Capítulos que se le olvidaron a Cervantes/Capítulo XXXVIII
Capítulo XXXVIII
No bien habían cerrado los ojos don Quijote y su escudero, cuando volvió a abrirse la puerta con dos humildes golpecitos, entrándose por ella un hombre, fantasma o duende, que de todo tenía, envuelto en una enorme capa y con un sombrero bajo cuya ala pudiera acampar un ejército.
-¿Nadie nos oye? -preguntó llegándose a la cama de don Quijote-: mire vuesa merced que no cabe ponderación en el secreto que habemos menester; y así le ruego limpie de todo animal viviente esta morada. Lo que ahora ocurre no es para oído ni por los mosquitos del aire, ni por los gusanitos de la tierra.
Ya se moría don Quijote por ver la cara del hombre misterioso; cosa imposible como no fuera de la nariz abajo, en cuyas regiones predominaban un bigotillo a la chinesca, largo y angosto, que parecía pintado, y una pera de escasa población, si bien de asombrosa longitud.
-Yo me llamo -continuó diciendo- don Benedicto Rochafrida. Vuesa merced sea servido de mandar a este hombre salir, porque de otro modo no podría yo exponer las cosas de la manera como deben llegar al conocimiento de vuesa merced.
-Para con mi criado no tengo secreto -respondió don Quijote-. Si le perdonamos una cierta comezón de ensartar refranes, es tan discreto como inclinado a valer a los que pueden poco. Vuesa merced suponga que no le oye ni un mosquito, y haga sus entradas.
-Esa comezón no empece -dijo el fantasma-: si no es más que eso, puede quedarse. ¿Hay confianza absoluta, bien así en su reserva coleo en su buena voluntad? Las paredes oyen, señor caballero; por las rendijas de las puertas se salen las palabras y se entran las desgracias.
-¡Voto al demonio! -exclamó don Quijote-, ¿grave es en tanto extremo lo que vais a revelarme que sea preciso calafatear puertas y ventanas?
-¿Vuesa merced es casado? -preguntó don Benedicto.
-¿Conviene a vuestro asunto saber si lo soy o no? -respondió don Quijote.
-Tanto, que sin este preliminar me vería atascadísimo en mi narración.
-Pues sabed que no lo soy.
-¿Pero tendrá a lo menos eso que llaman amiga, querida o concubina?
-Los caballeros andantes -replicó don Quijote- no tienen nada de eso; lo que tienen es dama o señora de sus pensamientos. Y tengan lo que quieran, vos sois un atrevido bellaco.
-Pierda cuidado -volvió a decir don Benedicto-. Una vez que vuesa merced tiene dama, sabe quizás lo que es estar encinta una dama. En sabiendo lo que es estar encinta una dama, sabe sin duda lo que son en ella los antojos.
-Sí, por cierto -dijo don Quijote-; y los suelen tener muy extravagantes. La reina Romaguisa tuvo el estrafalario antojo de hacer adobes.
-¡Cristo crucificado! -exclamó don Benedicto Rochafrida-, ¿Y qué hizo el infeliz marido?
-El infeliz marido era un gran príncipe; hizo moler dos quintales de perlas finas, y con unos cuantos barriles de leche, dio rienda suelta a la pretensión de su muy amada consorte.
-Dichosa señora -tornó a decir don Benedicto-. No es lo mismo que la que descolló en su embarazo por el deseo vehemente de comerse crudas y de balde las orejas de un puerquecito que al paso vio derribado en una tienda.
-La puerquecita era ella -dijo Sancho Panza-: ¡y miren si no las quería de balde!
-Ahora ¿qué piensan vuesas mercedes -repuso don Benedicto- de la otra que en la luna de miel se puso a morir de melancolía porque su marido se negaba a satisfacer su antojo?
-¿Cuál era ese antojo? -preguntó Sancho.
-Quería ser azotada, y muy de veras, de modo que la sangre corriese en hilos por la blancura de esas carnes. Como anduviese rallando a su marido de día y de noche, y suspirando y llorando y quejándose de su mala voluntad, cogiola éste el rato menos pensado y le dio gusto de manera que aseguró su buen genio para algunos meses.
-Algo valen cabezadas oportunamente dadas -dijo Sancho-. ¿Y adónde va a parar vuesa merced con estos cuentos?
-A que unas desean ser azotadas, y otras azotar: unas quieren de balde orejas de lechoncillo, otras orejas de escudero, y no muy caras. Mi mujer os ha visto, y se muere ya de ganas de mordéroslas y de asentaros dos o tres docenas de azotes en lo limpio.
Sancho Panza, lejos de mostrar indignación, largó una carcajada y dijo:
-Vuesa merced trueca los frenos; lo que ella quiere es ser azotada por un escudero de fama.
Sin hacer caudal de esta impertinencia de Sancho, don Benedicto Rochafrida, dirigiéndose a don Quijote, dijo:
-Doce azotes, señor caballero, ¿qué son para uno que tiene que darse tres mil y trescientos por otro negocio? El que tiene dos orejas puede muy bien, me parece, dar a morder la una, sin mengua de su decoro ni cargo de conciencia.
