Capítulos que se le olvidaron a Cervantes/Capítulo XXXVI
Capítulo XXXVI
Para mudar de conversación acometió don Alejo a encarecer el torneo que debía verificarse, dijo, al otro día en uno de los patios del castillo, y propuso a don Quijote ser de los campeones. Eso era echar el pez al agua. Cogiendo al vuelo la invitación el caballero, preguntó quienes eran los justadores que acudían al palenque.
-Acuden los más notables de España -respondió don Alejo-, y aun de los otros reinos. Aquí tendrá vuesa merced a Gonzalo de Guzmán y Pero Vásquez de Sayavedra, a Juan de Merlo y Alfarán de Vivero, a Mosén Diego de Valera y el renombrado Gutierre Quijada, a cuyas manos murió Suero de Quiñones.
-Gutierre Quijada -repitió don Quijote-, señor de Villagarcía. Éste es el que, en junta de su primo Pero Barba, llevó una empresa a Borgoña, requiriendo a los bastardos del conde de San Polo, para que se presentasen a combatirse con ellos. Como las armas que hizo Gutierre fuesen muy de notar, el duque le envió una vajilla de treinta marcos de peso y otros ricos presentes, con lo cual se partió aquel buen castellano.
-Pues también estarán aquí -dijo don Alejo de Mayorga-, no menos que Juan de Bonifaz y Juan de Torres. Ahora, si hablamos de los extranjeros, tiene vuesa merced a Miser Jorge de Vouropag, caballero alemán que hizo lides en Castilla, adonde trajo una empresa, requiriendo a don Fernando Guevara.
-Olvidado me lo tengo -respondió don Quijote-. Prosiga vuesa merced y nómbreme uno por uno todos los paladines con quienes tenemos que haberlas.
-¿Conoce por ventura el señor don Quijote a Mosén Luis de Falces?
-El que hizo armas en Valladolid con el señor de Torija -respondió don Quijote-. El rey don Juan les tuvo plaza e mandó poner, como rezan las crónicas, dos ricas tiendas para los campeadores. Las armas se hicieron a pie y a caballo; y sin embargo de que el castellano llevase en ambas lides lo mejor, el rey, no queriendo que Mosén Luis fuese para menos, les envió a uno y a otro ricos vestidos de brocado de oro con aforros de marta cebellina.
-Vuesa merced tiene en la punta de la lengua la historia de los aventureros -dijo don Prudencio-; ¿sabrá, por tanto, quién es Miser Jacques de Lalain, ése que allí se presenta junto con Roberto, señor de Balse?
-Sí, por cierto -respondió don Quijote-: los tales caballeros hicieron armas con don Juan Pimentel, conde de Mayorga, Lope Destúñiga, Diego Razán y otros ricoshombres y señores de la casa del Condestable de Castilla.
-¿El conde de Mayorga, ha dicho vuesa merced? -preguntó don Alejo-. Sepa el señor don Quijote que yo soy su próximo pariente, y aun tengo derecho a su título. Pero esto no hace a mi propósito; lo que hace es aquel paladín que llega cubierto de todas armas, baja la visera por no ser conocido antes de tiempo. Con todo, vuesa merced ha columbrado ya su nombre y sabe que es Jacques de Xalau, señor de Amabila, el que tocó la empresa que don Diego de Valera había llevado a la corte de Borgoña. Este Diego de Valera se combatió en seguida con Teobaldo de Rougemont en el Paso que el señor de Charní mantuvo con tanto brío.
-¿Cuál es el mote de la empresa sobre la que hacemos armas? -preguntó don Quijote.
-El mote será éste: Soyez hardi. Y no extrañe vuesa merced que vaya en francés; el del Paso Honroso era: Il faut délibérer.
-Eso es lo de menos -repuso don Quijote-: lo que importa es saber por qué y por quién se hace la batalla y con qué condiciones.
-El Paso, señor mío, lo mantiene un insigne campeador, en desagravio de su dama, quien no se da por satisfecha de unos ciertos celos con menos de cuarenta lanzas rotas por el asta. Los amigos del dicho campeador son los mantenedores: los carteles se han repartido por todas las naciones caballerescas, y los aventureros acudirán en gran número. De Francia vienen Pierre de Brecemonte, Jacobo Lalain y el famoso Beltrán Claquin, el que tomó parte con don Enrique de Trastámara contra el rey don Pedro. Vuesa merced se acuerda del pasaje: el bastardo, mostrándose en el umbral de la puerta, alto, soberbio, como si él fuese el soberano, en voz arrogante dice: «¿Dónde está el hideputa que se llama rey de Castilla?» «El rey de Castilla aquí está, respondió don Pedro: hideputa es el bastardo».
