Caramurú/Capítulo XI
Capítulo XI
El Cambueta
Conforme anunciara a su hija en la carta de que dimos cuenta en el capítulo VI, D. Carlos Niser había venido a la Estancia acompañado de su esposa y del conde. Llegó cuatro días después del rapto de Lia.
En su impaciencia por abrazarla, no había querido detenerse en Paysandú, ni ver a su cuñado, que le habría informado de la catástrofe.
El más impenetrable misterio envolvía aun la desaparición de la joven: en la Estancia nada se sabía. Doña Eugenia había indagado en vano dónde se ocultaba. Estaba persuadida que ella había huido de la estancia solo con el objeto de substraerse a su compromiso con el conde; y ni siquiera se le pasaba por la imaginación que estuviese apasionada de otro hombre.
Los gauchos que presenciaron la escena con el enchalecador, constantes en su sistema de no traicionar jamás a un compañero suyo, nada habían declarado: y como por otra parte estaban en la falsa creencia de que Amaro en aquellos días no se hallaba en la provincia, pues él había tenido la precaución de esparcir antes la voz de que partía para la Rioja, y no le habían visto por espacio de tres semanas, no dieron grande importancia a las palabras del muerto, y luego, si hemos de hablar con franqueza, todos y cada uno en particular temían su venganza. En el poco tiempo que conocían a Amaro, bajo el supuesto nombre de Calibar, habían cedido sin advertirlo a la influencia y prestigio que ejercen siempre los hombres superiores sobre los ánimos vulgares, cualquiera que sea la situación en que la suerte los coloque.
El pulpero tampoco declaró nada, por la misma razón, y por otra concluyente para él. El crédito del establecimiento estaba basado en su reserva y circunspección. El día que por causa suya prendiesen a alguno, todos sus parroquianos le abandonarían, y, ¡ay de él, si los parientes o amigos del agraviado le encontraban lejos de la ciudad, en alguna encrucijada o camino solitario!
Las pesquisas, pues, de doña Eugenia y de su esposo fueron de todo punto inútiles. En vano sus emisarios recorrieron todas las Estancias circunvecinas y pueblos del departamento. Nada pudieron indagar, nadie les dio la menor noticia por la cual pudiesen seguir el rastro de la fugitiva. Doña Eugenia estaba inconsolable.
Entre tanto llegó D. Carlos a la Estancia, y, figuraos cuál sería su dolor al no encontrar allí a su hija idolatrada.
Su hermana le abrazó llorando, y se lo dijo sin rodeos, puesto que no había medio de ocultarle la verdad.
Momento terrible fue aquel para todos los de la familia. El anciano se dejó caer sobre un sillón, pálido como la muerte, el rostro desencajado, inmóvil, trabada la voz, sin acertar a quejarse ni a prorrumpir en llanto. Sus apretados dientes no permitían que saliesen los ahogados suspiros que exhalaba su alma, y sus yertas pupilas se negaban a dar libre curso a las lágrimas de fuego que en ancho raudal brotaban de su corazón despedazado. Doña Petra por el contrario, en vez de imitar su ejemplo y el de su cuñada, montó en cólera, se desató en injurias e improperios contra Lia, y no encontrando en el diccionario de la maledicencia voces bastantes duras para calificar su conducta, llegó hasta maldecirla: mientras el conde, pensativo y silencioso, con los brazos cruzados, inclinada la cabeza sobre el pecho y los ojos fijos en tierra, parecía reflexionar sobre lo que probablemente ninguno de los circunstantes se acordaba a la sazón, porque la angustia de aquellos y la ira de esta no se lo consentían. Parecía reflexionar, y reflexionaba en efecto, sobre las causas que motivaran la evasión de su futura esposa, y un fatal presentimiento le decía no que ella no le amaba, de eso estaba convencido desde mucho tiempo atrás, sino que otro hombre más feliz conquistara su cariño durante su ausencia, y puestos ambos de acuerdo, la habría seguido desde Montevideo con ánimo de robarla en la primera coyuntura favorable...
