Caramurú/Capítulo VIII
Capítulo VIII
El Tubichá
No ha muchos años existía en nuestro país una esforzada tribu, aunque pequeña, la más belicosa e indómita del Plata, y acaso de toda la América, inclusos los célebres araucanos.
Esta tribu era la de los charrúas, quienes figuran en primera línea desde los primeros tiempos de la conquista, y han vertido ellos solos más sangre Ibera que los ejércitos de los Incas y Moctezuma, si hemos de creer a Azara.
Por espacio de tres siglos disputaron palmo a palmo su territorio a los españoles y a sus descendientes, combatiendo con indomable constancia hasta hundirse en la tumba.
Su lucha empezó con Solís, a quién devoraron en una isla frente a la Colonia (1515), y concluyó en el primer tercio de este siglo (1833), siendo exterminados en una celada por el general Rivera, en las cabeceras del Cuarehim y del Ibirapitámini.
Encerrados en la confluencia de los dos ríos, es fama que no escaparon veinte individuos, y que fueron inmolados sin piedad hombres, niños y mujeres.
Sus depredaciones, el estado de continua alarma en que tenían a la campaña, a pesar de su reducido número, pues no llegaban a mil; su atroz perfidia con D. Bernabé Rivera, hermano del general, joven de altas esperanzas, a quien asesinaron con su comitiva, y otros muchos atentados, hicieron necesaria esta medida, inicua si se quiere, pero disculpable hasta cierto punto, tratándose de unos hombres tan crueles y tan pérfidos como los charrúas.
Su carácter dominante era un odio profundo contra los cristianos, cualquiera que fuese su procedencia, lo mismo a los españoles que a sus descendientes; pero obligados a defenderse también de otras parcialidades con quiénes estaban en perpetua guerra, solían entablar con los primeros negociaciones de paz, que rompían con insigne mala fe en cuanto pasaba el peligro.
Sus aduares eran el refugio de todos los que por sus delitos, o por huir de la esclavitud, vagaban por los bosques. El que quería ingresar en su tribu se presentaba al Tubichá, esto es, al jefe superior, al cacique de los caciques, acompañado de algún truchimán que le servía de padrino, y exponía en breves razones el motivo por el cual andaba errante, y su firme intención de separarse para siempre de los perversos y traidores cristianos, y consagrarse en cuerpo y alma al servicio de la gente más valerosa, más valiente e ilustre que existía debajo de las estrellas.
El cacique convocaba a los ancianos y les proponía la admisión del catecúmeno, el cual, si tenía la desgracia de ser rechazado por ellos, considerándole sospechoso o espía, era degollado en el acto junto con su acompañante.
Una vez admitido en la tribu, renegaba de su religión y adoptaba el traje, los ritos y las costumbres de los salvajes; se le daba otro nombre, y por vía de ensayo se le sometía a distintas pruebas, de las que no siempre salía victorioso,
Algunos de estos aventureros, dotados de una inteligencia muy superior a la de los indios, y de un temple de alma a propósito para granjearse su aprecio halagando sus ruines instintos, secundando sus planes de exterminio y vandalismo, y encendiéndoles en ferocidad si era posible, al cabo de algunos años adquirían tal prestigio y consideración entre ellos que los capitanejos los elegían para el mando supremo a la muerte del Tubichá.
En la época que abraza nuestra historia, un mulato liberto mandada la tribu de los charrúas.
Escapado de la Estancia en que trabajaba, sita en la campaña de Tucumán, por el asesinato del capataz, ideado y dirigido por él en unión con varios esclavos, a fin de apoderarse de una crecida suma de dinero, producto de la venta de cincuenta mil cueros, emigró a la Banda Oriental con sus cómplices, para de allí trasladarse al Brasil, donde esperaban gozar impunemente el fruto de su crimen.
Sorprendidos al atravesar el Yaguaron, por una partida de facinerosos, se resistieron a entregarles la ropa y las armas que aquellos les exigían, y los que no murieron peleando, se refugiaron a un monte inmediato, donde estaban acampados los charrúas.
Presos y conducidos a presencia del Tubichá, llevose éste sin hablar la mano abierta a la garganta, indicando que los degollasen.
Había entre las concubinas del cacique una Zamba, su favorita a la sazón, que conocía al mulato por haber tenido relaciones amorosas con él en una de las Estancias próximas a la suya, antes de caer prisionera con sus amos, viniendo de viaje para San Carlos.
Conociole al pasar por delante de su tienda, y ordenando a los que le conducían que se detuviesen corrió al Tubichá, bañada en llanto, y le rogó que le perdonase, porque era su hermano.
Creyola cándidamente el buen indio, y accedió a su deseo con las condiciones antedichas. Alentada ella, quiso salvar igualmente a los demás; pero no pudo conseguirlo. El mulato que era de perversa índole, audaz, desalmado, y que no carecía de talento, adquirió en breve inmensa popularidad entre los salvajes, y cuando se creyó con bastante prestigio para disputar el poder a los afamados capitanejos, de acuerdo con su antigua querida, al retirarse de una malocca, en la que fueron rechazados con pérdidas considerables y perseguidos por algunas leguas, en medio de la confusión pasó por detrás con su lanza de parte a parte al viejo cacique.