-¡Qué expresiones son esas, Alejo! -gritó don Prudencio.
-Las de la historia, tío; constan en el Padre Mariana. Lo que anda impreso con licencia de la Santa Inquisición ¿será malo para dicho?
-Los autores -replicó don Prudencio- pueden alguna vez usar esas franquezas con el público, para exactitud de la relación. Hay cosas que quizá se dicen a todos y no son permitidas entre pocos.
-El fraile tiene la culpa, tío. Ahora pregunto yo: vuesa merced me manda leer algunas páginas en plena familia una de estas noches; llego a esos pasajes, topo con esas maneras de decir, ¿qué hago?
-Pues como a buen muchacho, hábil y previsor -replicó don Prudencio-, te viene una tos en ese instante, o se te trabucan los renglones, y pasas por el fuego sano y salvo.
-Ya -dijo don Alejo-: en lo sucesivo, cuando se me ofrezca decir algo con hi, he de decir hideperro. Pues dijo el rey: «El hideperro es el bastardo»; y tomándose a brazos los dos príncipes, se echaron a rodar por aquel suelo, como dos galopines. Don Pedro se halla encima; Claquin se llega, y diciendo: «Ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor», le pone debajo: evolución con la que tiene el bastardo comodidad para envasarle a su hermano bonitamente la daga hasta la empuñadura.
-En esto no fue hidalgo el señor Claquin -dijo don Quijote-. Con más aire se presenta cuando, hallándose prisionero en Londres, fija él mismo su rescate en una suma tan crecida que no la pudiera pagar un príncipe. Reconvenido por semejante extravagancia, contestó que Beltrán Duguesclin no valía menos; ni sería él quien diese su rescate. La reina de Inglaterra se suscribió, en efecto, en primer lugar para el rescate de su prisionero. Las damas de Francia pusieron lo demás.
-Y el amigo Duguesclin era feo como un oso, ¿de dónde provenía que fuera tan bienquisto con las damas? -preguntó el marqués de Huagrahuigsa, serenado ya en medio de tan amena conversación.
-Privilegio es del valor -respondió don Quijote- conciliar hasta belleza al que lo posee y ejercita. El valor no infunde envidia como el talento; el valor tiene ancho camino hacia los corazones. El valor cuenta con el respeto general, se hace admirar de los buenos, temer de los malos, y esto más tiene de favorable, que no aborrecen al valiente ni los mismos que le temen, siempre que lo sea en el círculo de la justicia y la moderación. El valiente es el más feliz de los mortales cuando le adornan también las gracias del espíritu. Beltrán Duguesclin era tan feo como atrevido, tan atrevido como cortés, tan cortés como enamorado; ¿qué mucho que las mujeres se fuesen tras su prestigio?
-Pues también estará aquí -volvió a decir don Alejo de Mayorga-. De los ingleses vendrán el lord Jeremías Oberbory, gentilhombre de Su Majestad, y Sir Odo Bolimbroke. Ahora eche vuesa merced la vista sobre Linsay de Byres, y vea como llega cubierto con sus armas, arrastrando el largo sable. Ni la manopla le falta: miren vuesas mercedes esos dedos de fierro, cada una de cuyas falanges puede servir de falleba a las puertas de un palacio. Este es el último de los insulares: tras ellos vienen los teutones. Miser Jorge de Vouropag, como ya dije, y Alberto de Austeriche. Los señores Bouqueburgo y Exterteine; los de Rostrappa Magdesprungo y Genrode Suderode; los de Bamberinguen, Bamberinga y Trevemunde, caballeros de los de lanza en ristre, pistola al cinto y espuela de platina. De Portugal no vienen sino el gran Prior de Mafra, Late Jiménez de Oporto y el señor de Tras os Montes. Desde ahora advierto al señor don Quijote, que es artículo de torneo el confesarse para entrar en la estacada; pues aun cuando no viene el físico sabidor en medicina, Salomón Setení, tenemos un fray Antón, no menos escrupuloso que el del Puente del Órbigo. Escuche vuesa merced y oiga los nombres de los paladines italianos que han de concurrir a nuestra justa: los Ventivoglio y los Picolomini; Giovanni Bombicini y Teodoro Rondinelli; el conde Domo d'Ossola y el barón Ornobasso di Caprino; Luigi Mezzatesta, señor de Camerlata; Hugo Fóscolo Tremezzo, gran síndico de Santa María degli Angeli; Andrés Palavicini, señor de Servelloni; Francesco Eremitano Pietrasanta; Miquele Papadópoli, señor de la Puente de la Motta; Gaudencio Calderara Mussolungo; Rebbio Lurate Malamocco, primer inquisidor de San Marino; Cerusso Chivassio di Cortona, gran preste y capellán de Sinigaglia; Timoteo Ghirlandayo Montelupo; Castrato Plomatto Misolonghi, archipámpano del Jura; Canossa Marzabotto, y el Príncipe Fulberio de Santoña. Los asiáticos y los africanos están ocupados actualmente en el sitio de Albraca, donde tienen asediada a Angélica la Bella, y no vendrán sino con el fiero rey Gradasso, poseedor de la espada Durindana, y el invencible Mandricardo.