A las imprecaciones de su esposa, cada vez más furibundas, D. Carlos volvió de su enajenación, e informándose apresuradamente de los resortes que se habían puesto en juego para descubrir el paradero de Lia, meneó la cabeza en señal de desaprobación, ordenó que le ensillasen otro caballo, y no bien estuvo pronto, sin descansar del largo viaje que acababa de hacer, ni decir a dónde se encaminaba, partió solo en busca del tío Chirino (a) Cambueta , que residía a cuatro leguas de allí en una Estancia de un amigo suyo.
¿Y quién era el tío Chirino, o más bien Cambueta, por cuyo sobrenombre le conocían generalmente? ¿Era acaso adivino?... Poco menos... ¡Era vaqueano!
Para explicaros carísimos lectores y amadísimas lectoras, todo lo que esta palabra significa, necesitaríamos algo más que los estrechos límites de un capítulo. El vaqueano es un tipo especialísimo de nuestras provincias, que desarrollaremos en otra novela de menores dimensiones que la presente, y que formará parte de los cuadros característicos y locales que nos proponemos reseñar, como ya hemos tenido el honor de preveniros antes.
Ahora nos bastará saber que el personaje que nos ocupa era un hombre que conocía palmo a palmo todo el territorio de la Banda Oriental y a los gauchos de todos sus departamentos. Buscaba a las personas que se lo indicaban donde quiera que estuviesen, mediante una retribución más o menos crecida, según la distancia y el tiempo que necesitaba invertir para conseguirlo, y siempre, si no habían muerto o emigrado a otro país, en un plazo más o menos largo descubría su paradero, por más recóndito e ignorado que este fuese.
Era el único que en Paysandú sabía que los montoneros ocultos en el bosque habían venido de Tacuarembó y Salto y que Caramurú se hallaba entre ellos.
D. Carlos llegó al caer la tarde a la Estancia donde vivía, y preguntando al capataz si estaba en su rancho, supo con gran disgusto que no había venido aun de la pulpería que acostumbraba frecuentar, y que era la misma donde acaeció la muerte del enchalecador.
Esperole con creciente impaciencia por más de tres horas, y cuando juzgaba que ya no vendría, un canto gutural y prolongado que resonó a lo lejos, y galope lejano de caballos, le anunciaron que volvía acompañado de algunos peones y aparceros , unos completamente ebrios y otros alegres nada más.
El deber de historiadores concienzudos e imparciales nos obliga a declarar que el Cambueta pertenecía a los segundos, pues la dignidad de su grave ministerio le impedía embriagarse nunca en público, lo cual no obstaba en manera alguna para que cuando se veía solo en su rancho, en las altas horas de la noche, tomase sus trancas muy decentes al son de la guitarra de los cielitos, canciones populares que cantaba con una voz de búfalo capaz de ahuyentar a los mismos diablos.
-Chirino, vengo a verte, le dijo D. Carlos apenas pasó el dintel, para un asunto de grande importancia. Deseo hablarte a solas.
El Cambueta se inclinó en señal de asentimiento, y juntos se encaminaron al rancho.
-Vamos, Sr. de Niser, ¿qué queréis? le preguntó no bien llegaron, fingiendo el muy tuno que ignoraba el objeto de su visita.
-Mi hija ha desaparecido hace cuatro días de la Estancia de la Cruz alta.
-¿Sí?... ¡Vaya un desastre! exclamó el vaqueano abriendo tamaños ojos; ¿conque ha desaparecido?...
¡Dios nos asista!
-Sí, amigo mío, y deseo que averigües dónde se halla.
-Dificilillo es, Sr. D. Carlos.
-Vamos, te recompensaré generosamente.
-He oído decir que se han practicado infructuosamente las más exquisitas diligencias, contestó el Cambueta deseando magnificar el servicio que se le exigía, para aumentar su precio.
-Te daré diez onzas de oro si descubres dónde se oculta y me traes cuatro renglones de ella.
El vaqueano lanzó con desdén un ¡schs! sobrado expresivo, cuya significación comprendió azás su interlocutor.
-Serán veinte.