Hecha la elección del nuevo jefe, previas las formalidades de costumbre, el asesino fue proclamado Tubichá casi por unanimidad.
El nombre de Tapalquem, el del brazo de hierro, que le habían dado los indios al recibirle en sus filas, se hizo muy pronto sinónimo de todo lo más malo que imaginarse puede.
Ahora bien, Tapalquem tenía el caballo que Amaro iba a buscar, y lo que es más extraño, Tapalquem, el asesino, el incendiario, el bárbaro y feroz cacique que todo lo llevaba a sangre y fuego, aquel cuyo nombre pronunciado de noche en la cocina de una Estancia hacía estremecer y erizar los cabellos de horror a la numerosa concurrencia, que sentada en ancha rueda en torno del hogar, saboreando el líquido de aromática yerba mate, desleída con agua hirviendo en una pequeña calabaza que pasa de mano en mano, oía embelesado el relato de las increíbles aventuras, patrañas y mentiras de los que tenían la palabra... Tapalquem respetaba y quería a Amaro, y le había ofrecido por varias ocasiones el apoyo de sus ochocientos jinetes. Oferta que el orgulloso jefe de los montoneros había despreciado siempre, creyendo degradar su noble causa aliándose con aquellos beduinos, a quienes después de la victoria ni sus mismos caudillos eran capaces de impedir que se entregasen al saqueo, a la violencia, al pillaje, a la embriaguez y demás excesos que son consiguientes.
Sus relaciones databan de muy antiguo. Viajando Amaro por la provincia de Buenos Aires acompañado de otros tres gauchos, llegó una tarde a una Estancia, y como es costumbre, se acercó a la casa a pedir posada por aquella noche, en los momentos que cuatro vigorosos negros estaban amarrando a una ventana, para azotarle, a un esclavo que había osado levantar la mano contra el capataz. Audacia inaudita por la cual las leyes antes de 1810 autorizaban al amo para quitar la vida a sus siervos.
-¡Te he de matar a azotes, perro mulato decía el capataz furioso, blandiendo un enorme zurriago.
Amaro y sus compañeros descendieron de sus cabalgaduras, y entraron en el patio donde tenía lugar la escena referida.
La serenidad del esclavo contrastaba con la cólera del administrador, que, lívido de ira, descargaba sendos latigazos sobre los negros para que anduviesen más listos; y tan ciego estaba, que en vez de responder como debía a las urbanas frases con que el primero le pidió hospitalidad para él y sus amigos, contestó a gritos con palabras obscenas y en extremo ofensivas.
-¡No hay posada; idos a los infiernos! ¡Esta casa no es guarida de vagos ni de ladrones!
Los tres gauchos echaron a un tiempo mano a sus puñales, y bien cara habría pagado el insolente su grosería, si Amaro, siempre generoso y noble, no los hubiera detenido diciéndoles:
-Yo he sido el principal agraviado; dejadme que le exija la satisfacción y le imponga el castigo que merece.
El capataz se dirigió a la puerta para llamar a los peones; pero más rápido el gaucho, le cogió por el cuello de la veste y le arrojó a diez varas en medio del patio, como arroja un niño una pelota o una varilla de mimbre.
-Si levantáis la voz, le dijo clavando en él su terrible y avasalladora mirada; si dais un solo grito, os degüello lo mismo que a un ternero.
El miserable comenzó a temblar como un azogado, y tartamudeando soltó algunas palabras vagas, ininteligibles, sin enlace ni conexión; por último, pudo hablar, se arrodilló, y pidió perdón a los agraviados.
Amaro, sin responderle, se encogió de hombros, se acercó al mulato, y cortó con su puñal el maneador, que lo sujetaba a las rejas de la ventana...
-Ya eres libre, le dijo: anda y toma el primer caballo que encuentres ensillado para venirte con nosotros.
El esclavo cayó de hinojos, hiriendo el suelo con la frente, y puso sus labios en las blancas botas de potro de su libertador.
-¡Paisano! ¡paisano!... exclamó el capataz, luchando con el miedo que le infundían sus huéspedes y el temor de perder al esclavo; considerad por piedad que soy un desgraciado, que nada tengo, y me veré obligado a satisfacer su valor.
-¡Miserable! ¿Y no querías matarle a azotes?
-Es verdad; mas...
-Mas entonces, continuó Amaro con creciente indignación; te habrías escudado con las leyes, o para evitar indagaciones, habrías dicho que había muerto de enfermedad.
-Considerad que tengo cuatro hijos...
El gaucho le echó una mirada de desprecio.
-¿Cuánto vale? preguntó.
-Cuatrocientos pesos; ni un cinquiño menos... os puedo mostrar la carta de venta.
