Caramurú/Capítulo XIII
Capítulo XIII
Las carreras
A pocas leguas de Paysandú se extiende una dilatada planicie, desnuda de árboles, pero tapizada de menuda yerba, la cual termina al Occidente por un dilatado barranco, en cuyas profundidades corre el Uruguay encajonado, y siguiendo las ondulaciones del terreno, ora se precipita en violentos remolinos azotándose contra sus bordes, ora continúa su marcha apacible, cual pintado iguana que se desliza perezosamente a la caída del crepúsculo, sobre la arena humedecida con el reflujo de las olas; o bien levanta su verdinegra espalda cubierta de hervorosa espuma, y bulle y salta, se revuelve y ondea, se esconde y reaparece, como un inmenso cetáceo que hiende los mares llevando clavado, el arpón, que cuanto más pugna por lanzar de sí más se hunde en sus entrañas, y al fin arroja su masa inerte y ensangrentada sobre los flancos del atrevido bajel que vuela en pos de ella, ensordeciendo el espacio con sus cánticos de victoria.
Desde las doce de la mañana, inmensa muchedumbre afluía de todas partes, atraída por las famosas carreras que debían verificarse allí a las cuatro de la tarde. Los dos propietarios más ricos y considerados de la provincia, entre quienes existía una antigua rivalidad, habían señalado aquel día para correr sus corceles. La crecida suma que se atravesaba, el nombre de los dueños de los caballos, la multitud de personas que tomaba parte a favor de cada uno, las parciales, la circunstancia de ignorarse aun cuál era el parejero que el señor de Abreu pensaba oponer al renombrado Atahualpa, vencedor en todos los años anteriores, y sobre todo, ciertos misteriosos rumores que circulaban relativos a una conspiración tramada por los patriotas, habían dado a las presentes carreras una celebridad inaudita, una celebridad americana, ya que no europea.
Desde los más remotos confines de la Banda Oriental, lo mismo que de las provincias del Brasil y de la República Argentina, fronterizas a las nuestras, los gauchos, los estancieros, y hasta indolentes habitantes de las ciudades, aficionados en extremo a esta clase de diversiones, habían acudido en tropel a malgastar allí alegremente, como es costumbre en América, siempre que hay ocasión, su tiempo y su dinero.
Además de los doscientos mil patacones de los dos capitalistas, se calculaban a esa hora en un millón de pesos fuertes las apuestas de los particulares.
Magnífico era el golpe de vista que ofrecía la extensa llanura, cuajada de gentes de todas edades, sexos y condiciones. Cuadro encantador que, trasladado al lienzo, mientras lo iluminaba los tibios resplandores del sol de la tarde, reflejaría una de las faces más bellas y poéticas de la vida de nuestros campos. Variados y caprichosos trajes, indómitos bridones, adornados con regia esplendidez o con salvaje pompa...
Los ricos chamales de seda, los graciosos sombreros de jipi-japa, salpicados de raras y preciosas flores, cuyo hermoso colorido no igualaba a su fragancia; las lujosas vestas de grana y terciopelo; los bordados ponchos con flamante botonadura de filigrana, que descendía en triples hileras desde la garganta al pecho; los puñales, incrustados de brillante pedrería, se confundían con el grosero lienzo, con la raída bayeta, con las remendadas chupas, con los abollados sombreros y grasientos cuchillos de los peones y gauchos pobres. Los briosos corceles, ostentando con marcial orgullo las argentadas estrellas y cadenillas, que, eslabonadas y pendientes en el centro de un sol de oro, esmaltado de rubíes, envolvían su cabeza como una red de nácar, y sujetaban el freno y las riendas, también de plata, hacían resaltar más el humilde arreo de los que por toda gala llevaban el lazo arrollado, sobre la grupa de su caballo, y la frente y los encuentros de éste ceñidos por una banda de lucientes plumas...
Crecía la muchedumbre por instantes; do quier que se volviesen los ojos la veían agolparse en distintas direcciones, unida y compacta como un mar de centauros. La tierra desaparecía bajo sus huellas, y el murmullo, las voces, los gritos, las carcajadas, de los jinetes, el movimiento, el galope y los relinchos de los caballos, formaban un ruido sordo y prolongado, que, vibrando a la distancia, imitaba el confuso rumor que precede a la erupción de los volcanes.