El Cambueta se alzó de hombros.
-¡Treinta, cuarenta, cincuenta!... murmuró D. Carlos.
El tío Chirino se puso a tararear a media voz una de sus canciones favoritas:
- Arrorró mi ñato,
- Arrorró mi sol,
- Vamos a la yerra,
- Trae mi redomón.
Tanta avaricia exasperó al abogado, que no comprendía cómo, por un servicio al parecer insignificante, no se contentaba con la respetable suma que le ofrecía.
-¡Y bien! exclamó: ¿qué significa esa estúpida cantinela?
-Significa, señor mío, que por cincuenta onzas no puedo comprometer mi reputación.
-¿Pues cuánto quieres?
-Lo menos cien.
-Las tendrás.
-Vengan cincuenta por lo pronto.
-¡Tunante! ¿Dudas de mí?... gritó D. Carlos, ofendido de semejante desconfianza.
-Yo no dudo, señor; pero estoy acostumbrado a que me paguen adelantado.
-¿Y si no me cumples tu palabra?
-En ese caso, muy extraordinario a la verdad, os devolvería íntegro el dinero que me hubieseis anticipado.
Niser había traído un bolsillo abundantemente provisto pero que no alcanzaba en mucho a la cantidad pedida, sacose, pues, un magnífico alfiler de brillantes que llevaba en la camisa, y reunido al bolsillo se lo ofreció como prenda o fianza de la deuda que contraía.
-El vaqueano, con gran sorpresa suya, en vez de tomarlos, soltó una carcajada, y los rechazó con la mano. El taimado aparentaba burlarse del buen viejo, después de haberle marcado el alto precio en que estimaba sus servicios.
-Os conozco, Sr. D. Carlos, y sé quién sois; había querido únicamente experimentaros. Nada, me daréis lo que os parezca justo. Ahora, oíd mis condiciones, y juradme por vuestro honor que una vez aceptadas no faltaréis a ellas.
-Te lo prometo.
-En primer lugar guardaréis el más profundo secreto acerca de la comisión que me habéis dado.
-¿Por qué?
-Ahí está el busilis.
-Risible es tu pretensión, cuando nadie ignora, que ganas la vida de ese modo.
-Es una precaución... ya veis... podría fracasar... y ante todas cosas conviene poner a cubierto el honor del pabellón.
Sonriose el abogado de la astucia del Cambueta, recordando involuntariamente las advertencias que en casos idénticos, por vía de precaución, solía él hacer a sus clientes.
-En segundo lugar, continuó aquel, es de absoluta necesidad que por ningún pretexto, ni ahora ni más tarde, intervenga la justicia en este asunto.
-Concedido.
-En tercer lugar, seguiréis ciegamente mis instrucciones al pie de la letra y sin pedirme explicaciones acerca de ellas.
-Bien.
-Y por fin, me concederéis diez días, contados desde esta noche, para practicar las diligencias necesarias y poderos dar una respuesta definitiva.
D. Carlos accedió a todo, encargando al vaqueano que evacuase su comisión lo más pronto posible.
Este, que había presenciado el combate a muerte con el enchalecador y oído sus palabras, estaba convencido de que Amaro y no otro era el raptor de Lia: toda la dificultad estribaba en verle y arrancarle diestramente su secreto.
Escribió la carta, y la puso en el paraje indicado; por tres días acudió en vano, a ver si la habían recogido; al cuarto no la encontró; el jefe de los montoneros había vuelto de su excursión al campamento de los charrúas, y ya sabemos la impresión que causara en él dicha misiva, y el modo cómo salió de la habitación de su amada con ánimo de apersonarse con el portador o autor de ella.
El gaucho, media hora antes de llegar al paraje convenido, ató su caballo a las ramas de un árbol, y marchó a pie, no en línea recta, sino describiendo un ángulo; cerca ya del naranjo, trepó encima de un corpulento seibo, que dominaba aquella localidad, y tendió la vista alrededor, luego dio una vuelta en torno del árbol donde le esperaba el vaqueano, prestando el oído por si distinguía rumor de hombres y caballos, y examinando con ojos de lince la tierra para cerciorarse por las huellas de que solo aquel había entrado en el bosque.
