero del Bosque, al vencedor le tocaba ese preciado despojo. Puesto a caballo, prestó el oído, y arrimando las piernas a Rocinante, se disparó por la campiña. El pobre ganadero se estaba por ahí embelesado en sus animalias, cuando vio asomarse aquel demonio que, tendida la lanza, le venía embistiendo desde lejos. Quisiera mirar por sí, mas ya era tarde, pues el diablo de Rocinante traía un galope tan estirado, que corría verdaderamente o poco menos. Si el porquerizo se encomienda a los pies, allí lo alcanzaba don Quijote: se quedó parado, acudió a la humildad, y tirándose de rodillas ofreció estar a lo que el caballero tuviese a bien mandarle.
-Venid acá -dijo don Quijote-, ¿cómo sucede que poseáis este cuerno y a qué título lo guardáis, sin inquirir por su legítimo dueño? Si no sois el ladrón Brunelo, sois el diablo, y en uno y otro caso, mi obligación sería pasaros con esta lanza, si no os mostraseis tan sumiso.
Y arrancando de la mano el cuerno al angustiado pastor, lo embocó al punto y dio en él un sonido ronco e intercadente que le dejó de todo en todo satisfecho. Sin decir ni hacer otra cosa, se volvió al encuentro de Sancho, quien con harta moderación y cautela no le había seguido sino a cierta distancia.