Eran ya las tres y media.
Lejano redoble de tambores, agudo son de clarines y cornetas, vinieron a distraer por un momento la impaciencia de los circunstantes...
Mil hombres de las tres armas avanzaron divididos en columnas de a cien, y se situaron a lo largo de la llanura en las posiciones más ventajosas.
Aquella tropa era toda la que había en el departamento, y el comandante general, temiendo la intentona de que hemos hablado antes, había dispuesto que se reuniese allí antes de empezar las carreras, con el objeto de intimidar a los revolucionarios, o castigar su audacia si se atrevían a levantar el estandarte de la rebelión.
A poco aparecieron Suárez y Abreu; pero solo el primero traía su caballo; el segundo, con una agitación que en vano procuraba ocultar, sacaba continuamente el reloj maldiciendo interiormente su mala estrella, y figurándose que el gaucho le jugaba una pesada burla. Sus amigos, pensativos y cabizbajos, le seguían, preguntándole a cada paso si vendría o no. Faltaban dos minutos para las cuatro, y Amaro no parecía.
Su rival se frotaba las manos de gozo, arrojándole sarcásticas miradas que se clavaban como punzantes flechas en el corazón de Abreu.
Ya se disponía este a dar orden que ensillasen el corcel que montaba, que era el mismo con el que pensó primero sostener el desafío, cuando lejana vocería, estrepitosos bravos y palmadas le hicieron volver la cabeza, y divisó a Amaro que se encaminaba hacia él, seguido de la muchedumbre, la cual, viéndole venir en pelo, echado el sombrero sobre la frente, y cubierto el rostro, a excepción de los ojos, con un pañuelo de seda, adivinó que era el corredor, el único a quien aguardaban para empezar las carreras.
Los gauchos se agolpaban en torno suyo, y mil exclamaciones volaban de boca en boca ponderando la bella planta del corcel que montaba; los circunstantes se deshacían en elogios, y los competidores de Abreu lo miraban acercarse llenos de desconfianza y sobresalto.
La gallarda presencia de Daiman y su color pangaré, muy estimado y acaso el primero, en opinión de los inteligentes, hacían formar de él, al primer golpe de vista, la idea más ventajosa. Luego su pequeña cabeza, su cuello largo y enarcado, sus delgadas piernas, sus anchos encuentros, su escaso vientre, su descarnada grupa, el fuego que brillaba en sus ojos inteligentes, que al galopar se revolvían chispeando en sus grandes órbitas como dos esferas de hierro candente, pretendiendo dejar atrás a su propia sombra, calidad característica de los buenos parejeros, su poblada cola, la manera como erguía las orejas moviéndolas en dirección opuesta, la arrogancia con que apoyaba el casco en la tierra, tascaba el freno y sacudía sus ondeantes crines, que casi barrían el suelo, su impetuosidad y empeño en adelantarse a los demás... todo, todo indicaba que aquel caballo, dotado de una extraordinaria ligereza, había sido adiestrado a la carrera en el desierto, sin haber encontrado todavía quien le venciera y humillara su altivez.
-Podemos empezar, si os place, Sr. Suárez, dijo el comerciante con una satisfacción que contrastaba con su anterior despecho y mal humor.
-Cuando gustéis, Sr. de Abreu, contestó aquel con frialdad.
-Cancha, cancha, señores, gritaron los jueces nombrados para presidir las carreras y dirimir cualquier disputa que pudiera tener lugar.
Los espectadores, al oír la frase sacramental con que generalmente empiezan estas diversiones, se abrieron a derecha e izquierda, repitiendo: ¡Cancha, cancha! palabra que, pronunciada por mil voces distintas, producía en la apiñada muchedumbre el mismo efecto que la férrea quilla de un bergantín, que vuela dividiendo las movibles aguas del mar, acariciado por las nocturnas.