-Si viene el rey Gradasso -dijo don Quijote- me ahorraré el trabajo de ir a buscarlo en Lipadusa. Al mantenedor del Paso no se lo ha citado por su nombre; estimaría yo de vuesa merced nos lo mentase.
-¿No lo dije? -respondió don Alejo-; es un cierto don Alejo, conde de Mayorga, quien ha hecho jura sobre un libro misale de non comer pan a manteles, nin hacerse la su barba, nin con la condesa...
Aquí se detuvo, y mirando de reojo a su tío, prosiguió:
-Ha jurado, digo, no quitarse las sus arenas hasta cuando hubiese vuelto a la gracia de la señora de sus pensamientos. Así como el mantenedor del Paso Honroso traía todos los jueves una argolla de fierro a la garganta en señal de servidumbre, así yo traigo cada viernes un cilicio al brazo en vía de penitencia amatoria hasta cuando hubiese recobrado el amor sin mácula de la sin par Zolidea de Rimbaude. ¿El señor don Quijote prefiere ser de los mantenedores, o viene como aventurero a disputarnos el prez de la victoria?
-Por lo visto -respondió el hidalgo- a mí me conviene ser de los aventureros; tanto más cuanto que por aquí he oído llamar sin par a esa señora Zolidea. Se me ofrece un reparo, señor mío; es a saber, que a la mayor parte de los paladines mencionados los come la tierra ha más de un siglo: vuesa merced va a mantener su Paso, no con los vivos, sino con los que han vivido.
-Como el torneo se abra a la hora citada -respondió don Alejo- eso me da que sean sombras o gente de carne y hueso los que hagan la batalla: cuanto más que no hacemos sino tomar los nombres de esos caballeros, a fin de ennoblecer el Paso y dar buena presa a la fama. Vuesa merced no piense que el señor de Vouropag ni Mosén Enrique de Remestán han de sacudir el polvo del sepulcro para tener la dicha de combatirse con nosotros. Esta es más bien una lid simulada, un deporte caballeresco en honra de las damas.
-Por Dios, Alejo -dijo doña Engracia-, no metas a las damas en ese embolismo que estás formando. Juego de manos, y tú sabes lo demás. Ve cómo aplacas de otro modo a tu señora, si es de las que no exigen sangre para sus desagravios.
-A los trabajos de Hércules me sujetaría yo -respondió el mancebo-, si ella me lo mandase. ¿Qué son para un buen caballero cuarenta lanzas rotas? Aquí no hay sino una cosa peliaguda, y es que el invencible don Quijote de la Mancha prefiere ser de los aventureros. Pero, Deo volente...
Sonriose don Quijote, y dijo:
-Si con mi lanza cuenta el conde de Mayorga para volver a la gracia de la señora de sus pensamientos, la hermosa Zolidea de Rimbaube se quedará enojada para toda la vida. Sea vuesa merced servido de ponerme al corriente de las condiciones del combate, el cual, aunque simulado, no deja de ser una demostración bélica. ¿Será a pie? ¿Será a caballo? ¿Habrán de acometerse uno a uno los campeones, o será ello una escaramuza general de bando a bando?
-La pelea será a caballo -respondió don Alejo-; las armas, arnés completo, exceptuando la babera porque iremos con celada borgoñona. El reencuentro no será cabeza por cabeza, singuli o uno a uno, sino una arremetida y confusión general, donde cada combatiente hará lo que pueda.
-Soy contento de esas condiciones -dijo don Quijote-. Sé decir a vuesas mercedes que, en caso de combate singular, yo provocaría a Juan de Merlo, a causa de sus grandes y numerosas hazañas. Este llevó empresas a todas partes: sostúvolas en Arrás contra Pedro de Brecemonte; en Basilea contra Mosén Enrique de Remestán. En Valladolid se halló, y esto es más, en las justas de don Álvaro de Luna, donde, combatiéndose con el rey don Juan, tuvo la honra de que su soberano rompiese en él una lanza. Acudió después al Puente del Órbigo, en cuyo Paso hirió a Suero de Quiñones; y finalmente murió en la demanda, siempre como bueno.
Dijo esto el caballero; y despidiéndose de la tertulia se retiró a su aposento, donde su escudero Sancho Panza le esperaba sepultado en un profundo sueño.