Carlos VI en la Rápita/IV
IV
Viéndome más sereno, me obsequió Simi con pipas de calabaza y sandía tostadas, golosina que entretiene la voluntad y disipa los pensamientos rencorosos. No obstante mi aparente conformidad con el Destino, la procesión de mis agravios iba por dentro, y no podía resignarme a la traición de Yohar sin decir a ésta cuatro verdades más o menos frescas, y sin coger por mi cuenta al sephardim que me robaba la mujer, y obsequiarle con una pateadura en el Mellah o donde quiera que le encontrase. Como español y como cristiano, no podía evadir el precepto de honor que a una venganza donosa y pública me obligaba, y habría dejado en mal lugar a mi nacionalidad y a mi fe (aunque esto parezca mentira), si al cumplimiento de tan sagrado compromiso no me aprestase sin perder horas ni minutos. Cuando este propósito manifesté a las judías que me rodeaban, advertí en ellas más sorpresa que terror. No comprendían mi acción vengadora ni los sentimientos en que tenía su origen. Alguna me incitó a la paciencia, y en otras noté una vaga admiración de mi audacia barragana, en el sentido de arranque temerario y caballeresco. Cuando les dije que Natham Papo y yo nos pelearíamos hasta que uno de los dos quedase tendido en medio de la calle, se asustaron. Hanna se apresuró a rasgar otro indecente trapo inservible, y Mazaltob, con acento de prudencia, me agarró del brazo diciéndome: «Tente, goi, tente con justedad, y cata que Papo Acevedo está abrigado debajo de la bandera cónsula de la Inglaterra. Serás cogido y aína llevarás condenación de azotes». De la escandalosa chillería de aquellas pécoras no hice ya maldito caso, y me zafé de sus garras, echando a correr fuera de la casa y por la calle adelante, sin cuidarme de las mujeres sucias y chiquillos tiñosos que a mi paso repetían el fúnebre guau, guau.
Tomé la vuelta de calles excéntricas para dirigirme a la parte del Mellah llamada Meca, donde está la casa de mis enemigos, decidido a meterme en ella y coger por los cabezones al sephardim Papo si, por desgracia suya, allí le encontraba. Ya distaba veinte pasos de la morada de Riomesta, cuando vi que de ella salía mi sabio amigo el rabino Baruc Nehama, llenando la calle con su procerosa estatura y la opulencia de sus barbas patriarcales. Lo mismo fue verme, que venir hacia mí con los brazos abiertos, y no esperó a tenerme cogido para echar así la voz tonante: «¿A dó vas, mancebo voluntarioso? Por el aire que trais y el brillar de tus ojos, me parece que vienes con ira... De aquí no pases, ni te pongas injurioso, que no has razón para ello». Contestele que razón me sobraba, y que quería demostrar que no se juega con un caballero castellano. Pero a mis atropelladas voces contestó con estas otras de grandísima sensatez: «Bien sé que eres caballero, y que entre tus antepasados cuentas al señor Cid, y a otros Cides, como verbigracia el mío señor don Gonzalvo de Córdoba; pero eso no es al caso, pues nadie ha puesto borrón en tu caballería... A Yohar te llevaste contra la ley nuestra y la tuya, y es de justedad que pierdas lo que allegaste con latronicio... No pienses en traer acá duelos con Papo, que es hombre de cuenta; y si en la calle te topas con él, él te deseará la paz, como si topara un buen amigo. Generancio tras generancio, Papo viene de tu tierra y es judeo-español, de los Acevedos de Plasencia, con quienes tuvo parentesco el que llamáis don Cristóforo Colón, primer catador de vuestras Américas de cacia Poniente... Ten cordura, ten agudeza, hijo... Yo digo que bien puede agradecer Yohar al sephardim que la haiga cogido encariciada de manos de otro. En ello mostra Papo ser varón coronado de virtudes».