Persuadido de que no le armaban ningún lazo, se aproximó cautelosamente al naranjo: apartaba con tal tino las ramas y pisaba tan suavemente, que, a ser de noche, se le hubiere tomado por un espíritu de la selva. Sus botas de potro resbalaban sobre la yerba sin producir el más leve rumor.
Apartó el ramaje con la diestra mano armada de su puñal, cubriéndose con la siniestra el rostro que, a excepción de los ojos, desaparecía bajo el halda del poncho, Y con voz vibrante y avasalladora, gritó al Cambueta:
-¡Vuélvete!
El vaqueano obedeció esta orden cual maniquí movido por una cuerda. El paso no era para menos; Le iba en ello la vida.
Amaro sacó un pañuelo, le vendó los ojos, le arrebató las pistolas de que iba provisto, le cogió de la mano y se lo llevó a unos quinientos pasos de allí.
-Siéntate, le dijo, y explícame en pocas palabras el objeto de esta cita.
-¿No os acordáis ya de mí, señor? preguntó el tío Chirino, acomodándose lo mejor que pudo sobre un montón de hojas secas, obedeciendo al impulso que le comunicaba la mano de su acompañante.
Hasta entonces el gaucho no se había fijado en él; el timbre de su voz le hizo contemplarle con detenimiento. Súbito recuerdo vino a desvanecer sus dudas.
-¡Voto al diablo! exclamó arrancándole la venda: tú eres el Cambueta. No te había conocido.
-Gracias, Sr. Amaro; más vale tarde que nunca.
-Dime, continuó este con visible recelo, ¿alguien más que tú sabe que yo estoy en este departamento?
-Nadie; os lo aseguro: yo mismo lo ignoraría a no haberos reconocido en la soberbia puñalada con que despachasteis a ese maldito brujo en la pulpería a que asisto diariamente. ¡Oh! cuando os vi luchar con él os reconocí, porque nadie se le atrevía por acá, y era necesario ser tan valiente y diestro como vos para osar combatirle frente a frente y cuerpo a cuerpo. Al fin pagó las muchas muertes que debía ese malévolo.
-Chirino, no insultes a los muertos, respondió Amaro con grave melancolía; ¡ya no existe!... ¡Dios haya tenido piedad de su alma!
-Francamente, señor; no merece que se le tenga compasión...
-Basta... Explícame el objeto que te obliga a solicitarme.
-¿Lo ignoráis? preguntó el vaqueano con una sonrisa maligna y burlona que no dejó de desagradar a su interpelante, el cual ni aun en broma consentía que nadie se le riese en sus barbas.
-Mira, le dijo, te prevengo que contestes lisa y llanamente a lo que te pregunte, sin interpretar lo que te diga ni comentar mis razones. ¿Has oído?
Pronunció el gaucho estas palabras mirando de arriba abajo con ceño y menosprecio al zumbón, recordándole así la distancia inmensa que mediaba entre ambos.
-¡Eh!... si tomáis a mal una chanza insignificante, repuso el tío Chirino un tanto cortado, me callaré como un perro, quiero decir, no hablaré hasta que me interroguéis.
-Eso es lo que deseo.
-Podéis empezar.
-¿Quién te envía?
-El Sr. D. Carlos Niser.
-¡Niser! ¡El Sr. D. Carlos Niser! repitió Amaro con amargo acento de tristeza y reconcentrada pena ¿Acaso sabe él?...
El gaucho se detuvo acordándose de repente que el vaqueano no estaba iniciado en su secreto, y que él iba a revelárselo antes de tiempo con sus imprudentes preguntas. Conociolo aquel y se apresuró a sacarle de su error, diciéndole con la seguridad e impavidez que acostumbraba en casos tales.
-No os aflijáis; ignora completamente que la señorita Lia ha sido robada por vos y se halla en el fondo del bosque en vuestro propio rancho.
-¿Y tú, cómo lo sabes? preguntó el gaucho sorprendido por aquella brusca insinuación.