Don Quijote, que había estado escuchando atentamente, dijo a su escudero:
-Cosa es de considerar despacio, Sancho hermano, y no tan digna de risa como piensas. Figúrate que ese párvulo intrauterino estuviese destinado a ser un famoso caballero andante, ¿no sería el non plus ultra de la inhumanidad y la cobardía dejarlo morir antes de nacido, porque un santo hombre llamado Sancho Panza se ahorrase doce miserables azotes?
-Hasta los gatos quieren zapatos -respondió Sancho-. Que me los dé yo por mi señora Dulcinea, cuando tenga tiempo y comodidad, no quiere decir que sea hombre de tocarme a un pelo por este alma de búho. ¡Arre allá, diablo!, escuderitos tenemos para todo: encantan a la señora Dulcinea, Sancho, azótate. Se les olvida el bálsamo de vomitar, Sancho, anda por él, ponte en manos de Juan Palomeque el zurdo, quien no hará sino mantearte. Ahora viene este zanguango con su pata de gallo: Sancho..., Sancho... Como a vuesa merced no le duele, anda poniendo mis carnes a la disposición de todo el mundo.
-Cálmate, buen Sancho -dijo don Quijote-; de algún tiempo acá has levantado tu carácter, y todo lo vuelves pendencia, como si hubieras nacido para dar de comer al diablo. ¿A qué me traes el bálsamo de Fierabrás, el encanto de Dulcinea y otras cosas pertenecientes a nuestra historia? ¿Qué tienen que ver Juan Palomeque con don Benedicto Rochafrida, ni los mil trescientos con los doce que ahora te proponen? Si consientes en recibir los últimos, es cosa tuya: si has de cumplir tu obligación respecto de los primeros, cosa mía. Veremos si prevalece mi voluntad o la vuestra, señor jurisconsulto. Os llamáis a la corona antes de tomar el hábito; pues yo os haré ver que vos surtís mi fuero, y dejándome de contemplaciones apretaré la mano y se os volverá la albarda a la barriga.
Sancho vio la mar alta, pero no estuvo en su poder callar del todo.
-A cuentas viejas barajas nuevas, señor don Quijote -dijo-; y cuenta errada, que no valga. Mas diga vuesa merced: tras tantos azotes, palos, mantas y bálsamos endiablados, ¿cuándo será el ganar el reino que me tiene prometido?
-¿No me ves con la mano en la masa? -respondió don Quijote-. ¿Para qué piensas que es todo aquello sino para ganar ese maldito reino que te ofrecí en mala hora? Dormiré, dormiré, buenas nuevas hallaré: te estás ahí empollando huevos, y quieres que los reinos vengan a dar aldabazos a tu puerta. Tirante el Blanco de Roca Salada no hizo rey a su escudero Gandalín sino después de muchas y grandes pruebas de buena caballería. Muéstrame tú los gigantes a quienes has matado en mi servicio; cuéntame las cartas que de enamoradas señoras me has traído. Gandalín no fue señor de la Ínsula Firme sino después de haber salvado la vida a su amo y cortado la cabeza a la giganta Andandona. ¿Dónde están las Andandonas a quienes has cortado la cabeza? ¿Cuáles son las reinas Falabras a quienes has seguido lanza en ristre por volverme a la libertad? Allí te tienes cien años encantada a mi señora Dulcinea, asqueando, por hacerte el melindroso, esos tres mil trescientos pobres azotes, y quieres que en un día te haga yo gobernador, emperador y todo. Te cubrirás de Grande de España en tiempo oportuno; luego serás Clavero mayor de Santiago, y de allí pasarás a la corona.
-Grano a grano hinche la gallina el papo -dijo Sancho-: si para ser rey no tengo sino que matar algunos gigantes, desde aquí pueden mis vasallos saludarme de Alteza.
-Ahora entro yo -dijo a su vez don Benedicto Rochafrida-. ¿En qué quedamos respecto de la merced que al señor don Quijote tengo pedida?
-Hermano advenedizo -respondió don Quijote-, ¿estáis cierto de lo que debe ser, luce meridiana clarior est, para exigir en razón de ello actos extraordinarios y aun sacrificios de quienes no os conocen? Desde luego conviene saber si de veras sois casado; en seguida es preciso ver si los antojos de vuestra esposa provienen de la enfermedad sublime que constituye a la mujer madre del género humano, o son veleidades y regodeos de dueña antojadiza, cuyo gusto es atormentar y arruinar a su marido. Por último, conviene resolver si los antojos no satisfechos ocasionan el parto prematuro. ¿Creéis vos que si vuestra mujer amanece un día con gana de comerse el Ave Fénix, estáis obligados a ir por la posta a la Arabia Feliz?
-Hasta mañana, hermano Benedicto -dijo el escudero-. Vuesa merced sabe que de Dios nos viene el bien y de las abejas la miel. Nada es imposible en este mundo: allá lo veremos todo cuando el sol nos amanezca.
-Si cumplís tan buenas intenciones -respondió don Benedicto-, Dios os lo pague; si no, os lo demande.
Y haciendo la mesura con la rodilla a don Quijote, salió sin añadir otra cosa. Tirose a la puerta Sancho Panza, echó la llave, apagó la luz, volvió a tientas a su cama, y quedó dormido.