Como yo soltase, al oír esto, una risa burlesca, se incomodó el hombre, y creyéndose en la tribuna de la Sinagoga, clamó con voces predicantes: «Con Yodar culpaste, desvergonzaste y ficiste fealdad... ¡Guai, gente pecadora, pueblo pesado de delictos, semen de malinidades!...». Estos sacrosantos desatinos agotaron mi paciencia y me encendieron la sangre. Faltaba, según hoy lo entiendo, menos de un segundo para que yo le tirase de las barbas al espantajo rabínico. Ello había de ser entre vituperio y caricia, por consideración a su edad avanzada; mas no fue de ningún modo, porque en el primer momento de mi intención, vi que de la casa de Riomesta salía un moro elegante: era El Nasiry, hijo de Ansúrez. Quedó el rabino suspenso en sus declamaciones, yo contenido en mi cólera, y me alegré de no haberle sacudido la enmarañada zalea de sus barbas. Con respeto, dando cabezadas, miró Baruc al moro, mientras éste decía: «Juan, se acabaron las bromas. No estamos aquí en España».
-En España estamos, El Nasiry -repliqué yo; y Baruc se dejó decir-: Donnell y Prim han venido a conquistar el suelo del Maroco, no sus mujeres.
Al hablar así, miraba risueño al moro, solicitando su aquiescencia; pero mi paisano, con señoril gravedad, no dejó traslucir ningún sentimiento en su rostro hispano-árabe. Atenazándome el brazo con su fuerte garra, me ordenó que le siguiese, y el rabino tomó la dirección de su casa, en la calle próxima, despidiéndose con esta exhortación: «Hazle entrar en judicio, El Nasiry, y que no quite la paz a fijos buenos de Israel». Desapareció por una callejuela. Y he aquí que el hijo de Ansúrez, llevándome por otra, me hablaba con su habitual donosura. «En tu casa te vestirás con yoka, ceñidor y bonete judío, y vendrás conmigo a donde yo quiera llevarte... Y esto sin replicar ni oponer la menor resistencia, pues si no me obedeces, no serás mi amigo español, sino un perro vagabundo». Yo callaba. Por fin, oídas dos, tres veces, sus recriminaciones, me sentí dominado, sin ninguna fuerza para oponerme a la despótica voluntad del caballero español y agareno. No diré que fui, sino que mi tirano me llevó a la que había sido mi casa: allí Mazaltob y Simi me proveyeron de la yoka, ceñidor y bonete. Vestido de hebreo, dejeme conducir por El Nasiry, que sin decirme nada me metió en su casa, donde vi aprestos de viaje, mulas bien enjaezadas, fardos, tienda de campaña... No necesité más explicaciones para comprender que mi amigo partía de Tetuán, y que consigo quería llevarme de grado o por fuerza. No sé qué sentimientos embargaban mi alma... Mi aflicción por la forzada ausencia quería buscar consuelo y descanso en la ausencia misma. No sé lo que aquello era.
Pedí permiso a mi tirano para escribir mis tristes sensaciones de aquel día; diómelo; tracé con mano rápida y temblorosa esta parte del diario de mis aventuras; tomé algún alimento, y cual manso cordero me entregué al que se había hecho mi pastor. Poco antes de partir me habló éste con severidad, diciéndome que había dado fianza de que yo partía de Tetuán con propósito firme de jamás volver, y que esperaba de mi honradez que así lo jurase y cumpliese. Agregó que para responder de mi ausencia había exigido que me fuesen sufragados los gastos de mi regreso a España; y al efecto, a mi disposición tenía un remedión de plata y oro, facilitado por mitad, con gallarda esplendidez, por Riomesta y Papo Acevedo. Al oír esto estallé en indignación. ¡Recibir dinero de judíos por compra-venta del amor de Yodar! ¿Eran ellos la Sinagoga y yo el Iscariote? ¿Olvidaba El Nasiry la secular condición de su raza hasta el punto de creer que un español puede pisotear la ley de honor, vendiendo por treinta o tres mil dineros a la mujer que ama? ¡Vileza inconcebible en todo cristiano, y singularmente en el que ha nacido en la tierra clásica de la dignidad y el decoro! ¡Antes me cortaría la mano que recibir en ella los ochavos viles del avaro Riomesta, del Papo cínico, que quiere tapujar con un puñadito de oro lo que fue mi felicidad y es ahora su oprobio!... Todo esto y algo más dije, derrochando sin tasa las exclamaciones de enfático orgullo que dan riqueza y sonoridad tonante a nuestra lengua. Oyome El Nasiry con serenidad más musulmana que ibérica, y comentó mi furia tan sólo con la irónica sonrisa que mantuvo en sus labios mientras duraron mis roncas protestas en nombre del honor.