-Por una casualidad... que sería muy larga de contaros... y ahora estamos los dos deprisa... pero estad persuadido que solo el enchalecador y yo hemos podido sorprender vuestro secreto.
-Pronto se habrá remediado el mal que involuntariamente la he ocasionado, murmuró el noble cuanto infortunado amante. Continúa:
-¿Qué he de continuar?
-La narración de lo que te pasó con don Carlos.
-¡Eh! Estuvo a verme hace cuatro días, y a ofrecerme hasta doscientas onzas si se descubría el paradero de su hija y le llevaba cuatro renglones escritos pos ella.
-¿Y qué pretende?
-¿Qué sé yo? Me dijo que solo anhelaba saber que estaba buena y que no corría ningún peligro. ¡Oh, la quiere mucho el buen viejo! Lloraba al hablar de ella, y me repitió más de cien veces que a trueque de saber eso la perdonaría su locura y los pesares que le ocasionaba, correspondiendo tan mal al cariño con que siempre la había distinguido.
-Escucha: nada exigirás al Sr. de Niser por tu trabajo...
El vaqueano tosió, cual si quisiera por este modo indirecto preguntar quién se encargaba de pagarle, pues los tiempos no estaban para servir gratis, o para fiar, que en último resultado la mayor parte de las veces viene a ser lo mismo.
-Yo me encargo de satisfacer esa deuda, continuó el gaucho clavando en él su fascinante mirada de águila; yo me encargo de pagarte, ¿entiendes? Y si llegó a saber que has recibido un solo centavo del Sr. de Niser, te estaqueo apenas caigas en mis manos.
-¡Oh! descuidad, señor; descuidad replicó el tío Cambueta apresuradamente; la echaré de generoso, y nada, nada tomaré.
-Le dirás que has visto a su hija, que está buena, y le llevarás la carta que desea. Por más súplicas que te haga, no le descubrirás nuestra guarida... Cambueta, sé que eres leal, y sobre todo amante de tu patria; confío que no me traicionarás.
-Moriría primero.
-Mañana a las doce de la noche acompañarás a D. Carlos a las tapias del cementerio: yo estaré allí aguardándoos. Es un paraje solitario y respetado del valgo. Allí nadie irá a interrumpirnos. Le dirás que un antiguo amigo suyo, que te ha ayudado eficazmente en tus investigaciones, desea hablarle; pero por Dios que no pronuncien tus labios el nombre maldecido que me han obligado a aceptar los intrusos: para él yo no soy Caramurú; soy únicamente Amaro. Ahora monta a caballo y ven conmigo.
El vaqueano retrocedió hacia el naranjo, tomó su alazán, y volvió al mismo punto a incorporarse con Amaro, que saltó en ancas y marchó con él en busca de su parejero, que había dejado atado bastante lejos del lugar de la cita, temiendo ser sentido por los que acompañasen al Cambueta, caso que este procediese de mala fe.
Poco después de anochecer llegaron a los ranchos. Lia estaba sentada a la puerta del suyo, pensativa y triste, vacilante, dudosa, reluchando a un tiempo con su amor y la voz de su conciencia, que le ordenaba exigir de la caballerosidad de Amaro que la devolviese a su familia...
Su amante mandó que trajesen luz, y entró seguido del vaqueano.
Una pequeñuela, hija de uno de los montoneros, corrió y trajo una especie de hacha formada con pequeñas ramas atadas en un haz e impregnadas del sebo de los animales que mataban diariamente.
Amaro abrió el pequeño escritorio y rogó a Lia que escribiese lo siguiente:
«Querido papá: Estoy buena, y pronto espero abrazaros: creed, por lo que más améis en la tierra, que todavía soy digna de llamarme hija vuestra. Perdonadme.»
«Lia.»
El gaucho dobló esta carta, llamó a cuatro de sus montoneros, y ordenándoles que acompañasen al vaqueano hasta la salida del bosque, le entregó el billete y le apretó la mano, diciéndole con efusión:
-¡Hasta mañana a las doce!