En menos de diez minutos se formó una larga calle de cincuenta varas de ancho y una legua de largo. Los jueces hicieron cuatro rayas en el suelo con intervalos de cien pasos entre cada una: los corredores de Atahualpa y Daiman se colocaron en la primera, y a una señal suya comenzaron los bareos, que consisten en lo que vamos a referir.
Primero marcharon ambos jinetes paso a paso hasta la segunda raya, y volvieron atrás; luego al trote hasta la tercera, y retrocedieron igualmente; después al galope hasta la cuarta, tornando a colocarse a la primera, procurando siempre cada uno detener el ímpetu de su caballo, a fin de inspirar confianza a su adversario.
En seguida galoparon cuatro o cinco veces desde la primera hasta la segunda, tercera y cuarta línea sucesivamente, y cuando los que presidían la carrera, viendo que pisaban juntos la última raya, gritaron ¡ahora! respondieron los jinetes ¡ahora! y se lanzaron a toda brida seguidos de los jueces y de la multitud, que se replegaba tras ellos a medida que pasaban por delante de ella devorando el espacio, cual fugitivos planetas atraídos por el sol en medio del vacío.
Largo trecho galoparon juntos, y la victoria se mantuvo indecisa. Los dos parejeros eran excelentes, y se temía, no sin razón, que a un tiempo pisasen la meta.
Inclinados ambos jinetes sobre su cuello, anhelantes les palmoteaban frenéticos y les hablaban con voz que dominaba el tumulto ocasionado por el tropel inmenso que los seguía, sin hacer uso del látigo que reservaban para el último trance.
Daiman y Atahualpa, bañados en sudor, arrojando por sus abiertas narices una columna de humo, y mirándose con ira, redoblaban su esfuerzo a cada palabra de sus amos, cuyas largas cabelleras, confundiéndose con sus crines, ondeaban como serpientes amenazadoras que se enroscaban silbando sobre sus cabezas.
Por una ilusión óptica muy fácil de comprender en la rapidez de su carrera, en medio del torbellino de polvo y la nube vaporosa que los envolvía, los rayos del sol quebrándose y repercutiéndose velozmente, les prestaban a cada momento nueva forma y colorido. La imaginación, asaltada de un vértigo fantástico, ora creía ver a la distancia dos fenómenos luminosos, dos de esas sombras colosales que al caer la tarde suele divisar con espanto el viajero que ignora su casa, en las cimas de la alta cordillera: ya dos enormes moles de granito bajando por el rápido declive de una montaña al fondo de un valle; tan pronto dos gigantescos cóndores, batiendo sus anchas alas y cerniendo su raudo vuelo al confín de la llanura, como los toros salvajes que salen del bosque con atronador mugido llevando encima dos tigres feroces, cuyas aceradas uñas les desgarraban la piel, clavada la boca en su cuello hecho trizas por sus afilados dientes...
No faltaban ya más que seis cuadras para llegar a la meta; la ansiedad y la expectación iban en aumento. Un silencio sepulcral, interrumpido únicamente por el pausado galopar de los caballos, se sucede a la animada conversación de los circunstantes. -Nadie habla, nadie pregunta nada, nadie levanta la voz ofreciendo juego: -todos miran, todos suspensos y ansiosos, como si se tratase del más grave e importante asunto, aguardan, latiéndoles el corazón, a que se decida el triunfo.
De repente Daiman pasa a su contrario y un grito, semejante al estampido de un trueno, retumba de un extremo a otro; Atahualpa, furioso, le alcanza y le pasa a su vez: habla el gaucho a su corcel, y este le deja de nuevo atrás; torna Atahualpa a alcanzarle, y torna Daiman a adelantársele. El corredor del primero apela entonces al último recurso; se incorpora, sus talones espolean los flancos del vencido, revuelve el brazo a un lado y a otro cruzándole con el látigo las ancas y el vientre. El noble corcel, indignado, levanta la cabeza, tiembla de coraje, da un bufido, y, por vez postrera, alcanza a su rival.
Amaro imita el ejemplo de su competidor, y cierra piernas a su caballo sin castigarle.