«Muy bien, Juanito -me dijo, cuando sofocado yo del esfuerzo verbal aguardaba su respuesta-. Ya me tenía yo tragado que saldrían a relucir los Cides y Quijotes... Muy señores míos. ¿Cómo va de salud? ¿Y en casa, todos buenos?... Pues en esta tierra, para que te vayas enterando, poco tienen que hacer los Quijotes y Cides. Y ya que los has traído contigo, vuélvanse contigo a España... Sabrás, hijo mío, que el honor y la caballería consisten aquí en vivir como se pueda, guardando la religión y cumpliendo todos los deberes... En la España de la parte acá del mar, no da de comer el honor, ni al dinero se le mira con mal ojo, venga de donde viniere... Te veo muy tonto con los ascos que haces a la plata de Riomesta y de Natham Papo, y nada más hablaremos de ello por ahora. En el camino se hablará. Hoy te dejo en tu vana jactancia... No nos detengamos, hijo mío, y aprovechemos lo que resta de día para salir de Tetuán. El camino es largo y dará tiempo a tus reflexiones... En marcha.
Montamos en sendas mulas bien aparejadas, formando con los servidores y arrieros de El Nasiry una lucida caravana, y antes de que arrancáramos, vi que Mazaltob, Simi y otras judías faranduleras que me tienen ley, se agrupaban en la esquina del palacio del Gobernador, y desde allí, temerosas de aproximarse, me despedían con expresivas garatusas. La presencia de aquellas mujeres, ni santas ni limpias, me afectó y entristeció sobremanera por las remembranzas que traían a mi corazón y a mi mente. Mirada cariñosa dejé volar hacia ellas, y la emoción me obligó a volver el rostro, hasta que me fue preciso atender a los primeros pasos de mi mula... En la extensa calle que hoy llaman de Cantabria, hubo de pararse nuestra caravana por un entorpecimiento de cargas de leña que zafios montañeses no acertaban a retirar a uno y otro lado de la vía pública. Mientras ésta se despejaba, vi pasar un grupo de oficiales, del cual se destacó mi bondadoso amigo el castrense don Toro para venir a saludarme. Hablamos un ratito; díjele que abandonaba con tristeza la dulce Tetuán para internarme en el Imperio, y él me compadeció, despidiéndome con estas palabras: «El Señor vaya contigo, buen Confusio(con ese), y te limpie de las confusiones que Allah y Adonai han embutido en tu cabeza... ¿Qué dices?, ¿que acaso vuelvas a España? Allí te quiero ver, Confusio amigo... La Virgen te acompañe».
Salimos por la Puerta de Fez... Adiós, Tetuán, blanca paloma, virginal doncella que fuiste, antes que el español te cogiera y manoseara; adiós, Ojos de Manantiales, manantial de vida para mí, pues las amarguras y alegrías, las dulces emociones y acerbas penas que en ti he sentido, fueron acrecimiento extraordinario de mi sensibilidad, copiosa reproducción de mis ideas, con lo que parecen multiplicados mis días y soberanamente hinchada de sucesos mi existencia, como río en que entran aguas muchas. Adiós, tierra de maldición y de bendición, más, al fin, de lo segundo que de lo primero, pues bendición es el exceso de vida en tiempo corto, el ver largo, aprender hondo, y llenar nuestras trojes con abundantes cosechas de experiencia. Bendito es todo lugar que, por mucho que se viva, no puede ser olvidado. Hermosa eres, Tetuán, por el misterio de tus calles, la poesía de tus contornos, por la serena confianza de las tres religiones que en tu regazo duermen, más hermosa aún como nido de amores, como alivio y orgullo del hombre enamorado. Adiós, en fin, dulce Yohar, estatua de la blancura, monumento de ternura, vaso de miel que en su hondura esconde la traición. Yo pido a mi Jesucristo que te dé la paz, si tu Adonai no quiere dártela.