Caramurú/Capítulo I
Capítulo I
El rapto
Lóbrega y pavorosa noche extiende sus alas sobre el mundo, como una inmensa lápida mortuoria. No se descubre una sola estrella al través de su ennegrecido velo: la luna, yace oculta bajo un pabellón de nubes, y solo lanza a intervalos un rayo de luz tibio y desmayado, que brilla y se apaga al punto, cual fuego fatuo que se levanta del seno de las tumbas. Do quiera la luz es absorbida por la sombra, y se diría que a la voz del genio de las tinieblas los astros huyen y se esconden espantados de tanta densa oscuridad.
El pampero, ese viento terrible que, naciendo, en las nevadas cimas de los Andes donde no se ha estampado la planta del hombre, recorre los desiertos de la Pampa argentina, cruza el Plata, y va a espirar en los confines del Brasil o en las inmensidades del Atlántico, arrancando de raíz en su tránsito árboles que cuentan siglos, haciendo salir de madre, los ríos, y derribando cuanto intenta detenerle... el pampero brama ahora, abriéndose paso por entre el tupido ramaje de vírgenes bosques tan antiguos como el mundo, y se oye en lontananza, más profundo y violento a medida que se acerca, el grito que exhalan los corpulentos molles, los espinosos guariyús y férreos ñandúbays, al caer tronchados por su poderosa mano.
Y en verdad que no le falta espacio donde ejercer su saña; si pudieran nuestros lectores trasladarse con el pensamiento a las floridas riberas del Uruguay, sin duda les encantaría el bellísimo paisaje que presenta el lugar donde comienza nuestra historia, ora le contemplasen a la radiosa claridad del sol, ora iluminado por el rocío de plata que vierte la luna del cielo americano.
Figuraos una dilatada planicie cortada al horizonte por una cadena de montañas, e interrumpida apenas en el centro por una que otra pequeña eminencia, o sea cuchilla, como las llaman en el país: a la derecha, un gran río, y a la izquierda una selva impenetrable. Colocad en medio de aquel desierto, solitaria y aislada, a unos quinientos pasos del río y media legua de la selva, una gran casa de material edificada sobre una de las citadas cuchillas, y flanqueada por largos galpones de madera y de varios ranchos, o sean chozas de barro y paja, parecidas a las de algunos pueblos de la Mancha y de Castilla, y acaso os forméis una idea aproximada de la localidad adonde deseáramos conduciros; es decir, a una Estancia, a una posesión rural sita en la provincia de Paisandú, a seis leguas de la población de su nombre, villa y cabeza de departamento.
No cumple a nuestro objeto entrar ahora en detalles sobre lo que entendemos por Estancia. En la serie de cuadros característicos y locales que nos proponemos reseñar, nos sobrarán ocasiones de describirla con la detención que merece. Entre tanto, conténtense nuestros lectores con la anterior ligera indicación, indispensable para la perfecta inteligencia de los hechos que vamos narrando.
A poca distancia de la casa de que hablábamos no ha mucho tiempo, elévase como avanzado centinela un ombú, árbol gigantesco, de enorme tronco y pobladas ramas, que brota espontáneamente en nuestras interminables soledades, aislado y sin compañeros, y que sirve de punto de reunión a los habitantes de la Estancia, a los viajeros y a los gauchos estantes y transeúntes de la provincia.
Ahora bien; en esta noche tan lóbrega y tempestuosa, a favor del resplandor fugitivo que de vez en cuando vertía la luna, hubiérase podido distinguir un hombre montado en un brioso corcel, que seguía a galope la estrecha senda que, conducía desde el río a la Estancia.
A los primeros amagos, al rumor lejano que precede a la venida del pampero; el desconocido trató de guarecerse bajo el ombú.
El viento cada vez mayor, apenas le dio tiempo para echar pie a tierra y acostarse cuan largo era al pie del árbol acción que instintivamente imitó su caballo.
Entonces; a merced de los fugitivos resplandores de que hemos hecho mención, se dibujaban en la sombra los rasgos de su fisonomía y de su caprichoso traje.