Daiman al sentirse aguijoneado eriza la crin, irgue las orejas, tiende el cuello, alza la frente arrojando llamas por los ojos, la inclina hiriéndose los encuentros con la barbada del freno, y más veloz que una bala al escaparse del tubo inflamado que la contiene, hiende los aires, porque sus pies no tocan la tierra.
Atahualpa hace un último esfuerzo, se agita, alarga sus crispados miembros, aspira el aire con ardientes resoplidos, sigue con la vista empapada en lágrimas las huellas de su vencedor; pero ¡ay! ¡en vano!... en el mismo momento que este pisa la meta triunfante, cae reventado él a cincuenta pasos, arrojando un río de sangre por la boca y las ventanas de la nariz.
Un coro de aplausos y vivas atruena la llanura; Daiman, victorioso, es aclamado hasta por sus mismos enemigos, y Amaro, olvidándose en medio de la embriaguez del triunfo de que aun no era tiempo de descubrirse, pues faltaba más de una hora para anochecer, momento convenido para dar el golpe cuando empezasen las tropas a desfilar, cediendo a la costumbre, se sacó el sombrero y el pañuelo que le ocultaba el rostro para saludar a la multitud.
-Quiso su mala estrella que entre los espectadores más inmediatos hubiesen varios brasileros del departamento de Tacuarembó, que le conocían muy bien por haber sido prisioneros suyos, los cuales apenas le vieron comenzaron a gritar, huyendo como si hubiesen visto al diablo;
-¡Caramurú! ¡Caramurú!
Un escuadrón de tiradores de caballería se adelantó al paraje de donde salían aquellos gritos alarmantes.
Amaro hizo una señal para que permaneciesen quietos a algunos gauchos que se hallaban a su lado iniciados en la rebelión por el Cambueta, volvió tranquilamente su caballo, y enderezó el rumbo hacia el barranco, en cuyas profundidades corría el Uruguay, único paraje que, defendido por la propia naturaleza, no estaba guardado por las tropas enemigas.
Los tiradores corrieron tras él, y su jefe le gritó que se detuviese, si no quería que le mandase hacer fuego.
El gaucho, con aquella sonrisa irónica que tan bien cuadraba a su fisonomía varonil, volvió la cabeza sin detenerse, y se golpeó la boca, manifestándole así el caso que hacía de sus amenazas.
El jefe mandó hacer fuego: doscientos tiradores, en pelotones de a cincuenta descargaron sus tercerolas contra el fugitivo por dos veces a menos de cuarenta pasos.
Él, siempre a escape, cada vez que oía gritar ¡fuego! daba una vuelta por debajo de la barriga del caballo, con la destreza admirable de los indios Guaycurús, de quienes había aprendido esta evolución, y tan pronto como escuchaba silbar las balas se incorporaba en su potro y continuaba impávido en su carrera.
Los brasileros y los espectadores juzgaban que aquella resistencia era un solo capricho del célebre guerrillero, que prefería morir a rendirse. Suponían que viéndose obligado a costear el barranco, e imposibilitado de traspasar el cordón de soldados que guarnecía la llanura, al fin, de un modo u otro, muerto o vivo, caería en sus manos.
Pero con gran sorpresa suya, con espanto y asombro de todos, amigos y enemigos, Amaro al llegar cerca del barranco, sonriéndose, echó el halda del poncho sobre los ojos de Daiman, le cerró piernas y se precipitó con él al río desde una altura de cuarenta pies.
Cuando llegaron los tiradores y la curiosa muchedumbre, creyendo encontrar solo un cadáver flotando sobre las aguas, el indómito gaucho, prendido con una mano de las crines de su parejero, y nadando con la otra, llevado por la corriente, próximo a tocar la orilla opuesta, se golpeaba otra vez la boca, gritando a los brasileros por despedida:
-¡Ya nos veremos las caras!...
Semejante rasgo de audacia dejó a todos inmóviles y petrificados, y cuando los soldados, a la voz del jefe, volvían a cargar sus tercerolas, ya él salvaba la margen del río y galopaba hacia la selva, de donde salían a galope sus audaces montoneros, alarmados por las descargas y pensando que por alguna fatal casualidad se había empezado la lucha antes de la hora convenida.