-Veamos esa carta.
Corrió el capataz a una pieza inmediata, seguido de su interlocutor, y sacó de un pequeño escritorio un legajo de papeles, los hojeó, y como tardase intencionalmente en encontrar el que buscaba, sin duda para dar tiempo a que viniesen algunos de los peones que estaban a la sazón en la matanza, Amaro se los arrebató de las manos, diciéndole con un ceño y un metal de voz que le hizo estremecer de los pies a la cabeza:
-Andad con tiento porque ya se me va acabando la paciencia.
En seguida desdobló la escritura, y le ordenó que extendiese debajo el recibo de la cantidad expresada.
El capataz vaciló; Amaro levantose tranquilamente el poncho, y llevó la mano a uno de los bolsillos del tirador; creyó el primero que iba a sacar el puñal, y exclamó hablando y escribiendo a toda prisa:
-¡Por Dios, amigo mío; por Dios! Tened más calma...voy a concluir ¿A nombre de quién pongo el traspaso?
-A nombre del propio esclavo.
Los gauchos y los negros, que desde el patio presenciaban esta cómica escena, se reían, los primeros abiertamente, y los otros en sus adentros, de la pusilanimidad de aquel hombre que tenía fama en toda la comarca por su crueldad desmedida con los esclavos sujetos a su dominio, y ahora se mostraba tan menguado, tan cobarde y rastrero.
Cuando hubo firmado, Amaro llamó al mulato, que volvía de cumplir sus órdenes, y le entregó la escritura.
El administrador, cabizbajo y contrito, los acompañó hasta la puerta donde estaban los cinco caballos, los vio montar, y no atreviéndose a reclamar de nuevo directamente el pago de los cuatrocientos pesos, comenzó a lamentarse de las muchas pérdidas que había sufrido aquel año, y dijo:
-Espero de vuestra generosidad que... si os es posible y esto no ocasiona ningún perjuicio de consideración... tan pronto como os lo permitan las circunstancias... os dignaréis remitirme... si no toda, al menos una parte de la cantidad que tendré que abonar de mis sueldos, ¡ay de mí!
El gaucho, sin mirarle a la cara, le tiró a los pies una bolsilla de cuero que había sacado en vez del arma que aquel se imaginó y partió a galope, seguido de sus compañeros.
Recogiola fríamente el administrador, figurándose que sería alguna nueva burla; pero ¿cuál sería su sorpresa al encontrarse con veintidós flamantes medallas de Carlos III, en las que se leía la encantadora leyenda de D. Félix Utroque?...
Imposibilitados por este motivo de dormir en la Estancia, hicieron noche en un villorro que distaba cuatro leguas.
Al día siguiente, antes de partir, Amaro, que se dirigía a la capital; indicó al mulato que hiciera lo que mejor le pareciese, porque era enteramente libre.
Quiso este en prueba de su gratitud quedarse a su servicio; pero el generoso gaucho le dio las gracias, diciéndole que no le necesitaba, y le aconsejó que se fuese a trabajar y procurase con su laboriosidad y buena conducta captarse la voluntad de sus futuros patrones, para que, a la vuelta de algunos años le habilitasen.
En consecuencia, su protegido enderezó el rumbo a Tucumán, donde, abusando muy pronto de su libertad, perpetró el crimen de que hemos hablado, que le obligó a huir de aquel país y le arrojó entre los charrúas, abriéndole un nuevo crimen el camino de la fortuna.
Sin entrar en los anteriores detalles no se comprendería a la verdad la ilimitada confianza del proscripto en el afecto que le profesaba Tapalquem. Un servicio de tal magnitud, bien merecía para un corazón agradecido, no el préstamo, sino el regalo del mejor caballo, por grande que fuese su valor.
No obstante, a pesar del sincero agradecimiento del cacique y de su empeño en complacerle, fue necesaria toda su buena voluntad y el arrojo e intrepidez de ambos para conseguir una cosa al parecer tan sencilla. Diremos dos palabras sobre esto, para la mejor inteligencia de lo que vamos a exponer en seguida.
Los indios, como los árabes y los tártaros y todos los pueblos nómades, aprecian en extremo sus corceles, sobre todo a los que despuntan por su belleza y agilidad.
Existen sobre este particular mil preocupaciones entre ellos, que si no temiéramos fastidiar al lector con digresiones inoportunas, las enumeraríamos, seguros de que tal vez le divertirían por lo raras y extravagantes...
La tribu que tiene buenos caballos, en su concepto no puede ser cobarde: el mejor bridón pertenece de derecho al cacique, y en él se vincula el honor y la gloria de la parcialidad que capitanea: perderlo en la batalla o de otro modo, es señal de mal agüero, presagio de calamidades y desgracias para la tribu.
Veamos ahora de qué medio se valió Amaro para arrancar a los charrúas su famoso parejero, y si los peligros a que se expuso valían los cien mil patacones que debían recompensar su audacia.