Era un joven como de veintiocho años; alto, de tez morena y vigorosa musculatura. Cubría su espaciosa frente un sombrero portugués de copa redonda y ancha ala, adornado con algunas plumas de pavo real, entre las que se distinguía un ramito de flores silvestres ya marchito y atado en la cinta del sombrero con otra de seda. Abundantes cabellos negros, tersos y relucientes, flotaban sobre sus robustas espaldas, en agradable desorden: su larga y poblada barba, que le llegaba hasta el pecho, caía sobre la botonadura de plata de su poncho, especie de capa cerrada que se mete por la cabeza; sus ojos rasgados y brillantes, coronados por espesas cejas que se unían en forma de herradura, tenían una indefinible expresión de arrogancia y de orgullo, templada por cierto aire regio e imponente que subyugaba o predisponía a su favor. La nariz aguileña, la boca grande, pero muy delgados los labios, revelando la desdeñosa altivez del que se cree superior a cuanto le rodea.
Cuando el viento levantaba el halda de su poncho, distinguíase debajo de él una chaqueta de grana bordada con trencilla negra: un pañuelo de espumilla formaba el chiripá, liado por la cintara a guisa de saya, recogidas las puntas entre los muslos para poder montar a caballo, y sujeto al cuerpo por un tirador, especie de canana de piel de gamuza, de la cual pendía un enorme puñal de vaina y cabo de plata: anchos calzoncillos, de finísimo lienzo, adornados en los extremos con un gran fleco o crivao, resguardaban sus piernas, y descendiendo hasta los tobillos, ocultaban a medias unas espuelas de plata colosales, y las blanquecinas botas de potro formadas con la piel sobada de este animal. Dichas botas, partidas en la punta, dejaban al descubrimiento los dedos de los pies para asegurarse mejor en los estribos, de forma triangular y tan pequeños, que apenas daban cabida al dedo principal.
Basta esta descripción para conocer que es un gaucho el héroe de nuestra historia, porque solo ellos visten de esa manera.
-¿Y qué es un gaucho? preguntarán algunos de nuestros lectores, que probablemente no habrán oído en su vida pronunciar ese nombre.
-Un gaucho es un hombre que se ha criado vagando de estancia en estancia, que vive y tiene todos los hábitos, inclinaciones e ideas de la vida nómada y salvaje, amalgamadas con las de la civilización. Espíritu indómito, audaz, lleno de ignorancia, preocupaciones, pero valiente hasta el heroísmo, carácter excéntrico y original que no conoce más leyes que su capricho, ni anhela más felicidad que su independencia; que desprecia al hombre de las ciudades y cifra su ventura en los azares, en los peligros, en las violentas emociones de su existencia errante y vagabunda. Eslabón que une al hombre civilizado con el salvaje, sin ser una cosa ni otra, como ha dicho perfectamente el Sr. Aguilar en una nota que puso al pie de un fragmento de una de nuestras leyendas, titulada Celiar.
Decíamos, pues, que el personaje, cuyo nombre ignoramos aun, se había guarecido bajo el ombú, buscando un refugio a los furores del pampero.
Allí permaneció largo rato, mientras el viento, bramando cada vez con más ímpetu, vino a estrellarse en las cimbradoras ramas del árbol protector, que se inclinaron hasta tocar el suelo, irgiéndose y humillándose alternativamente, no sin perder en las furiosas embestidas del huracán sus más lozanas hojas.
El gigante de los aires y el gigante de las selvas luchaban cuerpo a cuerpo como dos vigorosos atletas, hasta que, fatigado el primero, escapose de los brazos de su rival, y tendió su vuelo en otra dirección, lanzando un prolongado alarido, semejante al estruendo de las embravecidas olas, cuando se azotan contra un banco de piedra enmedio del Océano.
El gancho alzó tranquilamente la cabeza, y, al través del ramaje, miró al firmamento. Un escuadrón de negras y apiñadas nubes volaba delante del pampero, dejando despejado el espacio por donde aquel cruzaba; volvían a relucir las estrellas, y la luna asomaba su disco amarillento, ceñido de una aureola encarnada. De modo que la mitad del cielo ofrecía el aspecto de una plácida noche de verano, y la otra mitad el de la más fría y nebulosa noche de invierno.
Púsose de pie el desconocido, ató su caballo a las ramas del ombú, se levantó las espuelas para que no sonasen las cadenillas y la estrella de los espigones al rodar por la yerba doblose el poncho sobre los hombros, desenvainó el puñal, y paseando la vista en torno suyo, encaminose paso a paso a la casa, que, como hemos dicho, quedaba a poca distancia del ombú.
Detúvose delante de una ventana baja, defendida por anchos barrotes de madera, y apoyado contra el muro, remedó por dos veces el lúgubre acento del aguará, pequeño animal de nuestros bosques, que solo de noche hace oír su voz, triste y melancólica, como la postrer plegaria de un moribundo.
Nadie respondió a esta señal; pero, en cambio, un oído muy atento habría percibido a intervalos el casi imperceptible ruido de un pasador de hierro que alguna mano muy trémula descorría: luego la ventana se fue abriendo poco a poco, y una mujer, bella como la esperanza, graciosa como la primera imagen de amor que cruza por la frente de un adolescente, asomó tímida y ruborosa su infantil cabeza, y con voz entrecortada y apenas inteligible, murmuró:
-Todavía no...
La ventana volvió a cerrarse lentamente, y trascurrieron dos horas mortales de angustia e incertidumbre para el desconocido. Por vez tercera, el doliente clamor del aguará fue a resonar en los oídos de la hermosa y a recordarle el cumplimiento de una promesa que acaso se olvidaba o se arrepentía de haber hecho.
Esta vez se abrió del todo la ventana, y se entabló a media voz el siguiente diálogo entre la dama y el galán:
-¡Valor alma mía!... Ha llegado el momento solemne...
-Todavía es temprano.
-No, que va a despuntar el alba.
La joven como si luchase con encontrados sentimientos, fijó irresoluta sus bellos ojos en los de su amante.
-Vamos, ¿qué dices? continuó este.
-¡Ay, tengo miedo!...
-¿Ahora te arrepientes? ¿Y de qué tienes miedo?
-No sé... pero me parece que no todos duermen... van a sorprendernos, Amaro; más vale que lo dejemos para mañana.
-¡Mañana! ¡Imposible, imposible! repitió el gaucho con acento sombrío; mañana vendrá tu padre a buscarte. Lia, es preciso que me sigas ahora mismo.
-Mira, repuso la niña medio turbada por el modo imperativo con que se le exigía una obediencia que no estaba acostumbrada a prestar a nadie: mira, no he podido ganar al esclavo que debía favorecer mi evasión, y...
-¡y bien!... exclamó Amaro, centelleándole los ojos de ira.
-No tengo por donde salir, contestó Lia humildemente, fascinada por aquella terrible mirada y dejando caer una lágrima sobre la mano de su amante, que tenía cogida entre las suyas.
-¿No es más que eso? preguntó este trocando en alegría su enojo; ¿si tuvieras por donde salir, me seguirías?...
-Sí, murmuró ella volviendo atrás la vista como para cerciorarse que nadie los observaba.
-¡Pues sal!
Al decir estas palabras apoyó el gaucho su hercúlea diestra, sobre un extremo de los barrotes de madera que hacían las veces de reja, y los clavos que lo sujetaban al marco saltaron cual menudas astillas.
Lia, más blanca que un cadáver, retrocedió al medio del aposento, y haciéndole una señal para que huyese, apagó la luz, e inmóvil, roto el aliento y desencajada la faz, esperó que se abriese la puerta que comunicaba a la habitación inmediata y acudiesen en tropel los que dormían en ella, despertados por aquel ruido extraño y alarmante en las altas horas de la noche.
Pero fuese efecto del letargo profundo en que yacían, o lo que parece más probable, que lo atribuyesen entre sueños a alguna ráfaga perdida del huracán que momentos antes se había desencadenado, nadie se levantó a inquirir su causa.
Después de algunos instantes, Lia, sacando fuerzas de flaqueza, se acercó de nuevo a la ventana, y tornó a suplicar a Amaro, que había permanecido tranquilo en su puesto, resuelto a partirle el corazón de una puñalada al primero que se acercase que difiriese su fuga hasta el día siguiente.
Sardónica risa resbaló por los delgados labios del gaucho; sus dientes rechinaron de rabia e indignación, y en vez de poner un beso de despedida, como solía, en la pura frente que su amada le presentaba, frenético la cogió bruscamente de un brazo, y con resuelta y amenazadora voz, le dijo:
-¡Me sigues ahora mismo, o te mato!
Lia vio resplandecer a dos pulgadas de su pecho la acerada hoja del puñal que hasta entonces Amaro había tenido oculto bajo el poncho, y acobarda y trémula, inclinose llorando sobre el hombro de su amante, que la cogió velozmente por la cintura, y la arrancó de su hogar con la misma facilidad el vendaval la hoja seca de una rosa.
Lia perdió el conocimiento.
El raptor llevola en brazos desmayada hasta el pie del ombú, montó con ella a caballo, partió a galope hacia el monte cercano, y a poco se perdió entre su lóbrego ramaje.